Caracas puertas adentro
Ángel Hurtado el artista que partea el infinito
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Artista plástico de vocación consistente, con intrínseca rebeldía, abanderado del azul cobalto, creador que, como dice el verso de Cadenas, es él quien está detrás de sus ojos, da la bienvenida al soplido más leve si marca el inicio de la creación. Pero su sed es por la tormenta y su intensidad esencial. No a la brevedad. Su sino tiene que ver con abarcar lo más posible en vivencias y ocurrencias, y regodearse en ese amplio paneo. Su trayectoria como artista plástico y visual está signada por la búsqueda profunda, el proceso sin paracaídas, el cambio a donde sea que conduzca.
Amador, pues, de la imagen y sus circunstancias, fija o en movimiento, la que crea con sus pinceles y la que pesca con la cámara, aun cuando arriesgara en una ocasión que “el futuro del arte está en el cine”—frase que celebrará como profética Jesús Soto, autor del cinetismo—, le sigue imantando con idéntica pasión el lienzo en blanco, más ahora porque crear lo lleva a planificar y planificar a suponer un mañana; el arte, en sí mismo, es prolongación. Sí, cada mañana pinta, y ahora, cuando se siente más libre que nunca, desestima eso de comedirse o medirse; lo finito le resulta particularmente perturbador.
Acaba de cumplir 97 este 27 de octubre pero como dice alzando la mirada, mirada láser, prefiere saltarse la mención. Le resulta incómodo sacar cuentas y hablar de soplar velas —a no ser aquellas que azuzan los vientos en el amado mar—, justamente cuando más advierte el peso de los guarismos y su propia temporalidad. “Prefiero no pensar en lo que pienso no más abro los ojos a las 6: en el barranco de las horas deducibles del cupo”.
Su vida, creación a tiempo completo, es una larga suma de victorias, reconocimientos, disidencias, hallazgos, viajes —no hay resquicio del Viejo Continente que no conozca—, París, La Sorbona, Estados Unidos, amores y matrimonios, colectivas e individuales en Venezuela, Brasil o Washington, y tanto bolero de fondo. El maestro de la Cristóbal Rojas y profesor de periodismo documental en la UCV, tendrá membresía en cofradías de pintores, escritores y pensadores de aquí y medio mundo, Alfredo Armas Alfonzo, Pablo Picasso, Humberto Jaimes, Sofía Imber, Víctor Vasarely, Pedro León Zapata, Manuel Arroyo o Alfredo Boulton; y es cosa de ver el catálogo de celebérrimos a quienes con generosidad enmarcó en sus documentales: Igor Stravinsky, Alejandro Otero, Alirio Díaz, Héctor Poleo o Jesús Soto.
Director del departamento de cine de la Televisora Nacional de Venezuela, colaborador de la televisión francesa, del Museo de las Américas en Washington, de la Casa Blanca, y del Museo de Arte Contemporáneo de Caracas, cabe agregar que Nelson Rockefeller se tomará una fotografía frente a una obra suya —al lado, una de Pollock—, y que hay que ver su icónico trabajo visual, entre otros: Los artistas hablan y La leyenda de El Dorado, que realizó para la OEA; La chambre d’à côté que estrena en París; Fisicromías Nº 1, que realiza sobre la obra de Carlos Cruz-Diez, con música electrónica de Antonio Estévez; y La metamorfosis, basada en la novela de Franz Kafka, según la versión traducida por Jorge Luis Borges, a quien también conocía.
Suculenta travesía la suya, el rastro de su devenir curricular y emocional no sólo está registrado en los museos, en catálogos de cine, en artículos y libros de arte —esfuerzo enjundioso el de Marta De La Vega—: está cincelada con guiños, gusto y el trazo que lo proyecta en su apartamento, un compendio memorioso que alberga sin barroquismos las pistas para rastrearle la vida. Pueden detectarse los procesos artísticos, cánones estilísticos y desarrollo de su sentido estético en la visual de lo exhibido en mesas y paredes, así como las glorias y cicatrices de su existencia en cada metro cuadrado. Es un sorprendente arca de maravillas que revive a su paso.
El arte lo habita, y si es índole, también es sello y marca en la esfera doméstica, contenedora de suspiros, del llanto que gotea a hurtadillas, de los insomnios del alma. Ay, la reciente viudez. Ay, aquellos vestidos deshabitados. Ay, las cucharadas en solitario. La luz que se filtra resalta aquella cosmogonía cuando se posa en la belleza de los objetos, perfila esculturas, y deja al descubierto las emociones, transparentadas como alas de libélula. Allá, la cama matrimonial dibuja el vacío, acá, los tepuyes, ancestrales y descabezados, exudan estruendosamente imaginarias eyaculaciones, desafiando las extrovertidas formas fálicas, un torrente misterioso, una savia metálica, ferrosa.
Quedó prendado de esas montañas autóctonas, sin pico, cortadas horizontalmente, cuando los vio por primera vez. Quedó flechado de la misteriosa majestad de la Naturaleza no intervenida. Y querrá recrear los tepuyes con la incandescencia con que los percibió. Dorados, anaranjados, brillantes, aquellos tepuyes emergen de sus vísceras, de su elaboración, de su deslumbramiento. Son acaso íntimas ficciones que manan vida. No los pinta con los tonos marrones o verdes de su naturaleza, lo que consigna o reinventa será la energía que lo deslumbró. “¿Quién quiere sólo la simulación, la apariencia, lo que salta a la vista?”.
Por cierto, se inhibió en el trance contemplativo, contra todo pronóstico, de hacer alguna toma con la lente, un solo boceto a mano, reproducción alguna. Adorará en cambio, como conmovedora reverencia, atesorar el descubrimiento en su lúcida memoria, albergue de archivos en perfecto orden, proyección de su vida de película. Luego hará arte.
Su vena artística aflora con el lápiz. Todo comienza con sus dibujos precisos y de proporciones bien tramadas; ahí están bien cortadas las catedrales y las casonas de su Tocuyo natal. Puro perfeccionismo arquitectónico, casi fotográfico —que fotógrafo también es, y en sus fotos están su historia y todos los que son Gasparini, Perán Erminy, Vigas— es lo que contienen las postales del Hurtado imberbe, el que ya antes de los 18 está exponiendo.
Ahora mismo, revaloradas como persistencias de su memoria, esas obras documentan una serie de construcciones coloniales que se llevó la picota después que él las logró asir. Con su trazo, el autor abstraccionista, ha preservado el extinto mosaico de tejas en hileras, las campanas enormes, los muros anchísimos de los templos y casonas, inclúyase, como añadido icónico, la plaza de enfrente. El artista de histórico ateísmo —igual una iglesia colonial pulcramente dibujada mantiene la fe intacta cerca del área de la cocina— confiesa que su buen pulso le permitió incursiones en ámbitos publicitarios y abrirle paso al devenir. Pero ¡cuánto media entre sus pinitos con el lapicero o a carboncillo y su evolución creadora!
Porque luego llega la inquietud por la mancha, un deseo no de abreviar, menos de calcar y más de simbolizar. Pionero local del impresionismo, el maestro que fuera alumno del paisajista de la Escuela de Caracas Rafael Monasterios y el gran colorista Marcos Castillo, se decanta por una trama de volúmenes sin bordes, tonos que simbolizan formas y luces sin acotación. “Esta mujer, que sabemos que lo es, es un color que se distingue desde la distancia y en el conjunto; da la impresión”, sonríe frente al cuadro.
La obra domina desde el fondo de la biblioteca —de cerca es más la disección de sus partes, de lejos, el todo— abonando espesor y aroma a la energía que allí comparten, transpiran, Hurtado y los libros. De las estancias dilectas, allí, como en el recibidor, fondea cuando se reúne con los amigos “que quedan”.
Después de dominar el dibujo, explorar en el impresionismo y despotricar del conceptualismo —le resulta ofensivo llamar arte a unas latas llenas de excremento, hacer una exposición y encima que se coticen a precios que son burla—, este hombre con vida de concurso, afanes creadores, gusto por las peñas y conversar, como también de la soledad, incursionando, alma adentro, los propios territorios mágicos, descubrirá dentro de sí lo sideral, lo infinito, su propio universo tan en juego con el de afuera profundo. Un onírico hábitat de cuerpos celestes, soles solitarios nocturnos y azulados, algunos rojos, poblado de presencias ingrávidas y enigmáticas sobre un fondo nocturno, migrará de su psique.
En la sala, convocan seductores su conjunción de planetas remotos. Como umbrales, como pasadizos a un más allá a mano, conforman un sistema de tensiones flotantes que nunca vio pero nos muestra con absoluta certidumbre.
Pero es que también parece flotar el departamento; da la idea de estar sostenido más por el pensamiento ingenioso de Diego Carbonell, el arquitecto que diseñara el edificio, que por un armazón real de simetrías. No hay una esquema convencional de horizontalidad. Carbonell debió jugar lego con las piezas de la composición, cubos y rectángulos, accesos y pasillos comunes que calzan como por arte de magia en las perspectivas entrecortadas e interceptadas por una inesperada escalera que asciende, y más allá por otra que baja.
El edificio más ancho que largo, en placentera escala humana, por dentro es un albur de medios pisos que se enganchan según el dinámico proyecto asentado en el sureste caraqueño. Es en realidad un divertimento. Conexiones en círculo. Lo habitan vecinos que no viven puerta con puerta en el subibaja espacial y que, como Cristóbal Colón, pueden regresar a casa, el punto de partida, completando la vuelta por uno u otro lado de los corredores.
La textura como efecto sorpresa. Así como en la obra suya que lidera la sala, de cuyo rojo, en el ángulo inferior derecho, se desprende un rizo metálico que le da al lienzo talla de escultura. Le da volumen. Y le otorga a la narrativa pictórica un detalle en 3D. “Esta obra es una suerte de alimón con mi compadre que quiso agregarle este maravilloso aporte”, dice Ángel Hurtado con legítimo orgullo. El compadre es Jesús Soto.
Su cara, su cara que no es de ángel, desliza sonriendo, está enmarcada en otra pared; se la reconoce enseguida. Los ojos chisposos, incisivos, curiosos no han cambiado. Tampoco su rostro ovalado y barbado en medio de una cierta nubosidad de sueños. “Sí, este soy yo, entre brumas y con mis facciones mezcladas con clara y blanca luz caribeña”, se mira a sí mismo en el retrato de Armando Reverón; haría lo suyo con el pintor de la luz, lo fotografió. Lo tiene capturado. “Sí, nos conocimos, fuimos amigos”, dice mientras evoca el momento. Una imagen nunca vale más que mil palabras aunque la que traza a Hurtado es asombrosamente parlanchina. Hay luz, puede haber mar, hay profundidad y trasfondo, intimidad y sensibilidad. Como en la foto de Reverón. Artistas plasmando artistas la pintura que suscribe el pintor de Macuto deviene, como sus muñecas de ojos como arcanos, en retrato hablador. “Captó algo de mí que desconocía”.
¿Una cierta rebeldía retrechera? Hurtado conserva el espíritu protestón de siempre; no fue cofrade de Los Disidentes pero claro que fue inconformista. “Me fui de la Escuela de Artes Plásticas Aplicadas porque no quería aprender dibujo técnico”. Más bien lograr sacar de sí, del fondo del pozo, aquello que hierve por ser expresado. Arte, dice, es esa síntesis clorofílica del alma que filtran los cedazos del tiempo, del pensamiento, luego de transpirar emociones, dudas, ansiedades, tentaciones. Es el resultado obtenido luego de escoger la manera de procesar. Que incorpora además lo adherido en las andanzas por el mundo. “Es esa conciliación eventual que ocurre luego de reencontrarse uno consigo mismo”, aproxima, tras añadir que se trata de una mecánica inagotable e infinita.
“Uno trabaja con hipótesis y algunas creencias, con las que pretende promover otras valoraciones y otras hipótesis, es un estar en constante movimiento y cambio”, dice frente al espejo que es su trabajo. “El arte es más que la visión del artista, un estilo o una corriente a la que te suscribas, es sus conflictos y sus derivaciones, su expresión y lo que exprime de sus devaneos y obsesiones como pulsiones y narrativas que intentan, ojalá, algún tipo de estremecimiento, es la consecuencia de ese deseo narrar su tiempo y también lo intemporal que hallamos”. Sí, sí hay algo también de sortilegio, tramos inexplicables, pero no es como dar con la lámpara de Aladino y destaparla, no. “En la creación hay menos albur y aunque hay a veces revelaciones, no musas, no ocurre algo tan imprevisto”, desliza cartesiano, a favor del esfuerzo, descreído.
“Era tan bella”, dice mientras descubre el rostro amado de Teresa Calderón, que parece vivir en la pintura a escala, aunque recreada a medio cuerpo, y de tú a tú con él sobre el caballete. La bella vive en el retrato y late en aquellos labios gruesos con que sonríe seductora; también parece anidar en la joyería que concibió con sus manos afanosas.
Era orfebre y allí, debajo del vidrio de la mesa que encofra sus piezas, están dispuestos una variedad de collares de piedras coloridas que podrían pender como óvalos u órbitas planetarias en tantos cuellos desnudos o ser un crucigrama metálico o un mapa caprichoso de planetas azul turquesa en pechos descotados.
Cuesta arriba la idea que lo ronda de desmontar la escenografía de su vida que parece modelada al pie de la letra en los espacios. De un tiempo a esta parte pasa cada vez más semanas, meses, en Margarita, refugio enlazado por un puente existencial, imaginario, con esta orilla de la ciudad, a la que llegó adolescente para estudiar arte. A lo mejor podría llevarse sus cachachás, arte, vinilos, caballetes, pinceles, libros, copas, vinos, muebles, lámparas, cuadros, cuadros, cuadros, todo lo que constituye el marco referencial. Los objetos acariciados que posiblemente de noche hagan también fiesta en otros ámbitos, y también canten las tazas risueñas de la peli de animación.
El apartamento está cosido con puntos focales y estaciones emocionales. Si fuera posible embaularía todo, o casi, dice: olores y obras, recuerdos y emociones, y se lo llevaría todo al mar, ese refugio de infinitud a donde recala cada tres por dos desde hace tiempo y “donde salgo a flote”. La mudanza es un pensamiento recurrente. En modo estampida, arrancarnos, ir con las raíces al aire, es tendencia. Margarita le ha dado la bienvenida con besos de agua tibia. Camina por la blanca arena que lame el mar sin esquivar las cadenciosas aproximaciones del azul rítmico y sabio que persigue sus pies. Viene la espuma a diluir sus secretos, sus cuitas, su sonrisa solitaria; luego se transparenta y se va.
Que no repare más en las horas le aconsejan las caracolas, los vientos, la Venus que emana de alguna concha. Que como dijo Jorge Luis Borges, vea el tiempo desde el futuro proyectado, forma de presente perfecto, y en retroceso al día de hoy; el sueño es más real desde el presente que fragua el deseo y lo ensarta en la aguja que lo coserá. “Estoy vivo, camino entre las aguas para confirmarlo”. Su hijo, fotógrafo caraqueño que vive en New York y está de paso por aquí, mientras mira genuinamente curioso el espacio y sus rincones, como si fuera la primera vez, mientras repasa la constante belleza que le ha de resultar familiar, le recomienda al guía del emocionante recorrido, su padre, no vender el apartamento; que si necesita conjugar menos el pasado regrese a Margarita.
Cada día es un renacimiento, su condición artística es identidad y acaso contexto; amén de su cuñado, Mario Carlderón, el celebérrimo autor de juguetes mecánicos, el abuelo de Ángel Hurtado se llamaba Leonardo y su hijo, Miguel Ángel. Sonríe con las casualidades. Tantas pistas, tantas huellas, y las que faltan, difícil desmontar el escenario vital que contiene el tiempo como respaldo de su devenir, que es raíz y abrevadero de identidad, que ha sido puerto por más de 40 años. Si Margarita es la desnudez del sueño que oxigena el azul, su apartamento es epítome, médula, su historia lacrada. El mordisco de la vida en sus huesos.
Faitha Nahmens Larrazábal
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