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La conocí hace ya tiempo. Sé que fue entre finales de 2008 y comienzos de 2009 porque la muerte de Eugenio Montejo había ocurrido pocos meses atrás. Ella quería mucho a Montejo y, en el curso de nuestra primera conversación, una tarde caraqueña, me habló de él con un tono jubiloso y me dijo que lo echaba en falta, “como a tantos otros amigos que ya no están”. Yo por entonces estaba fascinado con la literatura de Elisa, que apenas había descubierto. Me fascinaba, sobre todo, en su voz de escritora, la presencia de un lirismo metafórico gracias al cual el país venezolano –que es una de sus obsesiones– era siempre retratado con una ironía que llevaba a amarlo aun –y más– en sus derrotas.
Con el ánimo todavía herido por la reciente pérdida del buen amigo, Elisa se apoyó en sus recuerdos de Montejo para afirmar que “la poesía ha sido, para nosotros, una forma de resistencia moral ante el dolor de la historia”, una frase que le he oído repetir a lo largo de los años y que persiste con toda su verdad en el cofre de sus joyas verbales. Todos los que hemos leído o hemos escuchado hablar alguna vez a Elisa lo sabemos: tiene en la lengua un bisturí de diamante. De diamante no solo por el esmero de su forma, sino también por su capacidad para diseccionar asuntos incluso terribles de una manera invariablemente fina y elegante, a más de honda. En esa tarea, creo, no hay nadie con quien uno pueda confundirla. Si es cierto que un escritor es un estilo, no existe otro como el de ella y, en ese sentido, nos ha revelado un modo exclusivo de decir: el suyo propio.
En qué consiste ese modo exclusivo de decir quizá lo explique el lirismo metafórico de Elisa que he mencionado, pero para echarle más agua al molino voy a recurrir a una cita suya:
La ironía es una forma hermosa de reírnos un poco de las violencias del mundo –dijo en una entrevista para la televisión–. Yo no entiendo la ironía sin metáfora. Si la ironía no tuviera metáfora se parecería a la violencia del insulto, al sarcasmo de la gente de alma ordinaria. La ironía viene de un dolor que se manifiesta de manera punzante, pero al mismo tiempo no hiriente. Es la paradoja y es el arte de la ironía.
La ironía establece, pues, una distancia que no obstante hace cercano al mundo; una distancia que nos avecinda en él. Y esa distancia, en Elisa, no es otra que la que ofrece la metáfora.
Llevado esto al ámbito de la crónica, que es el género que sirve de base a toda su obra, la voz que habla se deja de paso preñar de humor. De un humor igualmente ajeno a la vulgaridad; un humor que a mí a veces me ha recordado al wit inglés, a esa suerte de ingenio que permite a quien lo tiene lanzar darditos “dulces”, como Violet Crawley, la condesa viuda de Downton Abbey, aunque aquí quien habla es una princesa judía residenciada en una verde ciudad tropical: “La tragedia de Uslar Pietri era que creía que Miraflores era de él, se sentía sacrificado como un Romanov”. Justa o no con aquel a quien alude, la frase es una genialidad. Da una imagen para tantear a un personaje histórico que, por esa vía, adquiere índole de personaje de novela. Con frecuencia, para acceder al revés de la verdad de la historia, es necesario subirse a la barca de la sugerencia ficcional.
Desde sus primeros textos hasta los más recientes, toda la narrativa de Elisa está punteada, como un solo tapiz, por ese ingenio al que ella, además, ha sabido incorporar la cadencia de una niña nacida en Venezuela, en 1932, hija de inmigrantes procedentes de los confines del mundo. Una niña que, desde que se calzó sus zapatos de escritora, creció para recorrer su siglo atendiendo a la necesidad de hablar un español que conjurara el estropeado español que hablaban sus padres. Pero ese español –el de sus padres, digo– persiste en el suyo: en su sabor y en su técnica. Inesperados giros que Elisa suele introducir en la sintaxis y en la puntuación de sus frases respaldan una dinámica de la expresión que juega con las normas del idioma en beneficio de un asombro que ilumina el pensamiento. Me parece que ese es uno de sus grandes triunfos: saber combinar los tonos altos de la lengua con esos otros que conserva el oído bajo. No en vano ella misma ha dicho que en sus páginas a veces suena un aria y, otras, una cancioncita popular.
Ese doble registro es, también, el que le ha permitido a Elisa hacer de la anécdota una puerta para entrar en los amplios paisajes del país y del mundo. No olvida –y es un sello suyo distintivo– que “escribir es ir en consecución de narrar un viejo chisme al que el tiempo otorgó belleza”. Quien así concibe su oficio es una persona que resulta totalmente extraña al hablar prescriptivo, que en tantas ocasiones ha sido el barranco de nuestra literatura sobre todo de inspiración histórica, si no historicista. Elisa ha sabido evadir ese barranco de la misma manera como ha prevalecido en ella la ironía sobre el sarcasmo.
Esta actitud vital y literaria –¿no son lo mismo en su caso?– la ha protegido, además, de caer en la amargura. Ni en sus peores momentos recientes ni en medio de esta “abolición” que nos ha asediado a todos Elisa ha perdido de vista las dulzuras de la vida. Las reconoce de viva voz cuando reafirma el afecto, ya vitalicio, que la une al país, a su labor como escritora y a sus compañeros de oficio, tanto hombres como mujeres. Por eso quise comenzar estas breves palabras recordando su amistad con Eugenio Montejo, quien como tantos otros fue un entusiasta promotor de su obra. Él, como Ramón J. Velásquez, como Susana Rotker, como Rodolfo Izaguirre, como Victoria de Stefano, como Isaac Chocrón y muchos más. Desconocer esta complicidad –como se ha hecho hace poco para denunciar una supuesta falta de generosidad “masculina” hacia Elisa– es mezquino. Esa complicidad es memoria del país: una sonrisa plural detrás de la metáfora que somos.
Durante estos años severos que nos han tocado a todos, más o menos, atravesar juntos, “por pasillos anchos y ajenos donde algunos vienen a saludarnos desde una muerte muy ágil porque el corazón, a su vez, siempre les está saludando como el pañuelo de un viajero”, Elisa Lerner ha sido un ave discreta que insiste en compartir su canto.
Diego Arroyo Gil
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