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Por un exceso de vida, los yanomamis fueron creados de la sangre celeste que bajó a la Tierra por la Luna y entró en el vientre de las mujeres. Fue en aquel momento cuando el hombre se desgarró de la naturaleza para aparecer descalzo sobre la Tierra como un ser diferente a los animales. Por un principio intangible, interviniendo entre los espíritus invisibles y los seres de la selva, el hombre comienza a cazar, pescar, recolectar y cultivar. También es capaz de dar nombres a las cosas, de cosechar sueños, de inventar el amor, la amistad y la familia, y alimentar con yopo a los seres sin nombres para que lo guíen hacia su destino. Quien ha vivido con los yanomamis ha sido también testigo de ese momento cuando el ser humano y el resto de la naturaleza yacen sobre el umbral de la creación como dándose la mano, pues los separa una línea muy fina. Momento liminal más que primitivo, donde luz y oscuridad se entremezclan para crear el mundo en medio de las tupidas ramas sacudidas por la lluvia: el momento donde un techo que ampara aparece en la inclemencia de la selva. Este es el lugar en el sur de Venezuela, en el Alto Orinoco, donde Héctor Padula fue testigo de cómo el chamán se convertía en oso hormiguero para aspirar, como si fuera miel, la neumonía de un niño gravemente enfermo. Fue a mediados de los años ochenta cuando decidió ‒entre la necesidad imperiosa de ayudar a los demás y la atracción por lo desconocido, pero, sobre todo, por la obsesión de fotografiar esa tierra incógnita que había visto años atrás‒ ir de voluntario como médico rural, al final de sus estudios de medicina.
Llevaba sus implementos de médico, unas vacunas, una cámara y su fotocentrismo de hombre occidental. Pero fue debido a la muerte de un antropólogo alemán, que trabaja en la zona, cuando hereda una decena de rollos Ilford que lo llevarán a la «revelación» de que todo lo que existe nace del cruce del blancor de la luz con la oscuridad de lo no manifestado. Allí, abandona la pretensión de ruina, que es el documento, y la fotografía pasa a manifestarse no como imágenes para documentar lo que no se comprende como si se comprendiera, sino como «la puerta para la sobrevivencia de un resplandor que va directo a las entrañas, es el alma de lo que vive, el rastro de eso que es diferente y pleno, un sendero inexplicable que respira más allá de nosotros mismos» (Héctor Padula, Ipa Wayumi /My Trip, Lorena González Inneco, curador, Caracas, 2017, p. 39).
El caduceo de mercurio, símbolo metafísico de la vara de Esculapio y que es el blasón de todos los médicos del mundo, tiene una serpiente que representa las extrañas, «la tierra hueca», la tierra en nosotros, y otra serpiente que representa la luz celeste que da forma a esa materia; el caduceo termina formando las dos alas del espíritu: no estar enfermo quizás no sea otra cosa que el equilibrio de las extrañas y el resplandor sobre un eje que representa el regalo de la vida y que en realidad no nos pertenece. El sentido de la palabra salud, que tiene la misma raíz etimológica que la palabra salvación, está llamada a encontrar este sendero que va de la tierra al cielo. Es lo que vemos en la obra de Héctor Padula.
Después de todo, ya lo sabía Dante, la selva es la entrada a todos los mundos. Todo está en ella, el día y la noche, el principio vital, las almas de los muertos, el crisol que crea la sangre del leopardo y la savia del árbol de la vida. Allí también se desvanecen los universos, ante el trono de lo primigenio, que ha visto todas las ilusiones hundirse en la tierra húmeda de aquello que nos precede y que siempre es «diferente y pleno». La fotografía crea un leve refugio que nos guarece del infinito, nos cobija de las fuerzas que nos sobrepasan mientras que conservan la memoria sobrecogedora de la fragilidad humana.
Pero, además, como en el trabajo que convoca estas líneas, Revelaciones (2022), hay la necesidad de mostrar que es posible «ver lo que nunca se ha visto». Esta obra, con un texto luminoso del poeta Igor Barreto y el diseño de Kataliñ Alava, es una ventana a la noche de lo real donde brilla la luz del misterio. Es en este misterio donde se hace clara la esencia de la fotografía. O dicho con la voz nítida de Igor Barreto: «La oscuridad debe manifestarse para que la luz haga visible lo evidente. Ya que, con la presencia de lo obvio es que podemos adentrarnos en lo desconocido».
Es de esta manera como la selva se mete en la cámara de Padula de la misma manera como la maleza indómita invade un edificio abandonado en la humedad del trópico. Y en ese momento fotógrafo y médico se asemejan al chamán, pues los tres son los únicos capaces de detener el tiempo, que es «el aguijón de la muerte», como señala Roberto Calasso, y hacer del fragmento una analogía de la totalidad. El cuerpo humano, la fotografía y el trance son figuras indudables del microcosmos, hechos a imagen y semejanza del macrocosmos que creó la selva impenetrable donde se instauró la vida al caer la sangre de la Luna. Materia, luz y vibración, médico, fotógrafo y chamán trabajan estas tres dimensiones de la existencia.
Padula ejerció en el Amazonas venezolano esa triple función: sanador, observador y brujo. Y puesto que la selva no tiene límites, sino que continúa en el corazón del hombre, puesto que su cuerpo tiene la misma materia que la naturaleza, compartiendo sus mismos ciclos y avatares, el ojo, que es también una entraña, no es sino el lugar donde el resplandor se figura a sí mismo como imagen. A este misterio lo llamamos magia.
Pero quizás la magia no existe y lo que así llamamos no sea otra cosa que el efecto de la sorpresa suscitada por un desconocimiento imponderable, imposible de superar, mientras nos creamos ser esta especie de criatura sobrenatural caída sobre una tierra desconocida. En este sentido, la magia no es sino la constatación, la prueba irrefutable de que todo lo que hacemos, todo lo que pensamos, todo lo que conocemos ocurre sobre un misterio que por mucho nos precede. Esto fue lo que vio Héctor Padula en esos años y es lo que nos transmite en su trabajo fotográfico. Hecho con la misma ética con la cual ejerció su profesión de médico en la selva: con un respeto casi litúrgico por el saber ancestral, por aquellos seres humanos que no ve desde arriba como quien otea lo salvaje desde su fortín de hombre civilizado. Él, y el grupo de médicos con el que fundó una organización llamada bellamente Paraima-Culebra, interviene respetando la visión original del soplo creador que formó toda la naturaleza. Sus imágenes carecen de las expectaciones del antropólogo y de la superioridad moral del misionero. Sus imágenes son una forma de amistad con un mundo en la otredad.
Por ello, su obra fotógrafica nos libra de la visión simplista, nos salva de ver desde la pretensión etnológica, así como desde la visión religiosa de la fe en una cultura pretendidamente superior. Vemos, al contrario, la humilde visión de quien es capaz de curar a un chamán de hepatitis mientras aprende de él cómo transformarse en águila, porque esa águila ya curaba a los niños enfermos mucho antes de que llegaran los médicos en un helicóptero. Padula habita, ve y siente desde el chabono del yanomami, no curiosea desde los grandes castillos geométricos de la modernidad. Sus fotos son una vuelta a la vivencia de lo desconocido, no la falsa certeza de una mirada reticulada por la impertinencia. Pese a su propio deseo, su obra es un documento, no de los «indígenas», sino de la humanidad de la selva, de su conciencia primigenia, de la mirada franca de una tierra que aún no ha sido seducida ni abusada por la falsa luz de las lámparas; en ella solo alumbra el sol, la luna y el fuego. Las revelaciones tienen su propia luz y se pueden ver en la noche. De este modo, gracias a sus imágenes, podemos llegar a saber qué siente la lluvia al caer al suelo, qué piensa la rama cuando la mueve el viento, qué ama el mono cuando lo carga un niño. En fin, qué es aquello que la luz y la oscuridad, viejas y eternas, ven en nosotros que somos nuevos.
Erik Del Bufalo
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