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Querida madrina María Herminia:
Espero que al recibo de esta te encuentres bien de salud y de ánimo. Yo estoy feliz. Ya sé que no es de gentes educadas presumir de la fortuna, pero como sé cuánto detestas la mentira (y la imprecisión, que es una variante oportunista de aquella), no puedo sino confesarte que vivo en una nube.
La foto que te envío y que ya debe haber caído en tu regazo con impulso saltarín, fue hecha hace dos semanas. Yo estoy allí, solo que el mesonero que aguarda con estampa marcial y pulcra me tapa. Pero ahí estoy, aspirando con ojos entrecerrados la fresca brisa de Caracas, que llega a esa esquina enfriada por las cumbres del Ávila y perfumada por las nucas de las elegantes damas sentadas a pocos metros o paseantes con secreteo de faldas y barbillas casi pegadas a la garganta. (Por esta esquina no trascurre sino la promesa de inminentes transportes, los gestos morosos y el tintineo de aretes y cubiertos).
¿Tengo que decirte que he estado en Gran Café? Ya habrás visto el aviso que con líneas de luz traza la paradoja: si bien la tipografía que pone “Gran Café” es de vanguardia, el arabesco que le sirve de copete avoca los encajes de madera que filtran la resolana en las casas tradicionales de Maracaibo. ¿O será más bien el minúsculo recuerdo de la herrería que recorre los balcones de París como una estola arrastrada por la tormenta?
No les creas a quienes dicen que en el Gran Café una se siente como en París. Lo dicen porque su fundador fue Henri Charriére, ¿lo recuerdas?, el francés refundido en la Isla del Diablo, frente a la Guayana Francesa, por haber asesinado a un proxeneta. Bueno, ya sabrás que logró la hazaña de escaparse y llegar a Venezuela abrazado a un saco de cocos como quien aferra la musculatura acerada de Josephine Baker. El caso es que el fugitivo, no sé sabe con qué dinero, compró la Quinta Cristal, en la Calle Real de Sabana Grande, hizo derribar las paredes, amplió los espacios internos para llenarlos de mostradores y repletarlos de golosinas, cubrió las fachadas con láminas de cristal e invadió las aceras con mesas y medio centenar se sillas. Comodísimas, por cierto. Te dan ganas de quedarte ahí, arrullada por las joviales conversaciones y las miradas de los otros. Son, por cierto, miradas plácidas, de algodón, se diría, como si te envolvieran en un pañal. Nadie se inhibe de comer ante el mundo, de mostrar sus dientes y apetitos ni de exhibir virutas de pastel como lunares amasados con azúcar. Miramos y somos mirados. Bueno, sí, a veces con una pizca de malicia, nada que un sorbo de merengada no ayude a pasar. Pero te decía que no des crédito al necio rumor según el cual allí una se siente como en París. Es mucho mejor que eso: en el Gran Café una se siente como en Venezuela, ese país metropolitano que nos aprestamos a recorrer con zancada de medallista.
El clima de Caracas es una bendición. De noche refresca tanto que las señoras se ven obligadas a salir con chales y suéteres, como puedes ver en la foto, y los señores se acomodan con chaqueta y algunos con corbatas. Los aires acondicionados que ves en el primer piso, y que asoman como los traseritos insólitos de robots sentados en el primer quicio que encontraron, funcionan de día; y no todos los días. Caracas flota en céfiros, como decía abuelita, y en luces que de noche le aportan esa atmósfera de lujo e innovación que la fotografía rebosa.
No te detengas en los papeles que ribetean la acera como flores asilvestradas. No es basura. Son servilletas que el viento ha arrebatado a las mesas e incluso a las manos de los comensales. No es lo mismo. En fin, no es dejadez, es desaprensión. En el Gran Café todo el mundo está tan relajado que cualquier cosa podría volar de sus sosegados dedos.
Mi sándwich ha podido aparecer en la foto. Me duró horas. Apenas podía comisquearlo, deslumbrada como estaba por los reclamos refulgentes de las tiendas. Me dicen que Vogue es un establecimiento de lo más elegante que te puedas imaginar. Si el menú del Gran Café ofrece de todo (es verdad lo que la vitrina promete. Pastelería, heladería, salón de té, Toblerone) la noche que el local instaura es todavía más prometedora. Es, cómo te explico, un ritual urbano nada que ver con esa oscurana de grillos y ordeño… bueno, ya sabes… Es como un sueño compartido. Con todo el que pase. Con el mundo risueño y enzapatado. Es un logro social, pero no en el sentido de canastilla, DDT y Singer, sino épico (épico por lo febril, lo dinámico, por el celaje brillante que dejan los carros en su carrera al futuro).
Déjame decirte, madrinita, que donde nosotros vivimos, ejem, donde vives tú, la noche más que doméstica, está abolida. Cancelada como una antigua constitución a la llegada de un tirano. Lo he comprendido al experimentar este estremecimiento seguido por un crujir que no sabes si es del pan tostado de la mesa contigua o del tafetán de la señorita que acaba de recostarse en su silla para soslayar el beso en el último segundo.
La velada terminó. Pero no me importó. No tanto. Ahora sé que el Gran Café está inscrito en la esencia de Caracas como la nariz de mi abuela en la mía. Nada puede hacerse para dar un rodeo a lo que viene en la sangre. En cualquier momento volveré. Y ahí va a estar, surtido, satisfecho, suntuoso.
Tuya,
M.
Milagros Socorro
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