La sonrisa, esa luminosa medialuna que era su carta de presentación, esa contenta proclama de humanismo, ese acicate con que enamora a todos y seguramente al humorista principal que fue Pedro León Zapata —perfecto casamiento: el gracejo con la carcajada ¡y viceversa!—, extraviaría su cualidad explosiva las semanas previas al 12 de diciembre, cuando los párpados, vaya impertinencia, se vuelven telón sobre su mirada azul. Los huesos también acusarán recibo del cansancio que produce sostenerse en pie en la contienda feroz. No es para menos; el amor, que lo contenía a mares y lo recibía en exacta medida, la blindará como la kriptonita, pero la súper Mara o mujer Mara-villa (apodo generalizado) acaso necesitaba saciar nostalgias, apurar reencuentros, soñar.
La dama con inteligencias y habilidades varias, como escritora, como anfitriona, como elocuente conversadora, como intérprete del arte, como ama de los fogones dominicales de casa, lo menos que imaginaría es que, de entre todos los utensilios a mano de su cocina, la hornilla para sudar a fuego lento los pensamientos, la cacerola donde espesar la creatividad burbujeante, el rebanador con que lloraba con la cebolla de una mala noticia y se picaba con el dardo del ají de una palabra cierta, el aspa que amansaba la dulce textura del chocolate derretido ante el trazo, o la copa de brindar junto al lienzo, el que simbolizaría estos años, como ningún otro, sería el embudo. Tan parecido al apretarse cinturones y pechos, tan exacto al estrago que produce estarse atorado en un entretiempo largo, entre un pasado de ensueño y tan mejorable y un futuro tan promisor como resbaloso, el embudo representaría la emboscada y su compleja escapatoria. El artefacto que también convoca, con su ancha y engañosa boca, el hartazgo y la impaciencia.
Tan luchadora, tan comprometida, tan abanderada de la causa, fue siempre estrella, una que hace aparición cuando todo parecía tener sustentación y factibilidad, cuando el futuro era algo concebible y promisor, cuando la cultura era ese espacio exultante y vital. Viene de esa efervescencia vinculada al arte, del que fue inequívoca parte, cuando todavía no hería el panfleto. Es oriunda de ese ámbito que exudaba libertad por los poros del deleite, casi con arrogancia. Fiel representante de ese entonces en que el anhelo de cualquier egresado en Comunicación, con gusto por las atmósferas sutiles y atrevidas, coloridas y sonoras, era escribir en alguno de los dos periódicos grandes del país; ser firma en negritas. Mara Josefina Comerlati de Zapata querrá estar en la nómina del periódico entonces en Puerto Escondido y qué bueno, como decía Zapata, también querrá amar. Felizmente su anhelo no será problema, al contrario. Su vida será un camino sin desvíos en que estarán trenzados por siempre vocación y pasión. Vivirá con y para el arte, se casará con él y hará con su compañero de causa una alianza de imprescindible protagonismo, ambos como pareja influencer desde El Nacional.
A la ucabista de buenas calificaciones que se decantará por el periodismo escrito como especialización en la universidad le será difícil resistirse a las primeras de cambio a las respuestas ocurrentes del interlocutor, el inteligente autor de las caricaturas que el jefe de página bautizó Zapatazos y cuyo fino y comprometido humor, elegantísimo e inteligente, ocupó destacado espacio en la página editorial del periódico durante más de 50 años ininterrumpidos. Luego que él enfermó, ella interpretaría las intenciones creadoras y las razones intelectuales del autor, su marido, por lo que no le resultó difícil completar sus designios de frases eficaces, producirlas en el dibujo repasado, suscribirlas al estilo de aquel hombre con quien tuvo dos hijos, Alejandro y Liliana. Risueña per se, sin embargo con él rió tanto. Leían el periódico juntos y lo comentaban. Conversaban sin parar y respetaban sus silencios. Ella era celosa custodio de su obra, le pedía que no la regalara, no tanto, así como también que no se le ocurriera vender esta, tampoco esta otra, y jamás ni nunca aquella de allá.
Anfitriones que serán dulce imán los domingos de pasta al dente o polenta rellena o sancocho en casa, cuando no comerían en familia en el Marco Polo, Mara Comerlati estará a cargo de todo, los fogones sin duda; alguna vez sin embargo declinará a favor de José Ignacio Cabrujas o de Claudio Nazoa, entrañables cofrades con eventual delantal del círculo intelectual más risueño rondado por la musicalidad hermosa de Isabel Palacios.
Zapata, líder imbatible entre tantos genios, sería el pensador que llevaría la batuta en la congregación de los ácidos sonrientes. El de la gracia más garbosa, el que cultivaría esa emoción honda que es sonreír con cierta melancolía. Los amigos, tan sabios y tan ocurrentes, inclúyanse sus pares Abilio Padrón y Régulo Pérez, o Manuel Caballero y Raúl Delgado Estévez, entendían que Zapata era un cerebro achispado a toda hora y con trasfondo. Omnipresente figurante Sofía Ímber, claro, y tantos artistas y escritores entre los habitué, también Rayma, Weil y sin duda Laureano Márquez, compartirían suculenta sobremesa, Mara organizando el cronograma temático del humor. Mujer de gracias, cómo no, y así lo dejó saber en el suplemento El libre pensador, semanario de El Nacional donde se atrevería con éxito a coordinar a su marido, a Claudio, a Laureano, sin dejar de ser ella misma otra calificadísima columnista.
Pero más se la identifica con la ternura. La que vertió sin tregua ni medias tintas en sus mascotas rescatadas, en el apartamento reunía una ingente población peluda. Mara desarrolló al extremo un sentido compasivo y altruista con los animales abandonados, tan tenaz que poco menos se convirtió en la protectora caraqueña de perros y gatos realengos y enfermos. Los redimía de las calles y se los llevaba a casa para curarlos con devoción y sin ascos, sea que tuvieran gusanos o garrapatas, o caminaran en tres patas. A los feos, a los que serían más rápido olvidados era los que más buscaba, porque eran los menos queridos. La compasión la invadía.
Eso hizo que Pedro León dejara su gusto por la lidia y los toros. “A mi papá le gustaban las corridas, el ambiente, y no reparaba en esa saña que a mí también me espantaba”, toma la palabra Mariana desde México, “fuimos a más de una jornada taurina en nuestro viaje a España, yo tenía 12 y mi papá me llevó con él a recorrer aquel país como su compañera de viaje, no sin antes pedir en el colegio que me permitieran ausentarme un mes de clases. Recuerdo el alboroto que se armó, le dijeron que no, que era imposible, que perdería el año, por lo que entonces les contestó que entonces nos iríamos por seis meses porque aprendería más en el viaje”. Se fueron y hasta conocieron a algunos toreros famosos. Luego que se casa con Mara, entonces ya no solo sería la hija mayor, la diseñadora, la aguafiestas. Mara daría la puntillada. “Con su amor por los animales lo desanimó al punto de que papá se convirtió en un crítico de la fiesta brava, con su buen corazón no era difícil que se le contagiara ese cariño por los animales”. “Es que los gatos serían los reyes de la casa, más de una vez caminaron por encima de una pintura de papá y la inspiración se la llevaron en las patas como pisadas”, añade Helios. “Gritaba desconsolado, pero era incapaz de rechazarlos”.
Pedro León es leyenda y Mara la que lo celebra, su fan principal. Pero en simbiosis comparten sitial protagónico en la misma escena, ahora en el mismo partenón. Harán un equipo que despacha desde el apartamento con ático de Las Palmas donde vivieron por siempre, y vivir sería estar juntos, hacerse preguntas y sortear aquellas impertinentes y tontas del poder ¿y cuánto te pagan a ti, Zapata?, darse el gusto de comer en algún restaurante caraqueño tras una ronda de galerías y reírse cuando a Mara le pregunta el mesero por las preferencias de los hijos, “a ella que no era nuestra mamá, y que aunque fue siempre amorosa con Pedro, Helios y conmigo, no le encantaba que pensaran que era mayor de lo que era, imagínate, ella estaba embaraza de Liliana, mi hermana, a la vez que yo de mi hija”, sonríe Mariana. Mara coqueta, adorará sin embargo el piropo que le dispensará Zapata cuando las circunstancias le hacen cuesta arriba terminar su posgrado. “No te iban a enseñar nada que no supieras, si tú te las sabes todas”, la florearía.
En la iglesia, Liliana de negro y perlas que parecen homenaje que blanquea el pesar, dirá con sensibilidad linajuda en el momento de despedirla en la misa que la aplaudirá, que su generosa mamá quería ser recordada como alguien bueno. Es casi un cliché la frase, pero en este caso se trata, ay, Mara, de una innecesaria petición. La lectora voraz que “sabía de todo”, la compañera de temple, la chica de raíces italianas y sonrisa imbatible, tenía una vocación por la gentileza que parecía de otro mundo. Pedro Pablo Peñaloza, buen yerno de la buena suegra asiente: “Me habría encantado tenerla cerca mucho más”. Sí, qué gusto asomarse a tu vida de enjundiosos y por siempre jóvenes 72, Supermara.
Faitha Nahmens Larrazábal
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