Alegría y locura en Buenos Aires: Messi trajo la Copa del Mundo

Fotografía de Nolan Rada Galindo

21/12/2022

Millones de personas miran hacia el cielo como quien espera el paso de un cometa. Parece una escena de una película de ciencia ficción. Pasa en el Obelisco de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, en la Autopista 25 de Mayo y en la Casa Rosada. Son más de cuatro millones de personas que se mueven por un mismo fin: todos desean ver a los jugadores de la selección que viajan en helicópteros, este martes 20 de diciembre.

No es una excentricidad ni un capricho de futbolista acomodado. Es el resultado de una movilización popular tan numerosa y caótica que limitó las opciones de encuentro a una sola: por aire porque la pasión cerró todos los caminos por tierra. Así fue como parte de un país celebró a quienes, hace 48 horas, dieron la alegría deportiva más importante en la historia reciente: ganar la Copa del Mundo en Qatar 2022 el pasado domingo 18 de diciembre. 

Aunque hay kilómetros de distancia entre esas naves y la gente que espera en las veredas y en las calles, al verlos cantan hacia el cielo, una vez más:

Muchaaaaachoooos,
ahora nos volvimos a ilusionar.
Quiero ganar la tercera,
quiero ser Campeón Mundial.

Gritan, en coro:

¡Ar-gen-tina!
¡Ar-gen-tina!
¡Ar-gen-tina!

O, como María José, quien manda una nota de voz diciendo: “¡Acabo de ver a los helicópteros! ¡No lo puede creer!”. Ella viajó casi cuarenta kilómetros para ese momento, desde Burzaco, en la provincia de Buenos Aires, hasta la Ciudad Autónoma. Esta urbe, que ya había sido tomada por cientos de miles de personas el pasado domingo, volvía a detenerse por el fútbol durante este martes, declarado feriado. Ironías de la historia: un 20 de diciembre, pero de 2001, los argentinos miraban hacia el cielo para ver cómo Fernando de la Rúa dejaba la Casa Rosada en una de esas naves, una partida que antecedió al estallido social más importante en la historia contemporánea del país.

María José montada en un semáforo. Fotografía de Nolan Rada Galindo

Tiempo después, aún en un escenario complejo para el país, el contraste emocional entre los momentos históricos no puede ser más distinto. Conviene no olvidar que este deporte es bastante más que un juego para esta sociedad. 

El fútbol en Argentina es paisaje e intimidad. Está en campos perdidos en la geografía, donde se impone una arquería en el medio de la nada; en las paredes de pueblos y ciudades donde hay un mural de Diego Maradona; en los corazones donde no entran amores de equipos rivales o habitaciones en las que está el mismo sofá del abuelo, donde ahora se sienta el nieto para ver los partidos. Una cuestión de fe, tradición y pasión que moviliza a toda esta gente. 

Nada importa cuando se trata de acercarse a los ídolos y de hacer de una alegría personal un momento colectivo. La circunstancia dejó imágenes como los vecinos que, desde los edificios, lanzaban agua a la gente, que saltaba de alegría al ser bañada, o cientos de personas montándose sobre estructuras a varios metros de altura del suelo, como las defensas de la Autopista 25 de Mayo, con la naturalidad de quien camina. Todo, por una posibilidad que durante muchas horas fue incertidumbre: poder ver a aquellos que hace pocas horas les habían dado una alegría que se sostendrá por mucho tiempo. Recordemos: esto es más que un simple juego para esta sociedad. Es un medio para olvidarse de algunas penas y, al mismo tiempo, conectar con su tradición e historia de forma comprometida.

Sí, es el tercer Campeonato Mundial del equipo. Pero los anteriores tienen más pasado que presente. Ninguno se celebró de esta manera, según lo que no paran de repetir los comunicadores en TN, el principal canal de noticias del país. Esta nueva estrella en la camiseta de la selección es la de Lionel Messi y de una sinergia equipo-sociedad pocas veces vista en este lugar. Por eso, sobre la preferencia de uno u otro jugador, o de rivalidades entre clubes, se suele imponer la idea colectiva. 

Fotografía de Nolan Rada Galindo

La fiesta del domingo

Es el primer Mundial de Fútbol que se organiza durante verano porteño. La temperatura suele estar por sobre los 30 grados. En la ciudad abunda la luz, que se extiende más allá de las 8:00 p.m., y el calor se condensa hasta agobiar. Pero eso no importa: sus habitantes parecen más alegres y hombres y mujeres aligeran sus atuendos. Las sonrisas se ven tanto más como las pieles. En ese contexto estacional se produce esta celebración.

Son las 4:00 p.m. del domingo. A menos de una hora de que el partido entre Argentina y Francia terminara en penales, la Avenida Córdoba es un cauce constante de gente que se dirige hacia la 9 de Julio. Un joven, sin camiseta, le muestra su remera de Lionel Messi a un fotógrafo. La pone por delante de él, como un escudo, porque puede que ese nombre y esa prenda lo represente mejor que cualquier otro.

Luego de tantas críticas y dudas sobre él, esta vez Messi fue Messi y a la vez Maradona; fue el futbolista que creció en Barcelona, pero que nunca dejó de hablar rosarino; fue el liderazgo deportivo antes que el gestual, con una pequeña actualización: esta vez, como en la Copa América 2021, también se manifestó más allá de la pelota, declarando y pidiendo espacios fuera de la cancha. Messi fue el artista universal y una de las mejores versiones del argentino que puede haber, aquella capaz de reconocer en su carácter una fortaleza para imponerse ante la adversidad con garbo, sin dejarse gobernar demasiado por sus emociones. El chico que se fue de casa buscando un sueño ha vuelto a ella trayendo el premio, la Copa del Mundo. 

Fotografía de Nolan Rada Galindo

En el paisaje abundan las banderas de Argentina. En la mayoría de las protestas o manifestaciones que suele haber en esta ciudad se consiguen banderas de los partidos políticos, de los sindicatos o aquellas que tienen símbolos específicos de tantas luchas. Pero la bandera Argentina no es la que se impone en ese tipo de expresiones sociales. 

Pero el domingo 18 de diciembre, todo es azul y celeste, incluyendo el Teatro Colón. Ese espacio artístico, que se encuentra en las antípodas de los potreros del fútbol, es cubierto por una inmensa camiseta en la que se lee “Campeones del Mundo” y se pueden ver tres estrellas. Está claro: cuando se trata de un triunfo como este, esperado por 36 años, solo importa una cosa: celebrarlo.

Fotografía de Nolan Rada Galindo

Al frente del Teatro Colón, por donde pasan cientos de personas, un nieto se abraza a su abuela. Una mujer lleva en un coche a su hijo, mientras dos migrantes venezolanos intentan acompañarse y registrar cuánto pueden. Cerca de ellos, hay un redoblante que da pie para que decenas jóvenes se agrupen en torno al instrumento, un clásico de las canchas, y comiencen a bailar mientras recuerdan distintos cánticos: 

Vení vení, canta conmigo
que un amigo vas a encontrar,
que de la mano, de Leo Messi
todos la vuelta vamos a dar.

Y la dieron, de forma literal, en el Estadio Lusail donde se jugó la final, y metafórica, recorriendo las calles en distintos lugares del país para reunirse con otros a celebrar. Juntos, generaban una atmósfera muy similar a la que se disfruta cuando se entra a una cancha de este país. Hoy la ciudad es una gran cancha donde caben todos. Luego de años de sufrimiento, por fin puede haber disfrute. 

El fútbol entraña esa paradoja: hay cientos de personas que lo viven de forma personal, deseando que nadie los interrumpa durante esos 90 minutos –que en ocasiones pueden ser 120 e incluir penales–. Al mismo tiempo, cuando todo ha pasado, comienza algo más en este tipo de circunstancias: el resultado resuena en las calles, con bombos y platillos sonando, con las amistades que van a festejar juntos o en aquellas que, sin quererlo, coinciden y se abrazan por algo que no han sudado, pero que sienten como propio porque lo han sufrido. 

La otra cara de lo anterior es aquella que se muestra en el descontrol, sobre todo al caer la noche, de un grupo minoritario que suele hacer bastante ruido: destruye semáforos y quioscos, ven baños en cualquier parte, se montan en techos y trepan a alturas peligrosas, como la punta del Obelisco. Este tipo de comportamientos, al igual que otros que podrían entenderse como positivos, son los que se resumen en el verso de “Muchachos, ahora nos volvimos a ilusionar”: “No te lo puedo explicar, porque no lo vas a entender”. 

Fotografía de Nolan Rada Galindo

Este campeonato da alegría a todos ellos, a pobres y ricos, a peronistas y radicales, a los kirchneristas y a los que apoyan a Cambiemos, a los locales y los extranjeros que se sienten como en casa. Todos entran dentro de la bandera azul celeste, porque, como dicen acá, para ser argentino solo basta con quererlo. Argentina ha incluido a los migrantes, y hoy todos son argentinos.

Hay muchos fanáticos que no vieron el triunfo de la selección de Mario Alberto Kempes ni la de Diego Maradona. Este triunfo del equipo de Lionel Messi representa su primera memoria personal asociada con el fútbol y la selección. Un recuerdo bañado en oro, el de la Copa. Ya no será necesario que escuchen de sus mayores qué pasó en aquellos días. Estas personas, hombres, mujeres y niños, podrán decir que estuvieron en la 9 de Julio cuando Argentina volvió a ser campeón. 

Fotografía de Nolan Rada Galindo

La mitad del país es pobre, la inflación interanual roza el 100% y hay una crisis política andando sobre la cola de un tigre. Sin embargo, este país se reivindica en el sufrimiento con la naturalidad de quien ha cruzado senderos de fuego a menudo y tiene callo en los pies. Puede que, por esa característica cultural, la parada de Emiliano Dibu Martínez fuera una especie de presagio: si los franceses no pudieron en ese momento, con el partido roto, el físico de muchos jugadores despedazándose y algún corazón argentino agonizando, no podrán nunca más. Es curioso que él, el único futbolista que puede usar las manos, quede en la memoria de una nación y del torneo por su pie izquierdo. 

Para ese entonces, los sólidos 70 minutos de Argentina ya habían pasado y colgaban de un alambre. El equipo que supo presionar y recuperar rápido el balón, limitando opciones de pases del rival y encontrando las suyas con naturalidad, vio cómo Kylian Mbappé igualó el marcador por penal y un remate dentro del área. La diferencia, con goles de Lionel Messi y Ángel Di María, se había esfumado. La epopeya argentina parecía convertirse en una suerte de tragedia. Mientras tanto, en un bar de Retiro, abierto solo para una pequeña comisión de clientes y amigos del local, varias personas lloraban de nervio y angustia.

Ese llanto se extendió luego de que el equipo superara a su rival en penales, tras otro nuevo empate, esta vez a tres goles. Se produjo en casas y calles de la ciudad. Sólo que ya no había angustia, sino satisfacción. Una que se extendió hasta este martes, en las calles, pero que en la memoria de la mayoría durará más tiempo. El país obsesionado con el fútbol, la sociedad orgullosa porque vio crecer a un puñado de los mejores jugadores de la historia y pasó décadas en un desierto de derrotas y frustración, vuelve a lo más alto de ese deporte que la llena y a la vez la consume; que la describe en sus calles y su literatura. Fernet, cerveza y celebración: el azul y blanco de la bandera, los recuerdos de una vida y toda la gloria.


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