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Discurso pronunciado ante la Academia Nacional de la Historia el 19 de abril de 2010.
El 5 de mayo de 1909, la Academia Nacional de la Historia aprobó por unanimidad un acuerdo que daba respuesta a la siguiente pregunta: ¿Cuál debe reputarse el día inicial de la independencia de Venezuela?
El debate resultó sencillo. La comisión nombrada para tal fin presentó ese día un informe el cual fue admitido en todas sus partes por la corporación. El documento estableció que la revolución verificada en Caracas el 19 de abril de 1810 constituía el movimiento inicial, definitivo y trascendental de la emancipación de Venezuela.
Cincuenta y un años más tarde, el doctor Cristóbal Mendoza, director de la Academia, presidente del Comité Ejecutivo Nacional del Sesquicentenario de la Independencia y orador de orden en la sesión solemne celebrada para conmemorar los 150 años del 19 de abril de 1810, ratificó el contenido del acuerdo de 1909. Concluyó su discurso con la siguiente afirmación: “El 19 de abril fue el día de la revelación de la conciencia nacional, el de la cristalización definitiva del sentimiento de Patria, el del triunfo de la ideología revolucionaria. Desde entonces quedó fijado en los cielos de América, como un sol, el nombre de Venezuela, alumbrando con el fuego de su ejemplo, los nuevos caminos del Continente”.
Esta valoración acerca del 19 de abril de 1810 como el día inicial de la independencia no se estableció solamente en Venezuela para fijar el significado del movimiento que dio lugar al establecimiento de la Junta Conservadora de los Derechos de Fernando VII, otras proclamas, actas y movimientos juntistas ocurridos antes y después de los sucesos de abril en otras partes del territorio americano fueron interpretados de manera similar.
La constitución de las Juntas de Chuquisaca, La Paz y Quito, en 1809, y las de Santa Fe de Bogotá, Buenos Aires y Chile, así como la proclama de Miguel Hidalgo en la Nueva España, todas de 1810, fueron sancionadas como el inicio de la independencia en Bolivia, Argentina, México y Chile y como el día propiamente de la independencia en Ecuador y Colombia. Todas ellas, al igual que ocurrió en Caracas, declararon su lealtad a Fernando VII y fueron punto de partida para la erección de un nuevo gobierno.
Los distintos procesos discursivos que dieron lugar a esta identificación entre los movimientos declarativamente leales a Fernando VII y la determinación independentista que los animó se produjo tempranamente. En sus inicios formó parte de los diversos documentos de contenido histórico elaborados por los mismos protagonistas de los sucesos con la finalidad de justificar la ruptura. Se condenaron los trescientos años de despotismo y se postuló el advenimiento de una nueva era. La independencia se postuló entonces como la epifanía de la historia americana.
Durante el siglo XIX y en las primeras décadas del XX hubo un esfuerzo sostenido por construir un consenso historiográfico sobre la gesta que dio lugar al surgimiento de las nuevas naciones. En cada uno de nuestros países se elaboró un discurso relativamente uniforme sobre la hazaña independentista cuyo sentido y motivación esencial era servir de soporte y fundamento en el proceso de construcción de la nacionalidad y de esa manera contribuir a cohesionar las tendencias disgregadores, a unificar las distintas realidades e intereses regionales y a disipar las tensiones sociales que se mantuvieron luego de la disolución del orden antiguo.
Concluida la guerra y ante el enorme esfuerzo que constituía edificar los nuevos estados nacionales sobre los escombros dejados por el enfrentamiento bélico, las historias patrias se convirtieron en puntal necesario para la construcción de un proyecto común, el cual exigía el concurso de todos, sin importar la condición social, la procedencia étnica, la orientación política o la región en donde se encontraban.
Los recursos mediante los cuales se construyó esta conciencia histórica nacional de contenido y vocación expresamente nacionalista fueron numerosos. La historia escrita fue uno de ellos, pero no el único. Las conmemoraciones patrias, las fiestas cívicas, la enseñanza de la historia, el homenaje a los héroes, la creación literaria, la iconografía sobre la gesta heroica, los monumentos, los museos históricos, entre muchos otros, contribuyeron a nutrir los contenidos de la memoria, la construcción de un mito genésico de la nación, a fin de consolidar los nexos mediante los cuales venezolanos, ecuatorianos, colombianos, bolivianos, chilenos, mexicanos, argentinos, empezaron a reconocerse en un pasado común, a compartir los mismos héroes, las mismas efemérides y una misma epifanía de la historia: la independencia.
Es en este contexto que cobra especial relevancia el establecimiento de un hito iniciativo, de una fecha que fije el comienzo de la gesta heroica y que de lugar al consenso sobre su significación y alcances como referente inequívoco del surgimiento de la nación.
Distintos y reveladores estudios hechos por historiadores en Argentina, Colombia, Chile, Ecuador, Bolivia, y México, dan cuenta del interesante, complejo y muchas veces polémico proceso mediante el cual, finalmente, se integraron y articularon en una misma dirección los discursos historiográficos provenientes de las historias patrias con los dispositivos conmemorativos que contribuyeron a fijar el momento culminante y definitivo de la efeméride fundacional, pieza clave en la construcción y consolidación de la nacionalidad.
En el caso específico de Venezuela, el proceso mediante el cual se construye esta valoración uniforme del 19 de abril de 1810 como día inicial de la independencia ha sido descrito y analizado por Carole Leal Curiel. Será en 1877, en el marco del certamen nacional convocado para responder a la pregunta “¿El 19 de abril es o no del día iniciativo de nuestra independencia nacional?” que se fija de manera más firme la versión según la cual el 19 de abril de 1810 debía ser considerado el día inicial de nuestra independencia. En dos de los artículos ganadores del concurso se despoja a los sucesos de abril de cualquier relación directa con la crisis de la monarquía española, se ratifica la intención revolucionaria de sus promotores, se incorpora la argumentación según la cual la declaración de lealtad a Fernando VII había sido una artimaña, astucia o recurso político del momento para no alarmar a los pueblos, y se bolivarianiza la fecha destacando el temprano ideario independentista de Bolívar y su actuación protagónica en la consumación de la gesta que tuvo su inicio aquel 19 de abril en la ciudad de Caracas. Esta misma orientación, estos mismos argumentos están presentes en el dictamen de la Academia, y fueron ratificados por el doctor Cristóbal Mendoza en la celebración de los 150 años del 19 de abril de 1810.
La conmemoración del sesquicentenario constituyó así, ocasión propicia para reafirmar el momento iniciativo, el punto de partida de nuestra independencia y de nuestra historia nacional, no sólo en Venezuela sino en muchas de las naciones que, en aquel momento, festejaban sus 150 años de vida independiente.
Un grupo representativo de historiadores de los distintos países iberoamericanos coinciden al valorar la permanencia y fortaleza del consenso historiográfico relativo a la independencia hasta bien avanzado el siglo XX y advierten la presencia, en los años sesenta y con mayor fuerza, a partir de las décadas siguientes de un cuestionamiento cada vez más generalizado a las convenciones establecidas sobre el pasado independentista.
Esta tendencia crítica de discusión sobre la independencia ha tenido y tiene lugar en el ámbito de los historiadores profesionales latinoamericanos, en su gran mayoría, formados en las escuelas de historia que recién comenzaron a instaurarse en las universidades de la región y, muchos de ellos, con estudios de cuarto nivel en universidades nacionales y extranjeras. A este contingente de historiadores latinoamericanos se sumó un significativo número de historiadores europeos y norteamericanos interesados en la independencia hispanoamericana. Esta comunidad de historiadores atendió la revisión y el análisis de las fuentes de la época con las herramientas y técnicas del oficio historiográfico, y se distanció críticamente de las premisas postuladas por la historiografía precedente.
El proceso de las independencias, en plural, se abordó entonces despojado de maniqueísmos, se dejó atrás la épica libertaria, se discutió y desmontó el carácter providencial de los héroes, se incorporaron las especificidades regionales, se cuestionó la unanimidad política del proyecto independentista, se estudiaron el partido y proyectos de los realistas, se destacó la presencia de otros actores sociales ocultos bajo la acepción de “el pueblo”, se objetó la inevitabilidad de la independencia, se amplió el ámbito temporal del proceso, se analizaron sus vínculos con la crisis de la monarquía, se discurrió sobre las implicaciones económicas de la guerra, sobre la participación de las mujeres, y se incorporaron al debate múltiples miradas sobre temas y problemas de la mayor diversidad, los cuales han nutrido y siguen enriqueciendo la discusión y reflexión sobre nuestras independencias.
En el caso venezolano, es posible advertir el impulso renovador que, de manera continua, han adquirido los estudios sobre la independencia a partir de la década de los sesenta. La crítica y revisión sistemática del culto a los héroes, iniciada por el Dr. Germán Carrera Damas con su obra El Culto a Bolívar y atendida en los años posteriores por Luis Castro Leiva, Elías Pino Iturrieta y Manuel Caballero entre otros; la mirada desde las regiones; el examen de las diferentes caras de los autonomismos provinciales; los estudios sobre las ideas y actuación de quienes defendieron la causa del rey; la dimensión social del proceso, las implicaciones diversas del terremoto de 1812; los debates sobre la libertad de culto; el claustro universitario frente a la independencia; la vida femenina; el desenvolvimiento de la economía, las elecciones, el ejercicio de la soberanía, la opinión pública y muchos otros aspectos desatendidos con anterioridad, forman parte de una agenda de investigación en constante movimiento y ajena por completo a procurar la unanimidad o la uniformidad interpretativa.
Como parte de esta ampliación de miradas y problemas que ocupan a los estudiosos de la independencia, ha tenido lugar una revisión y fructífera discusión cuyo interés fundamental ha sido replantear los alcances y estrechas relaciones existentes entre la crisis política de la monarquía española que estalla en 1808, los movimientos juntistas americanos de los años 1808 y 1809 y los procesos de constitución de juntas ocurridos en varias ciudades hispanoamericanas en 1810.
El debate no es reciente. Ya en los años cincuenta se había planteado como problema; no obstante, fueron los estudios de François Xavier Guerra, Modernidad e Independencias y de Jaime Rodríguez La independencia de la América Española, publicados en la última década del siglo XX, los que tuvieron un peso decisivo en la discusión que se desarrolla en la actualidad referida al impacto y las diversas expresiones políticas que generó la crisis de la monarquía española de uno y otro lado del Atlántico.
Lo que destacan los estudios adelantados por Guerra y Rodríguez, es la existencia de relaciones recíprocas entre la revolución liberal española y los procesos que condujeron a la independencia de América; así como la necesidad de romper o superar la tendencia establecida tanto en Europa como en América de estudiarlos como que si fuesen fenómenos independientes. Se trata de comprenderlos, según apunta Guerra como: “…un proceso único que comienza con la irrupción de la modernidad en una monarquía de Antiguo Régimen y va a desembocar en la desintegración de ese conjunto político en múltiples estados soberanos”.
De acuerdo a lo planteado por Jaime Rodríguez, la independencia de la América Española debe ser analizada en el marco de un proceso de cambios mucho más amplio, el que se dio en el mundo atlántico desde la segunda mitad del siglo XVIII hasta las primeras décadas del siglo XIX, período en el cual las sociedades monárquicas se transformaron en democráticas y los súbditos de las monarquías se convirtieron en ciudadanos de los nuevos estados nacionales.
Las investigaciones sobre los procesos juntistas americanos que se han realizado en la historiografía reciente latinoamericana se han desarrollado desde esta perspectiva y se enriquecen constantemente con la incorporación de renovadores planteamientos.
Entre los aspectos que destacan los autores que se han ocupado de estos temas está la uniforme lealtad hacia Fernando VII y de rechazo hacia la usurpación francesa que se produjo en América, al conocerse las noticias acerca de las abdicaciones de Bayona. En todos los casos estas manifestaciones de fidelidad fueron relativamente homogéneas, se inscribieron dentro de la tradición ceremonial del reino y pusieron en evidencia la fortaleza, coherencia y unidad del imperio español. A pesar de la disgregación de poder en numerosas juntas y de la inexistencia de una instancia política que pudiese ser reconocida como la legítima autoridad, no hubo en América ningún movimiento que tuviese como objetivo adelantar la independencia.
Como consecuencia de esta inédita situación se dio también en las provincias americanas un intenso debate cuyo propósito era buscar respuestas frente a la emergencia política que representaba la acefalía del trono. La pregunta fundamental, al igual que ocurrió en la península, fue la misma: ¿sobre quién recae la soberanía, en ausencia del rey?
La respuesta a esta interrogante, la búsqueda de mecanismos que permitiesen dar respuesta a la incertidumbre política creada por el colapso de la monarquía, devino en la propuesta o constitución de Juntas en las provincias americanas, tal como sucedió en España. Así ocurrió en México, Caracas, Buenos Aires en 1808 y en Chuquisaca, La Paz y Quito al año siguiente. En cada uno de estos lugares, a la hora de plantearse cómo responder frente al desmantelamiento de las instancias de poder de la monarquía y en medio de fuertes tensiones y posiciones encontradas, se recurrió a los fundamentos que ofrecía el patrimonio jurídico e histórico de la monarquía: ausente el rey la soberanía regresaba a la nación. Estas primeras juntas, sustituirían a las autoridades constituidas, atenderían la emergencia y, al mismo tiempo permitirían a las elites urbanas reunidas en su mayoría en los cabildos ocupar nuevos espacios para avanzar en la negociación de sus reclamos y aspiraciones autonomistas. Ninguna alentó propuestas independentistas que condujesen a la desintegración del imperio.
Sin embargo, la respuesta de las autoridades fue impedir, desconocer y condenar las iniciativas juntistas, interpretándolas como tentativas subversivas cuya motivación era alcanzar la independencia y no como expresión del espíritu pactista, fidelista y autonomista que las animó.
La reasunción de la soberanía, apunta Guerra, rompió con la doctrina absolutista del origen divino del poder regio. Por las circunstancias y sin que nadie se lo hubiese propuesto, la soberanía repentinamente recayó en la sociedad. Esto tuvo una consecuencia fundamental, aun cuando hubiese sido ejecutado de manera provisional, la política se abrió a todos los actores sociales, conduciendo, inevitablemente, a otro asunto de similar entidad: el problema de la representación.
El 22 de enero de 1809, la Junta Central, declaró a los vastos y preciosos dominios de España en las Indias como una parte esencial e integrante de la monarquía española Acto seguido estableció que se les concedería la posibilidad de tener representación nacional para que formasen parte de esta nueva instancia de poder, depositaria de la soberanía en ausencia del rey. Esta declaración constituyó base de sustentación y legitimación de las exigencias americanas, como partes integrantes de de la monarquía.
El llamado de la Junta Central fue atendido en la Nueva España, Guatemala, Nueva Granada, Perú, Chile, Venezuela y en el Río de la Plata; sin embargo los términos de la convocatoria generaron fuertes reparos y confrontaciones, no sólo en las provincias en donde se realizaron las elecciones, también en aquellas que no tenían derecho a participar en el proceso electoral.
Si bien el llamado a elecciones se hizo siguiendo los procedimientos antiguos propios de los organismos corporativos, la diferencia principal consistió, según señala Jaime Rodríguez, en que fueron ajustados a los nuevos propósitos del momento político, constituyendo un considerable paso hacia adelante en la formación de un gobierno representativo moderno para la totalidad de la nación española.
Las instrucciones preparadas por las provincias dan cuenta de las aspiraciones autonomistas de las élites criollas, de sus malestares y descontentos sobre la situación política que se vivía en España y de la incertidumbre e inquietud que representaba la posibilidad de que la península cayese en manos de los franceses. Al mismo tiempo, ofrecieron la oportunidad para que se plantearan las demandas de igualdad política de los americanos frente a los peninsulares. En ninguna de ellas hubo planteamientos que promoviesen la reestructuración del sistema político, tampoco propuestas que pretendiesen la desintegración del imperio.
La aplicación del decreto condujo a la creación de un espacio político representativo que antes no existía, y por ende, a la politización de una esfera pública. Era la posibilidad de incidir en la política desde el estado por parte de los criollos autonomistas, sin necesidad de alterar la forma de gobierno monárquica.
Ninguno de los diputados electos en América llegó a formar parte de la Junta Central, ya que, concluidos los procesos electorales y cuando algunos de los representantes americanos se encontraban camino a España, la Junta Central fue disuelta y sustituida por el Consejo de Regencia. El Consejo de Regencia, en su condición de nueva autoridad del Reino mantuvo la convocatoria a Cortes, reiteró la declaratoria de igualdad de los americanos e informó los términos de la representación americana para la reunión de las Cortes el cual conservaba la inequidad de representación entre españoles y americanos.
En América, la noticia sobre la caída de Andalucía y la disolución de la Junta Central generó un ambiente de incertidumbre respecto al futuro de España, desató un intenso debate y propició numerosas reacciones de rechazo y desconfianza ante el Consejo de Regencia por considerarlo como un poder usurpador de la soberanía.
El delicado asunto de la soberanía y el no menos espinoso de la representatividad volvían al terreno del debate, pero ahora con consecuencias políticas diferentes. Si se había convocado a los americanos para que participasen en el gobierno en calidad de diputados de la Junta Central, no podían ahora informarles que no existía la Junta y que había una nueva instancia depositaria de la soberanía la cual gobernaba en nombre del Rey. Además, al quedar disuelta la Junta, quedaba sin efecto y sin posibilidades de ejecución inmediata las aspiraciones de las elites criollas de proponer y negociar sus demandas autonomistas, como partes integrantes de la monarquía.
El conflicto no tardó en manifestarse: ¿Cómo era que la Junta Central la cual había sido reconocida como legítima autoridad y de la cual formaban parte unos delegados americanos, legítimamente electos, era disuelta y sustituida por otro organismo sin que hubiese mediado participación alguna de los súbditos de esta parte del reino?
El resultado fue el desconocimiento de la autoridad de la Regencia y la erección en América de Juntas Supremas depositarias de la soberanía y defensoras de los derechos de Fernando VII, todas ellas en el transcurso del año de 1810: Caracas fue la primera en pronunciarse, el 19 de abril de 1810; Buenos Aires el 25 de mayo; la Nueva Granada el 20 de julio y Chile, el 18 de septiembre.
El argumento era el mismo de 1808: roto el pacto entre el Rey y los súbditos, la soberanía recae en la nación, no podía entonces arrogarse tal atributo una instancia ilegítima y, por tanto, usurpadora de la soberanía. Las Juntas que se constituyen a partir de esta fecha no reconocen a los representantes del poder real en América; reaccionan contra la autoridad de la Regencia; denuncian la ruptura del pacto por parte de las autoridades españolas y rechazan la desigual representación que se ofrecía a los americanos para participar en la instancia que definiría el rumbo político de la monarquía española.
En el caso específico de Caracas el tema de la ilegitimidad de la Regencia se plantea sin ambigüedades en el “Acta del 19 de abril”. La decisión de los firmantes fue erigir un gobierno que pudiese atender a la seguridad y prosperidad de la provincia, vistas las circunstancias en las cuales se encontraba la península y en atención a las flagrantes insuficiencias de la Regencia. Al día siguiente se redacta una “Proclama” en la cual se insiste sobre la ilegitimidad de la Regencia ya que ésta “…ni reúne en sí el voto general de la Nación, ni menos el de estos habitantes que tienen el legítimo e indispensable derecho de velar sobre su conservación y seguridad como partes integrantes que son de la Monarquía Española”
Inmediatamente después de su constitución, la Junta emite un documento en el cual admite la ausencia de representación de las demás provincias y postula la necesidad de convocar a los habitantes de todas las provincias a formar parte de la “Suprema Autoridad” con proporción al mayor o menor número de sus habitantes. El 11 de junio, cuando no han transcurrido dos meses de la proclama, la Junta de Caracas aprueba el reglamento que normaría la elección para la “Representación legítima y universal de todos los Pueblos en la Confederación de Venezuela” En correspondencia con esta determinación, se rechaza y condena la convocatoria electoral para las Cortes y se denuncia la inequidad de representación entre americanos y españoles.
Los hechos ocurrieron de manera similar en Buenos Aires, Chile y con algunas variantes en la Nueva Granada en donde se constituyeron numerosas juntas. En todos los casos, las provincias declararon su lealtad a Fernando VII y postularon la necesidad de convocar un congreso a fin de discutir la forma que adoptaría el nuevo gobierno.
Los dos años transcurridos desde que se conocieron los sucesos de la península en 1808 hasta que se disolvió la Junta Central y se constituyó el Consejo de Regencia, habían generado un ambiente de incertidumbre, agitación y conmoción el cual propició la reunión frecuente de los vecinos principales y el debate constante sobre su propia circunstancia política, no sólo ante el inminente peligro de la pérdida definitiva de España frente al usurpador francés, sino respecto a la falta de legitimidad del poder existente en la monarquía y a los peligros que podía acarrear la posibilidad de levantamientos populares que atentasen contra el orden establecido. La situación exigía elaborar propuestas viables para el futuro inmediato de las provincias allende los mares. En estas circunstancias es razonable pensar que en las reuniones y tertulias que tuvieron lugar en América durante este agitado período confluyeron de manera contradictoria y apasionada las más diversas opiniones y consideraciones sobre la situación española y sus efectos y posibles soluciones en los territorios de ultramar. De allí que las repuestas no fuesen únicas ni uniformes.
En Venezuela, se constituyeron juntas en Caracas, Margarita, Barcelona, Cumaná, Barinas, Mérida y Trujillo, se realizaron elecciones para la formación de un Congreso General y los representantes de estas provincias sancionaron la independencia el 5 de julio. No obstante, Maracaibo Guayana y Coro se mantuvieron leales a la Regencia, Maracaibo eligió su representante a Cortes en cuyas instrucciones se plasmaron las demandas autonomistas de la provincia, mientras que Coro y Guayana enviaron delegados a fin de reclamar su derecho a representación y defender sus aspiraciones ante el gobierno constitucional de la monarquía.
En la Nueva Granada, el desconocimiento del Consejo de Regencia también dividió el parecer de las provincias, como ocurrió en Venezuela; de manera que unas siguieron el camino autonomista y otras se mantuvieron fieles a la Regencia y eligieron diputados a Cortes. Tampoco hubo unidad de criterios entre respecto al ejercicio de la soberanía, hubo fuertes tensiones y disensiones frente al gobierno de Bogotá y entre las propias provincias. Las declaraciones de independencia se produjeron de manera diferenciada, primero en Cartagena, en noviembre de 1811; luego en Cundinamarca en julio de 1813 y, al mes siguiente, en Antioquia.
En el Río de la Plata también se plasmaron enfrentamientos entre la Junta superior de Buenos Aires y los discursos y aspiraciones autonomistas de las provincias que conformaban el virreinato; hubo igualmente diversidad de opiniones respecto a mantener la fidelidad a Fernando VII mientras se desconocía al Consejo de Regencia y a las Cortes reunidas en Cádiz. No fue sino en 1816 cuando se declaró la Independencia de las provincias unidas de Sud-América.
En la Nueva España, la rebelión acaudillada por Miguel Hidalgo el 16 de septiembre de 1810 se hizo en nombre de Fernando VII y con el estandarte de la virgen de Guadalupe. Al año siguiente, se constituyó la Junta Nacional Americana en Zituacaro, también leal a Fernando VII y no fue sino el Congreso de Chilpancingo reunido en septiembre de 1813 el que declaró la independencia. Sin embargo, antes del estallido de la insurrección, ya se habían iniciado en 22 ciudades las elecciones de los diputados que representarían a la Nueva España en las Cortes del Reino y, al sancionarse la Constitución de la Monarquía en 1812, esta fue juramentada y aplicada en numerosas provincias de la Nueva España. Convivieron así en el espacio novohispano la insurgencia y la constitucionalidad monárquica.
Lo que expresan los numerosos estudios que se han hecho en estas últimas décadas es precisamente la riqueza y variedad de situaciones y posibilidades políticas que desencadenó la crisis de la monarquía, lo cual no se reduce exclusivamente al más visible y trajinado de ellos: el desenlace final de la independencia.
La magnitud de los acontecimientos que se produjeron, la diversidad de respuestas que suscitó, los debates que generó, las modalidades de participación y actuación políticas que motivó: el establecimiento de juntas, las demandas autonomistas, la realización de elecciones, la activación de diferentes espacios de actuación pública, dan cuenta de un intenso proceso de transformación, de transición entre las prácticas y principios del Antiguo Régimen a las modalidades propias de la modernidad política cuyo desenvolvimiento tuvo expresiones particulares, ritmos distintos y no está sujeto ni necesariamente vinculado al mantenimiento o ruptura de la lealtad a Fernando VII, a la obediencia o no al Consejo de Regencia, a la declaración o no de la independencia, o reducido a las restricciones que implica analizarlos desde las fronteras nacionales de la actualidad.
Se produjo una revolución política de amplio alcance cuyos contenidos y definiciones tuvieron su inicio en el marco de la monarquía y su continuidad o transformación definitiva en la construcción de los proyectos republicanos. La reasunción de la soberanía, transitoria o en depósito, alteró los parámetros de legitimación política del absolutismo, al desplazarse del rey a la sociedad; el discurso pactista propio de la tradición política del reino dio paso a la emergencia de los autonomismos americanos frente a la metrópoli, respecto a los centros de poder internos y en la relación de las provincias entre sí; desapareció la condición de vasallos del rey: los habitantes de América se convirtieron en ciudadanos, unos en ciudadanos españoles bajo el amparo de la constitución de la monarquía, otros en ciudadanos de las repúblicas en ciernes; se produjo una ruptura del sistema de representación corporativo del Antiguo Régimen transformándose en sistemas de representación territorial por provincias o en sistemas de representación proporcional de la población libre; se ampliaron o se modificaron las doctrinas, postulados, conceptos que otorgaban sentido a las prácticas e instituciones políticas antiguas para adaptarlas o transformarlas a las nuevas circunstancias en un esfuerzo inédito de enorme creatividad política.
Un proceso de tal complejidad, en el cual intervienen aspectos tan distintos y cuya materialización se dio de manera tan diversa ofrece enormes dificultades para la construcción de versiones uniformes, para la elaboración de consensos interpretativos, para la imposición de miradas únicas. Exige, más bien una discusión constante, no con la finalidad de sustituir unos paradigmas por otros, sino con el propósito de nutrir, ampliar, problematizar los resultados obtenidos. Con la inquietud de construir, buscar, encontrar nuevos nichos de investigación, perspectivas desconocidas, problemas ignorados, aspectos inesperados; con el interés siempre dispuesto a sostener un debate plural y crítico sobre nuestro pasado. Es este y no otro el sentido del oficio historiográfico.
No es casual entonces que haya sido y siga siendo en el seno de los profesionales formados en nuestras universidades que haya tenido lugar esta importante, nutritiva y siempre inacabada reflexión sobre las convenciones y tópicos establecidos en torno al momento primigenio de nuestras independencias. Las universidades son el espacio natural para la construcción constante del conocimiento crítico, para la discusión abierta, sin cortapisas, sin mordazas, amenazas, extorsiones, ni censuras. Las Universidades, por su misma condición de espacios formativos, plurales, autónomos y democráticos, tienen el derecho y el deber y así ha sido históricamente, incluso en tiempos de la independencia, de sostenerse como el ámbito idóneo e insustituible para garantizar la libertad de pensamiento y el libre fluir de las ideas, no sólo sobre el pasado, sino también sobre el presente y el futuro de nuestras sociedades.
Es una enorme tranquilidad constatar que existe una distancia abismal entre el discurso conmemorativo convencional, entre los llamados contenidos de la memoria, entre la reiteración de los postulados heroicos y patrióticos de las efemérides y los próceres militares que todavía persisten en la actualidad y los contenidos plurales, dinámicos, diversos, ajenos a la uniformidad que nutren la producción crítica de la historiografía profesional, universitaria, académica.
No resulta tampoco consecuencia de una contingencia temporal que haya sido precisamente en la década de los sesenta, cuando en las universidades latinoamericanas y en la mayoría de nuestras sociedades se hacían esfuerzos contundentes por alcanzar y fortalecer el ejercicio democrático, que el pensamiento crítico sobre nuestras independencias se empeñó en despojarlas de la visión providencialista, heroica y esencialmente épica y militarista que había imperado desde el siglo XIX, abriendo la posibilidad de atender su estudio sin maniqueísmos, advirtiendo sus contradicciones, incorporando sus aspectos sociales, sus incidencias regionales y dando lugar a una pluralidad de visiones posibles y necesarias. Así se desenvuelve el conocimiento en las sociedades democráticas.
También es conveniente destacar la ampliación de la agenda de investigación en la década de los noventa sobre tópicos políticos inherentes e insoslayables del proceso de la independencia como son la práctica de la ciudadanía, el principio de la representación, la experiencia de la autonomía, el ejercicio de la soberanía, y la construcción de un sistema republicano, justamente en el contexto de la discusión sobre la necesidad de profundizar, ampliar y defender las experiencias y contenidos de la democracia, así como sus posibilidades e ineludible pertinencia para la convivencia republicana. Ello seguramente ha tenido y tiene un impacto decisivo a la hora de interpretar los hechos ocurridos hace doscientos años no como el inicio de la independencia, sino como parte esencial de una revolución política de significación histórica sin precedentes mediante la cual se rompió con las formas políticas antiguas y se dio inicio a la construcción de nuevos referentes políticos en donde la soberanía, la ciudadanía, la autonomía, las elecciones, las libertades individuales, el estado de derecho y la división de poderes se establecieron como parte constitutiva de la existencia republicana, y los cuales, sin la menor duda, forman parte ineludible del debate actual en Venezuela y en el resto de América Latina.
Quiero expresar mi más sincero y sentido agradecimiento a los individuos de Número de la Academia Nacional de la Historia, mis colegas, mis amigos, mis compañeros de todos los jueves, por la confianza que depositaron en mi al ofrecerme el inmenso privilegio de reflexionar sobre estos temas cuando se conmemoran 200 años del 19 de abril de 1810; este sincero y sentido agradecimiento lo hago extensivo a todos los individuos de Número de las Academias aquí presentes quienes acogieron con una enorme generosidad y un inmenso respeto la propuesta de la Academia Nacional de la Historia.
Puedo decirles a todos ustedes, sin que me quede nada por dentro que jamás me imaginé que ocuparía este lugar en un momento como éste, tampoco naturalmente que podría compartir esta inmensa dicha con la presencia maravillosa de mi papá y mi mamá, con mi familia, mis afectos y por supuesto con este nutrido público que nos acompaña.
Estoy persuadida de que la decisión de la Academia Nacional de la Historia y de todas las Academias Nacionales no constituye un reconocimiento individual hacia mi persona, expresa, más bien, un reconocimiento mucho más amplio a la madurez y al compromiso de la historiografía venezolana por su esfuerzo sostenido de irrumpir contra los mitos y de mantener y propiciar una mirada crítica sobre el pasado y presente venezolano
Y me ofrece a mí la oportunidad de recordar a quienes, hace doscientos años tuvieron el arresto de echar a andar una república de ciudadanos y reconocer también el valor, el coraje, la constancia y el ineludible compromiso demostrado por todos aquellos venezolanos que, desde esa fecha hasta el presente han estado dispuestos a defender, a proteger, a fortalecer y a enriquecer las prácticas republicanas.
Muchas gracias.
***
Este discurso fue publicado originalmente el 19 de abril de 2012.
Inés Quintero
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