Fotografía de Ernesto Benavides | AFP
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En noviembre de 2020 se desató en Perú una serie de protestas sociales lideradas por la llamada “Generación del Bicentenario”: un grupo de jóvenes en edad universitaria indignados por la negligencia y corrupción de una clase política a la que denunciaban por inescrupulosa y movilizada únicamente para defender sus intereses. La vacancia del entonces presidente encargado Martín Vizcarra fue el detonante de los acontecimientos, tanto por la alta popularidad que tenía en el momento gracias a los discursos cotidianos en los que hablaba del buen manejo de la pandemia en su gestión (algo un poco más cuestionable en la práctica), como por lo que implicaba para un país que atravesaba una terrible crisis económica y de salud el quedarse sin autoridades en un momento en que lo que necesitaba era, precisamente, liderazgo y gestión para intentar sobrevivir a un virus que estaba diezmando a la población más vulnerable (las personas de tercera edad y los económicamente más desfavorecidos). Buena parte de la clase intelectual apoyó las movilizaciones y celebró la emergencia de un “sujeto político” en las calles, capaz de desestabilizar al poder y hacer valer sus demandas. Por fortuna, los reclamos llegaron a buen puerto y, de alguna manera, el país volvió a la estabilidad pese a las exigencias localizadas de los trabajadores agrícolas que, no obstante, no tuvieron mayores resonancias en la capital. Tampoco hubo mayores reclamos por parte de los jóvenes e intelectuales indignados ante la noticia sobre la negligencia en la compra de vacunas por parte del expresidente encargado, Martín Vizcarra, a quien competía adquirir las dosis de vacunas para contrarrestar el COVID-19, que alegó no haberlo hecho debido a que correspondía firmar el acuerdo justamente el día en que lo vacaron.
Ahora bien, un nuevo escándalo se ha destapado en días recientes cuando se descubrió que el expresidente Martín Vizcarra se había vacunado de forma discreta (pese a su gusto por las cámaras) con unas “vacunas de cortesía” provistas por la compañía china Sinopharm. Esto habría sucedido en el mes de octubre de 2020, cuando las vacunas todavía estaban en fase experimental y si bien Vizcarra alegó haber sido vacunado como parte de un estudio, las autoridades médicas que lideraban las investigaciones sobre las vacunas en el Perú afirmaron lo contrario. A raíz de esto se supo que personas del entorno cercano del señor Vizcarra fueron también inmunizadas fuera de estudios experimentales (su esposa y su hermano, por ejemplo), y seguidamente vinieron las confesiones de la Canciller del Perú, Elizabeth Astete (quien aseguró estar profundamente arrepentida por haberse vacunado), y la renuncia de la entonces Ministra de Salud Pilar Mazzetti, que poco antes del escándalo afirmaba que sería la última en vacunarse, pues “el capitán es el último que abandona el barco”. Pero luego se confirmó que Mazzetti había recibido las dos dosis de la vacuna Sinopharm a inicios de este año. Seguidamente, se publicó una lista con los nombres de más de cuatrocientas personas que se habrían vacunado con “vacunas de cortesía” que, se dice, habrían circulado por valija diplomática como parte de un programa poco formal de vacunación, en el cual no solo se incluían investigadores y al personal que estuvo trabajando en los estudios liderados por la Universidad Peruana Cayetano Heredia (cuya inmunización podría ser justificable), sino también figuras políticas, funcionarios públicos, empresarios, rectores y vicerrectores de entidades académicas, personas de los “entornos cercanos” (hijos, cónyuges) de los vacunados, algún sacerdote (que figuraba como consultor en “asuntos éticos”) y el dueño de un restaurante de comida asiática señalado también como “consultor”.
Todo esto habría sido hecho en secreto mientras los ciudadanos no tenían noticia alguna sobre un plan de vacunación en concreto, en tanto veían morir a sus familiares por falta de camas UCI o por la incapacidad de comprar oxígeno. Como es sabido, los costos de un balón de oxígeno en el Perú son sumamente elevados, a lo que se le añade la crítica situación económica de buena parte de la población debido a las pérdidas de empleo —un resultado colateral de las estrictas medidas de cuarentena decretadas por el gobierno, con la intención de contener una infección viral cuya propagación no ha descendido.
Más allá de juzgar la integridad moral de los sectores políticos que han vehiculizado estas denuncias y que han contribuido con la ventilación del escándalo –es sabido que hay distintas agendas y una polarización con la que solo ganan unos pocos–, lo que ha sucedido debe llamar a reflexión a la ciudadanía, que ha de mantenerse vigilante ante los abusos de un poder poco escrupuloso que no duda en ponerse en primer lugar y usar a su gente como marionetas para sus proyectos.
La informalidad, tan celebrada en algún momento como síntoma de un pueblo determinado a salir adelante pese a la negligencia de sus autoridades, ha pasado factura durante esta pandemia en la cual el Estado peruano, siguiendo las prácticas internacionales (aunque sin una realidad que cumpliera sus estándares), se ha conformado con mandar a la población a sus casas, sin constatar que se trata de un país donde un reducido porcentaje de la población cuenta con empleo formal y menos aún con un sector donde sea posible ejecutar teletrabajo. Asimismo, se ha decretado el encierro de los niños y la escuela en casa a nivel nacional, sin considerar que hay hogares que no cuentan con conexión a internet o con equipos tecnológicos adecuados, ni con padres, madres, tíos o abuelos que puedan realizar el necesario acompañamiento a los infantes durante el proceso de aprendizaje, pues alguien debe salir a la calle a ganarse el pan (o a generar algún ingreso para cubrir los costos de los balones de oxígeno que pueden necesitarse debido al creciente número de contagios y al incierto cronograma de vacunas). La informalidad ha llegado a niveles impensables con este proceso de vacunación paralelo y discrecional –llamado “VacunaGate” o “Vacunas VIP”–, que se ha dado en secreto y que ha privilegiado a quienes se encuentran, de uno u otro modo, cerca del poder.
Como si se tratara de una guerra, solo han ido sobreviviendo los “más aptos”, y pese a la bandera anticapitalista o reivindicativa que defienden muchos de los que están actualmente en lugares protagónicos de la escena política o intelectual, esa aptitud no radica en nada más que en el buen soporte económico, los apellidos o las influencias. Las pandemias, como las guerras, acentúan las diferencias. No obstante, es inadmisible que estas brechas se agudicen con la complicidad de aquellos que tienen en sus manos la posibilidad de construir “una sociedad más justa” (consigna que suele ser el lema de sus proclamas).
Sin embargo, antes que caer en el nihilismo, en el cinismo ante la política o en las reacciones impulsivas motivadas por la indignación y la ira, es imperativo aprovechar la coyuntura para reafirmarnos en el compromiso con la (re)construcción y la recuperación de una ética que se ha perdido, con el afianzamiento de principios que no pueden ser sujetos a negociación o relativización debido a los temores o amenazas de males peores que no hacen más que mantener a la población pasiva y adormecida. Como ciudadanos, debemos exigir mejores autoridades y mejores liderazgos. No obstante, se trata de una exigencia activa donde creemos las condiciones de posibilidad para una ciudadanía responsable y ética, que entienda que los principios no se negocian y que se debe denunciar a las autoridades que lo hagan, más que continuar tomando como modelos o justificación sus (malos) ejemplos. Mientras trabajamos en ello, seguimos firmes en la espera de la reivindicación por parte de quienes se han aprovechado del poder para inmunizarse cuando tantas personas se asfixian diariamente a causa del Covid-19 —o a la pobreza.
Queda aún esperar el pronunciamiento de esos jóvenes e intelectuales indignados que aseguraban no protestar en los días del pasado noviembre por el retorno de Vizcarra, sino por su rechazo radical a la corrupción tan arraigada en la clase política peruana. Queda esperar, igualmente, que los defensores de los derechos humanos superen la frivolidad de las dicotomías “zonales” o el criterio de una ética relacional y “topográfica” (lo que está a la izquierda o a la derecha) y alcen su voz para defender al pueblo que tan útil les resulta para sus arengas.
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[Ainaí Morales es profesora e investigadora de la Facultad de Letras y Ciencias Humanas de la Universidad Nacional de San Marcos (Lima)]
Ainaí Morales
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