Fotografía de Gaby Oraá | RMTF
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Amante de la música —miembro fundador del Orfeón Universitario, no faltaría durante años al festival mozartiano de Salzburgo—, un cuarteto de cuerdas del Sistema de Orquestas Nacionales y Juveniles Simón Bolívar interpretaría fragmentos de sus sinfonías y arias favoritas en la misa celebrada en su memoria. Se atrasaría más allá de la fecha exacta esta homilía que reuniría a familiares y amigos, porque no le había sido posible llegar antes a dos sobrinos que están lejos. Es la razón que se repitió en los chats. Tantos dispersos por el mundo, mundo contagiado de un virus tornadizo, no tuvieron hasta hace pocos días la posibilidad de conseguir el boleto, el enlace y que las fronteras estuvieran abiertas.
Claro que estaban al tanto: el tío Armando se había caído en enero del año pasado y sus huesos, que pudieron llegar al centenario, no lograron soldarse después del percance. Nunca se encontraron entre sí las piezas de la cadera rota. Desde entonces guardó reposo en una cama clínica, en casa. Que no lo llevaran a ningún hospital, decretó. En la quinta Santafé, en cuya cocina produjo cada una de las 742 recetas del Libro Rojo, quería sanarse o despedirse, y nada de dramas. Viviría allí rodeado de su familia y eternos colaboradores hasta su último respiro.
Y querría que este contuviera los aromas de su preferencia. Los que expedirían los fogones que dirigió siempre. Sería el perfume que emanaban los calderos lo que lo ataría a este mundo durante casi un año de convalecencia, hasta que se despidió con la quietud que da la fe —o la certeza de la inmortalidad—, el 9 de diciembre pasado. Un día en el que los seguidores de sus recetarios y todos sus amigos evocarían su tesonera defensa de nuestra sazón y brindarían por la universalización de la arepa, su perfecto vaticinio.
Con la memoria intacta hasta que expiró, y la elocuencia dejada de lado, la discreta despedida que tiene lugar en su habitación sería tema que conmocionaría a la feligresía del Libro Rojo. En mesones, restaurantes, cocinas domésticas, salones y plazas del mundo se produjeron nostálgicas conversaciones entre quienes lo conocieron. Se llenaron los whatsapp de las recetas favoritas y de mi foto con don Armando. Aquí y en Nueva Zelanda, Australia o Dinamarca. Un suceso que ensamblaría en abrazo a los venezolanos anclados en el país con los de la diáspora. A chefs y/o seguidores fieles del libro de su autoría Mi cocina a la manera de Caracas, ese recetario que nos relata como una obra literaria de no ficción.
El obligado reposo no le robó, por cierto, el buen ánimo; menos el apetito, aunque los doctores recomendarían, cada vez más, papillas. Igual comería tres veces al día y merienda. No le sería nada sencillo, sin embargo, ir distanciando la ingesta de aquellas comidas de las que había sido francamente fanático: el asado negro, costra crujiente y en su punto dulzón; las caraotas negras, casi un postre de lo almibaradas que debían estar según su gusto; y !el mondongo!, caldo sustancioso pero no gelatinoso con panza lavada con limón y, una vez en agua hirviendo, rodeada de abundantes verduras picadas menuditas.
El sacerdote que dirige el funeral celebrado en la capilla del Colegio San Ignacio, donde Armando Scannone estudió, daría en el clavo en la homilía. “Los que tienen fe tienen menos miedo a irse y sus familiares tienen menos aprehensiones a asumir el adiós. Los que no creemos en la muerte lo superamos mejor, pero si hay alguien que le saldrá el paso, sin dudas, ese es don Armando Scannone, un hombre mariano y que nos deja tanto”, pontificará, “uno que nunca morirá”.
Su famoso libro, el bestseller nacional, suma 25 ediciones desde que apareció en 1982. Es un prodigio que ha atornillado el gusto nuestro.
Ingeniero que decidió un buen día solucionar la nostalgia por los sabores de la infancia, se puso a trastear entre las gavetas de su casa y en las de la familia en busca de las recetas añosas que constituyeron el menú criollo por evaporársele. Por años viviendo de Piedras a Palmita, donde nacieron no solo él sino los demás hijos de Antonio el hortalicero y Antonietta Tempone de Scannone: Teresa, Palmina, Enriqueta, Francisco, Pascual, Carlos, Alfredo y Héctor, se había vuelto recurrente postal en sus recuerdos la casa grande a orillas de un Guaire transparente donde vivía también una treintena de gallinas. Y sus aromas y los menús diarios, los martes, pasta casera.
La compilación que se dispuso a realizar con paciencia se convertiría en vademécum. En libro devenido objeto de culto. Y símbolo de la identidad y la identidad misma. Al cabo de varios meses de investigación y pruebas de ensayo en nariz, lengua y ojo avizor, tenía en sus manos más que un libro un tratado enjundioso de nuestra culinaria, brújula que no permitiría en lo sucesivo extravío alguno: quedarían a salvo la sazón y el gusto caraqueños.
Apelando a su proverbial memoria gustativa, esa cualidad que siempre vieron con escepticismo los académicos, Armando Scannone puso pues a buen resguardo la histórica cocina criolla. Una reconstrucción que asombró a todos; de entrada, a la familia, que sabía que en la cocina blanca y enorme de la quinta Santafé, como si de un laboratorio se tratara, bulló, hirvió, se asó, se horneó, fileteó, marinó, meneó, desconchó, o se pusieron a punto de caramelo o melcocha cada una de las propuestas culinarias que compartieron en la enorme mesa de infancia y las maneras de combinarlas.
Armando Scannone dirigiría la exploración de emboques, perfumes, consistencias, tonos y texturas hasta dar su aprobación. Y dejará por escrito el dulzor exacto, el espesor y su consistencia precisa, el color dorado o rojizo y cómo lograrlo: tras los ensayos, registrará al dedillo tiempos de cocción, volumen de la llama o temperatura del horno y la justa medida del procedimiento en cucharadas, tazas, litros, kilos o centímetros de los ingredientes y cacerolas, cosa de que no cupiera la menor duda y que hasta el más lego pudiera conquistar la Meca: la ricura. La jalea de guayaba sería, por ejemplo, de las más delicadas preparaciones: la repitió 18 veces hasta decir: así.
Después de que la familia lo insta a convertir aquel esfuerzo en causa común, costó dios y su ayuda que se publicara. Scannone consiguió convencer a una editorial a 6 mil kilómetros del país a que se embarcara en la aventura de hacer realidad el libro. Esta sugirió incluir como señuelo promocional una sartén, por si acaso. Se imprimieron 5 mil ejemplares en aquella primera tirada que hizo fruncir más de un entrecejo en la imprenta española. Sin fotografías la primera edición, los dibujos de Kees Verkaik —una belleza— como única ilustración, el Libro Rojo fue un éxito inesperado. Lo sigue siendo. Sigue buscándose. Una nueva edición está entre los planes de la familia que hereda sus derechos. Es el regalo de bodas de todo el que se casa, y muchos de los que se hacen la foto sobre los mosaicos de Cruz Diez en el aeropuerto llevan este recetario en sus valijas con una postal del Ávila marcando la página de los bollos pelones, la hallaca o el pabellón. No falta el volumen en ninguna casa venezolana. Y nadie se despide de él sino con él.
Como un dios está y seguirá estando en todas partes. Como las arepas. Que se han multiplicado como los panes por todo el planeta, tal y como lo predijo: que sustituirían en el mercado mundial a la hamburguesa. Y no se trata de una desorbitada quimera. Se han convertido en santo y seña de la venezolanidad donde quiera que esta esté, con sus nombres de risa: Peluda, Catira, Reina pepiada, Viuda, Dominó; y se han inventado nuevas, como las que hace María Inmaculada Núñez de Ocanto, que las amasa con remolacha o espinaca y rellena con ingredientes del entorno donde vive. El mundo ha descubierto el placer de besar o morder esas bocotas abiertas de maíz que esta diseñadora gráfica, cada vez más chef, van del púrpura al verde; y del plato a los labios ahítos, tal vez con pollo desmenuzado, flores de calabacín salteadas y queso italiano.
Redondas y tenaces, tan abiertas y volubles ¿cómo nosotros? están en Nueva Zelanda, Suiza, Estados Unidos, España, Italia, Chile, Argentina, Panamá, Perú, Ecuador, Holanda, Portugal, Francia, Australia, Inglaterra… Sí, la arepa es un batacazo y como diría el chef venezolano de origen argentino Federico Tischler, desde Boston: una arepa es un sobre al que le cabe todo, “menos la pasta”, le respondería un Scannone risueño: “Eso sí, hacen maridaje con todo, hasta con champagne”. Hecha con el maíz que es de América toda, el plato se ha convertido en icono nuestro. Scannone la asumió como bandera, medio mundo tomó el testigo.
Autor también de los libros amarillo, azul, verde y naranja, de menús especiales, para la lonchera escolar o para diabéticos, fue su tenacidad, el acicate con que arranca el movimiento a favor de nuestra culinaria. Armando Scannone se dedicó a la gastronomía presintiendo la pérdida, por olvido y desánimo frente a la intrínseca laboriosidad de las recetas más complejas: dejaba de hacerse el majarete por lo arduo de picar cocos, extraerles la leche, exprimir y colar con cedazos y tamices, y ni se diga el pastel de polvorosas. Con la colaboración de la celebérrima Elvira Fernández de Valera y luego de Magdalena, las pailas de Santafé convirtieron sus cocciones en causa y desagravio, y su trabajo —su porfía que nace desde la nostalgia luego será el remedio de la saudade de la diáspora— lo encumbró como miembro de la Academia Venezolana de Gastronomía.
Hombre que cosechó amistades eternas, que en su casa alojó a tantos y en cuya mesa se dieron tertulias invaluables, programas de radio y celebraciones perfectas —cada 22 de agosto, su cumpleaños convocó a familiares, gastrónomos y caraqueños, alrededor de la torta poblada de velas, un muestrario de todos los postres de su recetario.
Ben Amí Fihman, José Rafael Lovera, Mercedes Oropeza, Isaac Chocrón, Marva Griffith, John Zubillaga serían invitados permanentes a esa comunión. Armando Scannone tenía la idea de la conexión bien enraizada: de origen italiano creía en que podíamos estar unidos —como la pasta— así como que con la llama encendida en la intensidad precisa, no tan bajo el fuego, saldríamos de esta.
Nunca cocinó, pero su paladar nos rehízo y hasta tuvo la audacia de obsequiarnos con recetas de su inventiva (nada mal para alguien que no cocinó nunca), como la sopa dos tiempos, cual yin yang su presentación: mitad crema de caraotas negras, espesa, dulce y caliente, mitad crema fría de aguacate; o la de auyamas y mandarinas, mixtura cromática que le sugirió ya no el olfato o el paladar sino su ojo clínico. ¿No es su tenacidad un trabajo de reconstitución que nos amalgama? ¿Una labor que promueve la alianza coral y el sentido de cuerpo? ¿No es el Libro Rojo una verdadera revolución?
Se queda. Don Armando Scannone permanecerá como invitado permanente a presidir nuestras veladas. Se lo ganó tras su campaña admirable a favor de nuestro sabor y sus saludables fórmulas nutricias —no hay mejor prueba que sus 99—, incluso las que quedaron en el tintero como el libro rosado de las embarazadas ¡que está listo! Y ¿quién dice que no se editará? ¿Quién duda de que no seguirá dictando cátedra?
Queda en Caracas y en su enamoramiento por este valle complejo y de envidiable luz que enfoca a mediodía el vaho del sofrito básico que nos constituye —“Nunca se debe licuar”— de cebolla, ajo, tomate y ají dulce. Queda adherido a nuestras papilas y en la propuesta que deja por escrito de combinaciones, maridajes y menús que restituye nuestros almizcles y acepta deconstrucciones desde la multiplicidad de especies, orígenes e influencias: evocaciones mediterráneas y regustos africanos, más el dejo italiano que aportaría. Queda como protagonista de la narración histórica que funde la aceituna y las herencias de Colonia con la producción de la tierra.
Queda en Caracas. A Armando Scannone le encantaba el Ávila, que contemplaba con puntualidad a las cinco: no quería perderse ese último lamido goloso del sol por entre sus sinuosidades y faldas cuando resbalaba el atardecer. Y la ciudad como escenario de afectuosidad, con sus aleros de tejas rojas que como sombrillas cobijarían sus andanzas infantiles cuando arreciaban los chaparrones. Y las orquídeas: decía viendo extasiado las de su jardín que eran seres de una belleza tan sobrecogedora que no dudaba de que hubieran llegado de una extraña galaxia.
Queda como un conciliador que alienta ese enredo de dulce con salado y el picor sin problemas (consenso), que habitan, por ejemplo, en la hallaca, su plato favorito; que con su pizca de acidez la haría totalmente multisápida como la llamó políticamente Rómulo Betancourt.
Quien rescató o reinventó la sazón caraqueña por encima de cualquier otra en el mundo —y eso que probó tanto y de todo, hasta zebra, hasta caballo, hasta león— sería adalid de nuestra gastronomía y para él nada como este gran plato navideño de la venezolanidad, de tantas fragancias y gustos, que empacan hojas de cambur y que este año, como Panchito Mandefuá, comería en el cielo.
Él, qué duda cabe, dirigiría la sinfonía inconfundible de pailas y paletas, por encima de Mozart y los Gipsy Kings su música favorita.
Faitha Nahmens Larrazábal
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