Fotografía de ALEJANDRO PAGNI | AFP
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En una de las esquinas del restaurante, un venezolano acompañado por tres venezolanas espera a que empiece el partido. A juzgar por su tonada al hablar, parece ser de Caracas, como sus compañeras. Brasil y Argentina están a pocos minutos de jugar la final de la Copa América en el Maracaná, el sábado 10 de julio de 2021. A su manera, ese venezolano había hecho la previa comentando con ellas algunas cosas sobre el juego, hasta que notó que había empezado y la musicalización del local no se detenía. Cuando le preguntó a uno de los mozos por qué, la respuesta fue que el dueño del local odiaba al fútbol. Se podía ver pero no escuchar.
A juzgar por la decoración del lugar, esa versión resultaba creíble. El ambiente, ajeno a los bares o restaurantes más folclóricos de Buenos Aires, no tenía ninguna referencia futbolística. No había bufandas, camisas colgadas, afiches ni fotografías. Por el contrario, evocaba a un Hard Rock Café por las guitarras a los lados de algunas mesas, las luces bajas y la atmósfera oscura. La carta también era una declaración de principios: no recuerdo haber leído que vendieran choripán. A los comentarios del venezolano se sumó otra venezolana, en una mesa distinta, preguntándose lo mismo: por qué, en un partido de Argentina, no había audio. El mozo explicaba que el sistema de televisores no estaba configurado con el audio del local. Verdad o mentira, el argumento cerró la discusión. La decisión era absurda para extranjeros y locales.
La quinta final de Lionel Messi debía verse así, sin la opción de escuchar un posible gol suyo. Fue lo que pasó con la anotación de Ángel Di María. El sonido muteado de su celebración sé oía en la voz de las decenas de personas en el restaurante. Argentinos y venezolanos celebrando por igual. Sin la tensión de la narración televisiva, el ambiente se distendía. Entre pases también se iba de un tema a otro, como las relaciones de pareja, avances laborales o búsquedas de apartamento, con leves sobresaltos durante las pocas ocasiones que el partido ofreció o las contadas celebraciones por alguna acción, como cuando anularon el gol de Richarlison.
Así terminó el primer tiempo y el segundo estaba por hacerlo. Cuando faltaban cinco minutos para los 90’, con Argentina ganando uno a cero en el Maracaná, aquel venezolano que seguía en la esquina del restaurante comenzó a gritar: “Brasil, decime qué se siente…”. Cuando terminó, entre la pausa de un verso y otro, cinco argentinas, en otra mesa, comenzaron a darle golpes a la madera al mismo ritmo con el que se golpean los bombos alrededor de la cancha y dentro de ella. El “… tener en casa a tu papá”, segundo verso de esa estrofa, fue cantado por todo el bar durante ese momento.
Duró menos de un minuto. La tensión del partido, aún sin audio, no invitaba a la euforia. Neymar Jr., pese a la permisividad del arbitraje, seguía intentándolo con las piernas astilladas por tantas faltas. Un resbalón de Messi evitó que el partido se cerrara. El argentino rio mientras se levantaba, mirando a la fortuna como si le dijera: “¿En serio, me vas a seguir cagando? ¡Esta la estoy ganando!”. Cuando terminó el partido, Lionel se arrodilló y se puso a llorar. A juzgar por la celebración en el local, venezolanos y argentinos también querían correr hacia él, como los otros futbolistas y el cuerpo técnico de Argentina.
Quien ha dado tantos momentos al fútbol contemporáneo estaba recibiendo un homenaje en la cancha, liberando a él y a su país de 28 años sin un título profesional para su selección. En Argentina, eso es más que un conteo. A partir de ahora, la generación que creció escuchando relatos llenos de éxitos y que vio a varias camadas de futbolistas triunfar en el exterior y caer derrotadas con la camiseta nacional, puede tener un cuento propio. Los adultos que vieron el triunfo en el Mundial del ’86 y en la Copa América del ’93, por fin tienen otra medalla. Los que no vieron ninguno de esos éxitos ya tienen uno y los niños, esos que patean balones en plazas o campos del país, ya saben cómo se siente ganar.
Mientras tanto, en el local, los mozos entregaban las cuentas pendientes, a prisa porque ya debían cerrar –debido a las restricciones por la COVID-19–. Cuando lo hacían, se volvió a escuchar aquel cántico recordado por un venezolano. A su manera, quizá sin saberlo y atravesado por la migración, él reformuló parte de la tradición que invitaba a muchos venezolanos a apoyar a Brasil en este tipo de torneos.
La celebración en el Maracaná avanzaba. Narradores argentinos llorando. Messi haciendo una videollamada. El brasileño abrazándose al argentino. Mientras tanto, Buenos Aires también comenzaba a movilizarse. La TV mostraba cómo distintos accesos a la ciudad estaban congestionados. Se veían autos con gente saliéndose de ellos, a medio cuerpo, mientras tocaban cornetas. No se descarta que terminasen en el Obelisco, donde se celebró el triunfo durante buena parte de la madrugada, mientras vecinos de distintos barrios se reunieron en las esquinas de sus calles para celebrar una noche por la que esperaron demasiado.
Argentina volvía a un lugar que su tradición le otorga y Lionel Messi, quizá el mejor jugador de la historia, levantaba el trofeo de un torneo profesional con su selección. Mientras todo eso ocurría, antes de irse de ese local donde el dueño odia al fútbol, todos volvieron a cantar:
“Brasil, decime qué se siente
tener en casa a tu papá.
Te juro, que aunque pasen los años
nunca nos vamos a olvidar”.
Nolan Rada Galindo
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