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El cine y la literatura han aludido a esas criaturas que atesoran fotografías de estrellas de cine a las que en su imaginación convierten en el padre ausente, el abuelo heroico que no se llegó a conocer o el hermano mayor que marchó tempranamente y cuyos rasgos ya no se recuerdan. La imagen trabajada por profesionales adquiere la luminosidad de la nostalgia.
El periodismo, por cierto, también se ha hecho eco de ese canje de barajita por memoria. La nutrida hemeroteca de Marilyn Monroe repite la anécdota, contada por la actriz, según la cual ella observaba largamente una foto que su madre tenía colgada en la pared. Como la pequeña vivía con familias adoptivas, veía a su madre cuando iba de visita. Entonces, se quedaba muy quieta, mirando la imagen con temor de que le ordenaran suspender la contemplación. Un día la madre la sorprendió y, en vez de regañarla, la subió a una silla para que la muchachita mirara de frente al señor de la foto. “Es tu padre”, le mintió. “Fue mi primer momento de felicidad”, dijo año después, “encontrar la fotografía de mi padre. Siempre que recordaba cómo sonreía y la manera como se ladeaba su sombrero sentía cariño y no me sentía sola”. Naturalmente, cuando creció y empezó a ver la foto de “su padre” en revistas y afiches cinematográficos, comprendió que el hombre de la foto enmarcada por su madre era Clark Gable. Al verdadero jamás lo conoció.
Alguien me contó, o quizá lo leí, que a la muerte de su anciana madre, cuando hurgaba en su bolso en busca de un documento para el trámite funerario, encontró, muy sobada y ya casi desvaída, una foto de Gregory Peck vestido de sacerdote para interpretar al padre Francis Chisholm, enviado a China para evangelizar, en “Las llaves del reino” (The Keys of the Kingdom), film de 1944.
En estos años, cuando la diáspora deja atrás posesiones y corazón, no solo quedan vagando mascotas perplejas, también cajas de fotos. Las he visto. Regadas por las aceras. Extraños indefensos, desparramados por allí. Realengos. Vestidos de novios y de primera comunión, estrenando un carro o sonriendo desportillados.
La Anita Camacho interpretada por Elba Escobar (en “De cómo Anita Camacho quiso levantarse a Marino Méndez”, Alfredo Anzola, 1986) ponía su propia carita, en un foto de carnet, sobre las cabezas de las modelos que en las revistas satinadas lucían trajes de alta costura. Era su manera de estar en ámbitos que le estaban negados.
La fotografía es cómplice de la imaginación, ya eso se sabe. Y lo es también para llenar vacíos afectivos. Para calmar desgarramientos. Es lo que hace el Calendario 2019 “Mujeres icónicas. Venezuela siglo XX”, realizado por la historiadora Claudia González Gamboa y el antropólogo Álvaro Pérez Betancourt, quienes conforman la Asociación civil Producciones Senderos, en alianza con el Archivo de Fotografía Urbana.
El almanaque, íntegramente en blanco y negro, trae más de 180 nombres y datos biográficos de mujeres destacadas en la centuria pasada de nuestro país, con
cada mes dedicado a un área temática. Ciencias, gerentes culturales, figuras de los medios de comunicación (radio y TV), educadoras e investigadoras, reinas de belleza,
damas de la música, artistas plásticas, danza y fiestas tradicionales, emprendedoras, intelectuales, escritoras, titanas de las artes escénicas y un mes, agosto, apartado para las primeras damas de la república civil. “Mujeres”, apuntan González Gamboa y Pérez Betancourt, “cuyo trabajo principalísimo es dar visibilidad y canalizar las soluciones a los problemas de la niñez menos favorecida, labor realizada cabalmente por cada una de las esposas de los presidentes de la república del período destacado (1945-1948/1959-1998)”.
Pérez Betancourt es, ya que estamos, nieto de Carmen Valverde Zeledón, esposa de Rómulo Betancourt y primera dama en dos ocasiones (1945-1948 y 1959-1964), aparece en el calendario con una foto de 1963, prestada por su única hija, Virginia Betancourt. A su lado, posando ante la fachada de La Casona, está Carmen América (Menca) Fernández de Leoni, (en foto de 1964 cedida por la familia Leoni), primera dama de 1964 a 1968 y fundadora del Festival del Niño, luego Fundación del Niño.
Ellas protagonizan las imágenes centrales del mes de las primeras damas. Sus presencias, de doméstica afabilidad, son la estampa de una civilidad perdida, de algo que nos ha sido arrebatado para darnos en reemplazo una zafiedad platinada, una sombra en permanente combate con el decoro y la sobriedad.
La señora Carmen Valverde de Betancourt viste un traje de blonda negro cuyas mangas transparentes nos traen un susurro perfumado de merengue recién horneado. Sentada en un mueble incómodo, nos muestra sus pulcras manos de uñas limadas, tan ajenas al tesoro nacional y tan próximas a la caricia que alivia y consuela. A su derecha está la impecable Menca, con un vestido destinado a veloz olvido, tal es su modestia y falta de apego a modas y tiquismiquis. Paradita ante la recién inaugurada residencia presidencial, se planta al escrutinio de la historia con su figura de multípara. El país la había visto, dos décadas antes, en 1943, con cintura fina y una minifalda de supuesta indígena, cuando defendió los colores del estado Bolívar en el concurso para elegir a la Reina Nacional de la Agricultura, en el Nuevo Circo de Caracas. En esa ocasión, la pequeña Menca perdió ante la zuliana Flor Emanuel Paz, pero el destino le tenía reservado un título mayor, el de ser cariátide de la familia democrática venezolana.
Las dos usan mínimos zarcillos idénticos, gota de coquetería como para que no se díga que el país ha caído en manos de desaliñadas. Muy similares también los relojes de pulsera, indispensables en señoras con ocupaciones miles que la república, por cierto, ni remunera ni aprecia en lo que valen. Es la verdad. Sí, fueron respetadas, pero como dulces celajes cuya influencia no iba más allá de la escogencia de las flores en cenas diplomáticas y, quizás, del color de la corbata presidencial. Como encarnación
de la máxima: “mucho ayuda el que no estorba”, fueron subestimadas por sus contemporáneos. Ahora lo sabemos.
Estas fotos, lejos de mostrar un par de doñitas que acaban de quitarse el delantal para atender a los señores fotógrafos, nos muestran dos mujeres de cabal civilidad. Grandes damas que prestaron invalorable servicio al país, ahora lo sabemos. Esos peinados, cardados con la horma de la circunspección, son una manera de ejercer con honor un rol que tiene una poderosa función simbólica. Ellas fundaron la institución de la primera dama de la democracia venezolana, senda que las siguientes prolongaron con similar honestidad y lustre.
Ahora que no hay ni primera ni dama en el entorno familiar del primer mandatario (porque lo que hay es una combatiente), vemos estas imágenes con la añoranza de quien descubre en un baúl un atado de fotos de antiguas parientes en las que reconocemos nuestros mejores rasgos y ese broche que nadie usa, pero en el que se percibe la última tibieza de un noble pecho.
Milagros Socorro
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