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Este texto del poeta cubano precursor del romanticismo en América Latina fue publicado en 1832 en el periódico Miscelánea, órgano que el propio escritor fundó y mantuvo en México entre 1829 y 1832. Se trata de un trabajo pionero donde valora los alcances del género literario que por aquellos años ya se perfilaba como uno de los más importantes para la expresión de la sensibilidad y los avatares del hombre occidental.
I
La vida de las naciones fue al principio heroica y mitológica. Cuando se formaba la sociedad estaban presentes siempre los dioses a aquellas imaginaciones ardientes y crédulas, y la intervención de seres sobrenaturales debió mezclarse a las narraciones de los hechos sublimes y de las hazañas realizadas por los hombres. La epopeya de Homero es la novela de la antigüedad. El hombre ayudado por una industria naciente, y en lucha con la naturaleza, aún no tenía en sus fuerzas bastante confianza para ser el héroe de sus propias narraciones. Minerva, Apolo, Venus, protegían su debilidad, y presidían al campo de batalla, a los palacios de los reyes, y al altar de los sacrificios. Las costumbres, las pasiones, los vicios de los hombres pendían de la voluntad omnipotente de los dioses. Si un mortal aparecía superior a los otros en valor o en virtud, al punto dejaba de ser hombre, y la admiración y credulidad le alzaban el cielo.
Nació la sociedad política: y la novela no pudo aparecer en Grecia y en Roma. Absorbiólo todo la vida civil. Nadie fue en particular ni orador, ni poeta, ni jurisconsulto, ni sofista, ni general; todos eran ciudadanos. La casa fue el asilo de las necesidades más vulgares de la vida; y el fórum o el ágora eran la verdadera habitación de todo ciudadano en Roma o Atenas. La existencia de las mujeres, sin brillo ni esplendor, se limitaba a los afanes domésticos y a la educación primera de los niños. Mientras más sencillez o grandeza tenía este modo de considerar la civilización, más se alejaba de la que debía producir la novela. La pintura de las costumbres privadas habría parecido pueril en un tiempo en que sólo se conocían costumbres públicas. La imaginación de los poetas produjo ficciones épicas, cuyos actores eran los dioses y semidioses, y jamás pensó en elegir por asunto particular y exclusivo las penas y goces del hombre, sus placeres domésticos, ni menos la observación delicada del movimiento de sus pasiones, que desaparecía en la grande agitación de los ánimos y de los negocios. Sin embargo, los progresos del lujo fueron extinguiendo poco a poco el ardor patriótico que animaba la sociedad, y se anunció la novela, cuando empezaba a desaparecer la vida civil de las sociedades antiguas. Los asiáticos, en sus fábulas milesias, cuentan las aventuras de amantes infelices, ya separados, ya reunidos por la suerte. Petronio, que parece haber escrito en tiempo de los Antoninos y no bajo el azote de Nerón, se divierte bosquejando las escenas de una vida torpe y disoluta con la ingenuidad del vicio y la elegancia de un cortesano. El platónico Apuleyo, en una alegría mezclada con narraciones de las costumbres populares, y cuyo fondo pertenece a los griegos, se burla de los hechiceros y sacerdotes gentiles. Cuando florecía Licurgo, tronaba Demóstenes, y atendía Roma a la elocuencia de Cicerón, ¿quién habría puesto cuidado en esas ficciones ingeniosas? Los primeros ensayos de la novela sólo pudieron interesar cuando ya los pueblos, al ver destruida su existencia social, abandonaron la causa de la libertad y de la patria, y huyeron de la opresión al seno de las familias.
La novela fue, por decirlo así, el resultado postrero de la civilización. El cristianismo alteró la suerte de las mujeres, y restableció la igualdad entre ellas y los hombres, que las habían tenido en servidumbre doméstica. La pasión del amor se desarrolló con ímpetu en todas sus formas. A la noble sencillez y grandeza de las costumbres antiguas siguió una complicación de intereses, que acabó de embrollar el feudalismo. Veíase una mezcla de libertad tiránica, de servidumbre opresora, de platonismo y pasiones brutales, de crímenes y devociones; un caos que no carecía de alguna grandeza, y en cuya noche profunda brillaron momentáneamente virtudes esplendidas. El estudio moral del hombre fue más difícil e interesante, como una materia más compleja y heterogénea lo es para los experimentos del químico. Cuando se confundieron aquellos elementos estrafalarios, y la sociedad cobró una base fija, a fines del siglo XVII, los recuerdos y su influencia modificaron la literatura. Ya no había patria, ni espíritu nacional, ni interés público; y la novela verdadera, que describe las flaquezas y pasiones humanas, salió naturalmente del seno de la sociedad oprimida.
No me detendré en los ensayos informes de los autores ignorantes y difusos que comentaron las crónicas antiguas del Roldán y Amadís con tono de alegato. Estaba extinguida la caballería, su memoria conservaba prestigio, y aquellos novelistas quisieron aprovecharlo. Su imperio efímero pasó muy pronto, y solamente se recuerdan hoy por la parodia inmortal que completó su descrédito. La reputación de Don Quijote es europea, aunque una severa crítica pueda reprender la inoportunidad con que algunos episodios de poco mérito se hallan zurcidos a la acción principal, y la poca delicadeza que repugna en algunos pasajes. Tampoco me parece muy noble su objeto moral, cuya justa censura está bien expresada en los siguientes versos inéditos de un poeta contemporáneo:
Es Don Quijote
el más fatal y triste de los libros,
porque a reír nos fuerza, y a burlarnos
de la pura virtud. Desde su tiempo
cayó la gloria y el poder de España:
perdió su juventud el noble orgullo
y novelesco ardor que un hemisferio
a su centro humilló y en Don Quijote
la decadencia nacional fechamos.
El influjo de las mujeres continuaba extendiéndose, y ellas crearon la novela de pasiones. Madame de La Fayette fue la primera que intentó analizar el corazón humano en sus emociones más tiernas, y presentó una ficción sin otros móviles que las gradaciones y contrastes del amor.
Entonces nació la novela, que tiene por objeto la vida privada, y sondea los abismos del corazón. Pero luego Le Sage reprodujo en una ficción a la sociedad entera. Ninguna emoción del alma, ninguna variedad del amor había evitado las observaciones de las señoras La Fayette y Tencin: ninguno de los vicios inherentes a las costumbres modernas, ninguna ridiculez de nuestras sociedades escapó al autor ingenioso de Gil Blas que creó la novela de costumbres. Este La Fontaine de los novelistas, ingenuo por la fuerza y franqueza de su talento, variado como la vida humana, instructivo como la experiencia, fue cual ella a la vez triste y agradable.
II
Los ingleses, que por una singular ventura combinaron el espíritu nacional y el patriotismo antiguo con la aristocracia que nació del sistema feudal, tuvieron a la vez costumbres públicas y privadas, combinación que los antiguos no conocieron. Un clima destemplado y sombrío los obligaba a recogerse con más frecuencia bajo el techo familiar, y su independencia inquieta se habría rebelado contra la inquisición audaz que osase violar el secreto de aquel santuario. Crearon una palabra que expresa todas las delicias del hogar doméstico, toda la dicha de la propiedad, toda la libertad de acción que intentaban conservar en su vida privada; y esta palabra es home, término sin equivalente en las otras lenguas modernas, y que sólo podía ser un idiotismo particular de aquellos isleños. La novela consagrada a pintar las costumbres íntimas se desarrolló con rapidez en Inglaterra, y sus autores fueron excelentes en un género que habrían creado aun cuando las naciones del continente no hubiesen concebido su idea, y dádoles el primer ejemplo.
Así aparecieron en Inglaterra innumerables cuadros de costumbres privadas e intimidad doméstica; y cuando Le Sage recopilaba en tres tomos las lecciones más chistosas y profundas de la experiencia social, los retratos más vivos de todas las extravagancias de las costumbres modernas, Richardson, seguro de agradar a sus compatriotas, escribía la historia de una familia como se escribía entonces la historia universal, sin olvidar pormenor alguno, ni dispensar al lector la circunstancia más ligera. Verdadero y minucioso como la naturaleza, incorrecto y difuso como las pasiones, asido, por decirlo así, de la misma prolijidad de sus narraciones, halló el secreto de interesar a los que leen desleída en ocho volúmenes la seducción de una doncella.
Todos admiran en Richardson una observación sagaz, la ojeada vasta y variada de un pintor eminente, la imitación exacta de los tonos más diversos, la fidelidad perfecta de los pormenores, la feliz unidad de los caracteres, la verdad de todos, la profundidad de algunos de ellos. Él dio a la novela de costumbres su mayor extensión, aunque no la perfeccionase bajo el aspecto del gusto, y ninguno ha reproducido con más variedad y exactitud los pormenores de las costumbres íntimas que constituyen la novela moderna.
Sus admiradores le comparan a Homero; y sin discutir la justicia de un paralelo tan ambicioso, confesaremos que ha empleado en el poema épico de las costumbres privadas la prolijidad, la fuerza de espíritu y la elocuencia natural que distinguen al cantor de los tiempos mitológicos de la Grecia. Es bien raro que pueda fundarse una especie de comparación entre el genio poético del bardo antiguo, y el genio observador y eminentemente prosaico del autor de Clara Harlowe.
Richardson comprendió la necesidad de no dar a sus novelas la forma de narración y no dejó ver en ellas el novelista. Quería reproducir a la naturaleza misma, a los caracteres de los hombres, a sus pasiones reales, a los móviles ocultos de sus pensamientos, y dejó hablar a sus actores. Cada cual contó su historia, comunicó sus sensaciones, y depuso en favor o en contra de sí mismo: así entró profundamente en el espíritu de la novela moderna, y formó un uso nuevo del arte dramático. Cada carta de sus novelas fue una especie de monólogo, que iniciaba al lector en los secretos más íntimos de los diversos actores del drama. Lovelace revelaba su depravación; el amor oculto de Clara se descubría, a pesar de los esfuerzos de su virtud, y la correspondencia trivial de los agentes subalternos daba a los personajes principales el grado preciso de aprecio y consideración que Richardson les había señalado: máquina vasta, cuya concepción prueba su genio, y cuya ejecución presentaba dificultades casi insuperables.
Los maestros de la escena, en algunas de sus producciones de primer orden, apenas han llegado a identificarse completamente con el genio y carácter de las pocas personas que hacen intervenir en sus dramas. El novelista inglés tenía delante más de sesenta individualidades distintas, todas con caracteres opuestos, y cada cual debía hablar su lengua propia, sin confundir jamás sus costumbres, hábitos y tono respectivo. ¿Quién negará un lugar entre los talentos superiores al hombre que pudo llevar a cabo semejante empresa?
Lo expuesto acredita que la forma epistolar conviene esencialmente a la novela. Nacida ésta de la complicación de los intereses sociales y de la necesidad de ver retratada a la vez la diversidad de los caracteres humanos y los movimientos ocultos del corazón en la vida privada, se acerca más a la perfección al paso que es más ingenua. Cuando se nos presenta el autor, cuando una narración, por verosímil que sea, deja sospechar una ficción, este carácter de entera verdad se debilita. La novela es el estudio del hombre social; y tal estudio sólo puede ser profundo y efectivo cuando le oigamos hablar, o se nos hagan visibles sus acciones.
Fielding, en vez de seguir las huellas de Richardson, imitó las formas adoptadas por Le Sage. Pintó las masas de la sociedad, bosquejó caracteres generales, y refirió las aventuras de su héroe con tal verdad y energía, que debe dársele el segundo lugar después del admirable pintor de Gil Blas de Santillana.
Al paso que progresaba la civilización, crecía el influjo de las novelas, y presto fueron la lectura favorita de todas las clases de la sociedad, marchando a la par con el drama, y tomando todas las formas. Sterne bosquejó con rasgos estrafalarios las extravagancias del corazón humano; Voltaire convirtió la novela en sátira y azote de todos los vicios que producen que producen la superstición y la inmoralidad política; Rousseau, dotado de genio más austero, la osó elevar a la dignidad de obra filosófica.
Es fácil reconocer en la Nueva Eloísa la mezcla y fusión de muchas concepciones diversas. Seducido su autor por la variedad prodigiosa de personajes puestos en acción por Richardson, quiso también que sus actores expresaran por sí mismos sus emociones y afectos. Puso la escena de su Julia en una soledad completa, para que sus héroes, libres de las preocupaciones y hábitos que impone la mansión en las grandes ciudades, desarrollasen libremente los dogmas audaces de una filosofía nueva, y las paradojas con cuya extrañeza familiariza el retiro a sus partidarios. Madame de La Fayette había pintado las delicadezas del amor entre personas de alto rango; Rousseau, enemigo de las distinciones sociales, quiso retratar los furores, los deleites y penas de la misma pasión en jóvenes de nacimiento ordinario, y separados del gran mundo. Finalmente, así como Richardson formó un espejo de verdad perfecta en el que se repetían los movimientos más leves de las costumbres familiares, el autor de Julia, arrastrado siempre por una imaginación a regiones ideales, quiso crear una familia completamente feliz, y realizar con la magia de su talento una especie de paraíso terrenal, animado por costumbres privadas, cuyo hechizo debía consistir en su orden, sencillez y pureza. Si un talento inmenso no pudo realizar totalmente una creación tan noble, y darle toda la perfección a que aspiraba, debemos creer que la empresa excedía a las fuerzas humanas, y que la audacia del filósofo se había propuesto un objeto colocado más allá de los límites a que pueda alcanzar el genio.
Los recuerdos de la elocuencia, la belleza de la dicción, el brillo de las paradojas, el talento descriptivo, el ardor de las pasiones y la fuerza del raciocinio, se reunieron en Rousseau, combinándose con una energía mental increíble, para disfrazar y hermosear los vicios reales de un plan en que había querido refundir los resultados de todas sus meditaciones, los objetos de su entusiasmo, de sus recuerdos, de sus cavilaciones, dudas, temores y penas. Muy apasionado para ser observador imparcial, no dio a sus héroes la vida real y el lenguaje propio que Richardson había prestado a los suyos. Julia y St. Preux, Clara y Lord Eduardo hablaron la lengua de Juan Jacobo: idioma audaz, brillante, lleno de vehemencia y grandeza, modelo casi inimitable, pero cuya hermosura oratoria era por sí misma un absurdo, y no convenía con la forma epistolar escogida por el filósofo.
Éste, al adoptarla, parece haber reservado sobre todo el derecho de discutir en cartas de controversia filosófica muchos puntos de moral, de religión, de política. Imitóle madame de Staël. Delfina, primera obra publicada con el título de novela por esta mujer ilustre, es el desarrollo de una máxima falsa en nuestro juicio, a saber, que «las mujeres deben someterse a la opinión y los hombres arrostrarla». En esta obra se advierte más conocimiento del mundo que en la Nueva Eloísa; pero sus caracteres son todavía más ficticios, su entusiasmo es menos verdadero, su estilo menos perfecto y más equívoca su moralidad. Reina en Delfina una creencia en el imperio ilimitado de las pasiones, una especie de fe en su poder y nobleza, que pueden producir resultados muy peligrosos. El culto que Delfina y Leoncio profesan a su propio entusiasmo, su amor, su dignidad, su vehemencia, son una especie de egoísmo de sensibilidad, cubierto con la máscara de filosofía; y parece que se arrodillan ante sus mismas pasiones.
La mujer admirable y superior de que tratamos exageró en Delfina todos los defectos que el autor de Julia había paliado a fuerza de arte. Despreció como él las ventajas que presenta la variedad de los caracteres al que escriba novelas epistolares, y en toda la correspondencia de sus héroes reina igual monotonía de dialéctica apasionada. A pesar del esplendor y fuerza del genio de Rousseau, y de la móvil energía mental que caracteriza las producciones de madame de Staël, ambos escritores han contribuido en nuestro concepto a desacreditar la novela en cartas. Al empeñarla en un camino errado, la privaron del mérito dramático que produce la verdad perfecta del lenguaje en los diversos actores. Otros novelistas han seguido las huellas de Juan Jacobo, e incurrido en el mismo defecto en obras que han desplegado a veces el más bello talento pero sin sujetarse a las reglas naturales que Richardson se impuso, y nos parecen esenciales a este género de composiciones.
Tal es Werther, obra célebre, que Goethe anciano reprueba como fruto demasiado precoz de una juventud ardiente; y en realidad sólo es un monólogo distribuido en cartas. Este libro tiene también cierto objeto filosófico, y es una pintura cruel de la nada de las cosas humanas, de la vanidad de nuestras pasiones y deseos; es una excusa del suicidio, fundada en el tedio que pueden inspirar a una alma exaltada las penas de la vida vulgar, las exigencias de una sociedad formada para el común de los hombres. Al paso que reconocemos la superioridad del autor, y la fuerza de la elocuencia metafísica que ha desplegado en su obra, convengamos en que ésta no carece de peligro, y que Goethe en su vejez prudente ve con justo dolor esta producción de su talento juvenil. Es demasiado fácil romper los vínculos sociales con el pretexto de ser superior al vulgo para que no haya algún peligro en sostener que un hombre puede librarse de todas las trabas, y arrojar de sí la carga de la vida, más bien que participar en las penas de la existencia social con una muchedumbre pueril o corrompida.
Madame Krudner imitó a Werther en Valeria. Madame Cottin y algunas otras inglesas han seguido con más o menos felicidad las huellas de Richardson, y el autor de las Amistades peligrosas luchó con él cuerpo a cuerpo. Mas sea cual fuere el talento del pintor de Madame de Merteuil, no puede hacérsele el honor de compararlo al autor de Lovelance; ni hay paralelo posible entre dos escritores, cuando uno emplea su talento en hacer triunfar al vicio, y el otro en hacer amable la virtud.
III
Lo pasado tiene cierto atractivo para la imaginación humana, y una especie de aureola vaga lo cerca. Las narraciones de otros tiempos tienen majestad en su movimiento, y su ingenuidad nos agrada. Los nombres históricos hieren vivamente la fantasía, y la historia se apodera a la vez de grandes masas y de los pormenores curiosos que proporcionan los recuerdos de lo pasado. Las memorias y biografías completan lo que tiene que dejar a un lado la historia de los pueblos, considerados en masa, formando una lectura llena de instrucción y agrado.
El novelista histórico abandona al historiador todo lo útil, procura apoderarse de lo que agrada en los recuerdos de la historia, y desatendiendo las lecciones de lo pasado, sólo aspira a rodearse de su prestigio. Su objeto es pintar trajes, describir arneses, bosquejar fisonomías imaginarias, y prestar a héroes verdaderos ciertos movimientos, palabras y acciones cuya realidad no puede probarse. En vez de elevar la historia a sí, la abate hasta igualarla con la ficción, forzando a su musa verídica a dar testimonios engañosos. Género malo en sí mismo, género eminentemente falso, al que toda la flexibilidad del talento más variado sólo presta un atractivo frívolo, y del que no tardará en fastidiarse la moda, que hoy lo adopta y favorece.
Como el objeto de la novela es pintar en pormenor las costumbres privadas de los hombres, algunos eruditos han creado una especie de novela empedrada con su saber, en la cual han intentado reproducir las costumbres de los tiempos anteriores. Y así el Anacarsis de Barthélemy y el Palacio de Escuaro de Mazois son novelas llenas de erudición. Pero estos hombres distinguidos sólo emplearon materiales verdaderos, y sus autoridades son los testimonios irrecusables de los antiguos, cuyas costumbres nos retratan. Al contrario, cuando madame de Genlis, cansada ya de enseñar a los niños la química y la física en cuentos, quiso enseñar a los hombres la historia de los reyes por medio de novelas históricas, la crítica literaria y aun la sana razón debieron pronunciarse contra las suposiciones que la novelista quería introducir en el dominio de la historia. Todas las personas nacionales impugnaron un sistema que trocaba las fisonomías históricas en figuras de capricho; y como cierta flaqueza de pincel y colorido perjudicó al buen éxito de sus novelas, aún no se acreditó con ellas el género de que tratamos.
Presentóse un escritor más distinguido por su erudición que por su fuerza mental, versado profundamente en las antigüedades de su patria Escocia, prosador correcto y poeta elegante, dotado de prodigiosa memoria y del talento de resucitar los recuerdos de lo pasado, falto por otra parte de filosofía, y que no se embaraza en someter a juicio la moralidad de los hechos ni la de los hombres. Después de haber publicado poesías brillantes, aunque en ellas no se revelaba la profundidad o el vigor del genio poético, ocurrióle redactar en forma de narración los recuerdos de antigüedades que habían sido objeto de sus estudios. Retrató las costumbres anteriores de un país que aún hoy es salvaje, y los usos, el dialecto, los paisajes, las supersticiones de esos descendientes de los antiguos celtas, que conservan hasta su traje primitivo, asombraron por su rareza. Todos estaban fastidiados de novelas sentimentales o licenciosas, y creyeron respirar el aire puro y elástico de las montañas, y ver elevarse los agudos picos del Ben-Lomond entre los vapores que cubrían los valles. La languidez de la civilización moderna encontró en aquellos cuadros sencillos y salvajes un contraste interesante con su propia flaqueza. Las escenas de Walter Scott convenían con sus personajes: en vano hubiera querido hacerse verosímil en otro país que en Escocia la presencia de sus gitanas alojadas en cavernas basálticas, la rusticidad caballeresca de los campesinos, y su lenguaje siempre poético en su sencillez. Al ver el inmenso aplauso que acogió las obras del novelista escocés, podría decirse que las costumbres modernas con su lujo, frivolidad y pequeñez ambiciosa, tributan homenaje involuntario a la majestad ingenua de las costumbres salvajes.
Walter Scott no sabe inventar figuras, revestirlas de celestial belleza, ni comunicarles una vida sobrehumana; en una palabra, le falta la facultad de crear, que han poseído los grandes poetas. Escribió lo que le dictaban sus recuerdos, y después de haber ojeado crónicas antiguas, copió de ellas lo que le pareció curioso y capaz de excitar asombro y maravilla. Para dar alguna consistencia a sus narraciones, inventó fechas, se apoyó ligeramente en la historia, y publicó volúmenes. Como su talento consiste en resucitar a nuestra vista los pormenores de lo pasado, no quiso tomarse el trabajo de formar un plan, ni dar un héroe a sus obras; casi todas se reducen a pormenores expresados con felicidad. El gusto y la exactitud de los pintores holandeses se hallan en sus cuadros, y éstos sólo tienen dos defectos notables, llamarse históricos, y carecer de orden, regularidad y filosofía, de modo que en vez de presentar una composición perfecta, aparecen como una mezcolanza de objetos acumulados a la ventura, aunque copiados con admirable fidelidad.
Sus novelas son de nueva especie, y se ha creído definirlas bien con llamarlas históricas; definición falsa, como casi todas las voces nuevas con que se quiere suplir la pobreza de las lenguas. La novela es una ficción, y toda ficción es mentira. ¿Llamaremos mentiras históricas las obras de Walter Scott? Haríaseles una injuria que no merecen, y sí nuestros elogios por más de un motivo; pero su autor no debe colocarse entre los Tácitos, Maquiavelos, Hume y Gibbon, y el último compilador de anécdotas tiene más derecho a título de historiador. Empero, pocos han usado con más habilidad y éxito los tesoros de una ciencia tan árida como la que producen los extractos de manuscritos carcomidos, y los descubrimientos de los anticuarios.
El movimiento, la gracia, la vida, que presta Walter Scott a las escenas de los tiempos pasados; la rudeza, y aun la inelegancia de sus narraciones, que parecen en perfecta armonía con las épocas bárbaras a que se refieren, la variedad de sus retratos singulares, que en su extrañeza misma tiene cierto aspecto de antigüedad salvaje, la rareza del conjunto y la exactitud minuciosa de los pormenores, han hecho populares las novelas que nos ocupan. Produjeron emociones universales, a cuyo favor se han ocultado sus defectos. Estas obras al transportar la imaginación lejos de la sociedad civilizada, tal cual hoy la conocemos, dieron el último golpe a la novela que Richardson había concebido. Los cuadros de las costumbres civilizadas parecen faltos de color y de vida junto a los de los montañeses y las sibilas que resucita el narrador escocés, y ya no interesan las pinturas del amor en sus extravíos, caprichos, escrúpulos y vacilaciones. Así un hombre cuyos sentidos ha embotado el abuso de los licores fuertes, desprecia lo que antes apetecía, y rechaza con desdén el líquido puro y saludable que para satisfacer su sed le brinda la naturaleza.
José María Heredia
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