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1974: mi verano soviético

Moscú. 1974. Fotografía de foundin_a_attic | Flickr

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04/12/2020

A finales de julio de 1974 estaba de vacaciones en París con mi hermana Adela cuando recibimos una invitación inesperada a conocer otro mundo: el del otro lado de la cortina de hierro.

Coincidimos por casualidad en la misma ciudad con mi primo Régulo Rolando, único hijo del tío Régulo, hermano de mi papá, quien en aquel entonces era embajador de Venezuela en la Unión Soviética. Ese tío, también mi padrino, era un hombre muy cariñoso y consentidor que tan pronto supo que estábamos en Francia nos mandó pasajes para que voláramos a Moscú acompañadas de mi primo, quien desde chiquito era un veterano en todo lo relacionado con viajes, aviones, líneas aéreas y además hablaba polaco y ruso a la perfección, pues había vivido desde niño en esos dos países.

Con emoción y curiosidad emprendimos aquel viaje al gigante comunista. Ya varios de la familia, entre ellos mis padres, habían visitado países detrás de la cortina de hierro; las anécdotas de las situaciones que vivieron eran interminables, así como inauditas. Lo cierto es que en 1974 el sistema comunista gozaba aún de buena salud y verle los ojos representaba una intrigante novedad para nosotras.

En ese estado de ánimo abordamos el vuelo de Swissair que nos llevaba a Moscú con escala en Varsovia. Mi tío, espléndido como era, nos había invitado con boletos de primera clase, así que ese viaje comenzó a lo grande. Recuerdo la magnífica atención de las azafatas: las cafeteras de plata, la vajilla de porcelana y otros detalles de mucho lujo. Era una época de más glamour en la que viajar no tenía el carácter masivo de ahora, y mucho menos en ese estatus.

Cuando aterrizamos en Varsovia estaba diluviando con granizo y el avión se coleó fuertemente al tocar la pista. Menos mal que la única consecuencia fue quedar fuera de ella y nosotras con un susto tremendo.

Al cabo de unas horas más de vuelo, llegamos a Moscú. Pasamos hacia el control de inmigración y cuando me tocó el turno me dejaron entre dos torniquetes mientras un par de funcionarios veían el pasaporte y luego a mí, volvían al pasaporte y de nuevo a mí, diciéndome –con expresión burlona– cosas en ruso que, por supuesto, no entendía. Al principio no me inquieté porque tenía pasaporte diplomático, pero pasaban largos minutos sin que la situación cambiara  y entonces comencé a preocuparme. Tuvo que acercarse mi tío a averiguar y después de un buen rato de absurdos alegatos burocráticos argumentando que no tenía visa, me permitieron entrar.

Cuando llegamos a la casa de la embajada encontramos un ambiente de agitación porque, mientras arreglaban el cuarto de huéspedes donde dormiríamos mi hermana y yo, se percataron de que había unos micrófonos en la pata –despegada accidentalmente– de una mesa. Luego supimos que ese incidente –tan escandaloso para nosotras– era pan de cada día en aquella vivienda donde en una sola habitación se hallaron treinta y cinco dispositivos para espiar conversaciones. Eso, sumado a mi incidente en inmigración, ayudó a que muy rápido sintiéramos que realmente habíamos llegado a otro mundo. Mis recuerdos privilegian momentos así, situaciones que me ubicaron en una realidad diametralmente distinta a la que conocía y que, de alguna manera, abonaban las imágenes que tenía de la restrictiva y vigilante sociedad comunista.

Tuvimos mucha suerte en ese viaje porque la casualidad nos permitió oportunidades privilegiadas. Al día siguiente conocimos el Kremlin, pero no en una visita turística cualquiera, sino en una ocasión que se presentaba una vez al año para un grupo reducido de personas de una embajada en particular. Se iba rotando y aquella vez le tocaba a la de Colombia, y como mi tío tenía buena relación con ellos y les quedaban algunas vacantes pidió que nos incluyeran a mi hermana y a mí. Esa exclusiva visita permitía ver todas las estancias de aquella ciudadela que no estaban abiertas al público. Recuerdo como si las viera hoy las habitaciones donde vivía Vladimir Illich Lenin. Todo estaba dispuesto como cuando estuvo allí por última vez antes de irse a la casa en las afueras de la capital, donde murió de un derrame cerebral en 1924. Parecía que en cualquier momento aparecería él o algún familiar a sentarse a desayunar porque la mesa estaba puesta ¡con pan y café!

Justo cuando estábamos en su habitación, arropados por la atmósfera reverencial que imponían los guías, se me rompió un collar de cuentas que llevaba puesto con una cruz gruesa de bronce. Ese incidente fracturó el silencio y desencadenó un estado de alarma de grandes proporciones. En cuestión de segundos aparecieron muchos guardias de seguridad que nos desalojaron afanosamente para llevarnos a otro sitio, mientras ellos requisaban el cuarto y supongo que examinaban la naturaleza de las cuentas. Pasaba el tiempo que se hacía eterno y nadie nos hablaba, ni podíamos inferir algo de aquellas caras impenetrables como de hielo de los agentes policiales soviéticos. Yo me sentía malísima por haber ocasionado involuntariamente ese momento tan raro que detuvo el recorrido y no sabíamos en qué podía terminar, pero tampoco hablamos entre nosotros. Uno no deja de asustarse en esos países porque las reacciones son muy exageradas, nos sentimos indefensos y nuestra paranoia se alimenta de infinidad de historias sobre las experiencias de otros con las arbitrarias fuerzas policiales de los países comunistas.

Luego de un buen rato aparecieron varios oficiales con una bolsa sellada que me entregaron con ridícula parsimonia y el mandato de no abrirla mientras estuviéramos en la visita guiada. Tan solo contenía, ya libres de sospecha, las pepas y la cruz de mi collar que habían caído debajo del lecho del camarada Vladimir Illich, acompañadas de una tarjetita escrita en ruso con un sello, a manera de visto bueno. Después pudimos proseguir la visita y la escena quedó para el anecdotario.

Otro día volvimos al Kremlin con mi tío para visitar las iglesias que no conocimos en el paseo anterior. Por la matrícula diplomática pudimos llegar con su Mercedes Benz –que dejamos aparcado en una plaza– hasta adentro. Por ser domingo, había multitud de turistas; también, porque esa zona sí estaba abierta al público. Al concluir nuestro recorrido no encontramos el carro. Buscamos entre el gentío en la plaza. Estábamos seguros de dónde lo habíamos dejado, pero ya no estaba allí. Fueron minutos de mucho desconcierto hasta que de repente un movimiento de la multitud dejó al descubierto el objeto perdido: llamaba tanto la atención que quedó cubierto de personas que lo veían con minuciosa curiosidad ocultándolo de nuestra vista. Ni qué contar lo difícil que resultó abrirnos paso entre la gente para llegar a él y lograr montarnos. Una vez dentro quedamos paralizados al sentirnos como peces de un acuario observados por decenas de caras deformes pegadas como ventosas a los vidrios.

En todos los sitios donde íbamos llamábamos la atención por nuestro aspecto y vestimenta. Ya lo sabíamos, los soviéticos morían por los jeans que vestíamos y que habíamos decidido regalar antes de regresar a Occidente. Y pese a que más de una vez se nos acercaron para tratar de negociarlos –cómo gozábamos del intérprete fantástico que era mi primo–, logramos hacer unos cuantos intercambios interesantes, pero no los vendimos. Los moscovitas vestían de manera uniforme: era verano y casi todas las mujeres llevaban vestidos sencillos, sin mangas, recogidos en la cintura, hechos en telas de algodón de estampados parecidos. Nos contaron que todos los años producían unos cuantos diseños y ya, eso era lo que había. De allí la poca variedad. También nos refirieron que les fascinaban los chicles; por eso en París compramos un cargamento que gozamos regalando, aunque ellos se empeñaban en que los intercambiáramos por sellitos metálicos esmaltados, tipo pins, con imágenes de la hoz y el martillo o con la cara de Lenin, o con cualquier otro motivo socialista soviético de los que nos trajimos montones. Era como si tuviéramos un imán que los atraía de inmediato: a donde llegáramos nos señalaban con la boca haciendo ademán de mascar. Creo, además, que les fascinaba el juego de la negociación; supongo que sería porque esos sistemas económicos te llevan a estar permanentemente transando para obtener algún pequeño beneficio o gratificación.

El viaje debía ser aprovechado al máximo, de modo que mi tío nos organizó un recorrido de tres días para conocer Leningrado –San Petersburgo–, acompañadas de una intérprete. Tomamos un rústico tren en el que pasamos toda la noche y amanecimos en la gran ciudad imperial y acuática. Llegamos con un hambre tremenda a la estación que nos ofreció un panorama gastronómico poco atractivo: solamente había dos ofertas: huevos duros y presas de pollo pálidas, hervidas y con piel. Los exhibían amontonados unos encima de otros, encerrados en vitrinas. Pasamos de largo con las tripas sonándonos.

En la estación nos esperaba un chofer con un carro viejo que nos llevó a registramos en un hotelito anticuado y sencillo sobre la famosa avenida Nevsky. Encontramos una ciudad desolada, con poco movimiento, y aunque era pleno verano, hacía un frío espantoso y no habíamos tenido la precaución de llevar abrigo porque en Moscú el calor era un bochorno pegajoso. Ese inconveniente nos hizo perder horas en la búsqueda de algún almacén para buscar algo con qué cubrirnos. No lo conseguimos. Eran tiempos de comunismo absoluto y aquella ciudad parecía petrificada, estática, como haciendo honor a su nombre original venido de Pedro: «piedra».

Pero no todo era malo. Como no había otros turistas (de ninguna clase) pudimos visitar el fabuloso Museo del Hermitage a nuestras anchas, y el palacio de verano, Petrodvorets, en las afueras, cerca del mar, desde donde se ve la costa de Finlandia, dispuesto solo para nosotras. Hoy veo las fotos de esa visita y lo que reflejan es a dos venezolanas congeladas, tiritando de frío, con los brazos cruzados haciendo de abrigo frente a alguno de los vestigios de la antigua grandeza de aquella ciudad. No puedo olvidar la sorpresa, mientras deambulábamos sin rumbo, al toparnos con la magnífica Iglesia del Salvador sobre la Sangre Derramada. Sus cúpulas llenas de color y volumen lucían psicodélicas en contraste con el gris de las edificaciones circundantes. Fue como una aparición encantada que solo pudimos disfrutar por fuera porque no estaba abierta al público. Era una huella de otro tiempo, construida en el sitio donde fue asesinado el zar Alejandro II en 1881.

(Hace pocos años volví en verano a aquella ciudad y el impacto que me causó ver la otrora desolada Nevsky Prospekt invadida ahora de turistas, de tiendas, de restaurantes y locales de comida rápida, de carros ostentosos, de ejecutivos elegantes y de mujeres imponentes exhibiendo un lujo absurdo, no es fácil de expresar. En esas imágenes se resume para mí el paso del comunismo al vulgar y escandaloso capitalismo ruso.)

Tres días después regresaríamos a Moscú. El vuelo de Aeroflot estaba retrasado. En la espera de horas mi hermana y yo nos quedamos dormidas en un banco del aeropuerto, recostadas una sobre la otra. De pronto, una sensación rarísima de calor en las piernas me hizo despertar abruptamente y me quedé atónita: estábamos rodeadas de hombres y mujeres que nos veían con fijeza –las caras serias–, mientras nos sobaban los muslos para sentir la textura de la tela de nuestros pantalones. Los míos, recuerdo claramente, eran de pana acanalada color beige.

El viaje fue accidentado. El avión dio vueltas durante horas antes de aterrizar porque había una tormenta eléctrica sobre la capital. Éramos como diez pasajeros. La nave se movía como batidora; algunos no paraban de vomitar. Nadie decía nada. De vez en cuando aparecía una impertérrita aeromoza con una bandejita llena de caramelos de colores con la que no podíamos comunicarnos porque ella no hacía ningún esfuerzo por entender y nuestra intérprete había tomado otro vuelo.

Finalmente llegamos a la acogedora casa de mi tío, el embajador. En situaciones donde el exterior resulta un tanto amenazante, las casas familiares o de amigos se perciben como refugios seguros y cálidos. Mi padrino me había mal acostumbrado porque siempre que podía me hacía llegar a Caracas unas latas redondas y achatadas, de color azul con dorado, con la imagen de un esturión en la tapa y una liga roja gruesa en el medio que sellaba las dos partes de un kilo de caviar de beluga. Me encantaba. Podrá parecer excéntrico o esnob, pero para mí era natural llegar del colegio y merendar cucharadas soperas de esa delicia. Algo, por lo demás, muy accesible para los diplomáticos en la Unión Soviética de entonces. En aquellas noches moscovitas comimos, entonces, muchos blinis con caviar y tomamos bastante vodka con amigos de mi tío. Su casa era, hasta donde era posible, como un centro de encuentro de intelectuales y artistas disidentes. Gente un tanto bohemia, como él mismo, divertida, libertaria, sensible, inteligente, culta. Cuatro años más tarde esa sería la causa de su abrupta salida de la Unión Soviética.

La vida de mi tío Régulo fue apasionante. Ejerció cargos como representante diplomático de Venezuela en Cuba, Alemania, Bruselas, Polonia, la URSS y, al final de su vida, en China. Llegó a hablar con fluidez diez idiomas lo que, sin duda, le abrió puertas a una mejor comprensión del mundo donde se desenvolvió. En 1978 ya tenía ocho años como embajador y en ese período, mucho más largo de lo que se estila para ese cargo, hizo un sinfín de relaciones que le permitieron ahondar en el conocimiento de la cultura del país. Era la época dura de Leonid Brezhnev y mi tío se les había vuelto incómodo por su comportamiento. A raíz de la protesta que elevó ante las autoridades en razón de un incidente en contra de dos venezolanos, el régimen, utilizando canales nada ortodoxos en el universo diplomático, le hizo saber al presidente Carlos Andrés Pérez que ya no lo querían allá. Sin darle oportunidad de explicarse, Pérez aceptó la solicitud soviética y Burelli tuvo que abandonar la embajada el mismo día cuando se lo comunicaron. Dejó a su familia, con la que se reuniría días después en La Haya, y todas sus pertenencias, las cuales quedaron decomisadas por las autoridades soviéticas durante veinte años hasta cuando, por mediación de su hermano, el canciller Miguel Ángel, se logró que las liberaran. Ya Régulo había fallecido en 1984.

En una de aquellas amenas noches de encuentros moscovitas en suelo venezolano conocimos a la viuda de Sergei Prokofiev, el célebre compositor fallecido en los años cincuenta. Una mujer imponente, alta, de pelo oscuro y personalidad encantadora. Era catalana-rusa, se llamaba Lina Codina. Nos habíamos visto un par de veces antes de la víspera de nuestra partida, cuando se apareció en la casa con tres paquetes voluminosos forrados en papel de embalaje. Mi tío nos invitó a mi hermana y a mí a la conversación; ambos nos pidieron que le hiciéramos el favor de llevar a los hijos de Lina aquellas pertenencias de Prokofiev que ella quería sacar de la Unión Soviética para mantenerlas a salvo. Como teníamos pasaporte diplomático por ser hijas del embajador de Venezuela en Estados Unidos, nuestro equipaje no sería revisado por ninguna autoridad de acuerdo con los postulados de la Convención de Viena. De manera que no había problema en trasladar aquel legado hasta Londres donde sería recibido por Oleg y Sviatoslav Prokofiev. Así lo hicimos. Aquello fue algo que para unas jóvenes de diecinueve y dieciocho años adquirió una dimensión casi heroica por las circunstancias y la importancia de las personalidades involucradas.

Hace un año caminaba por la calle Bárbara de Braganza del barrio Justicia en Madrid cuando me topé con una plaquita en el número 3 donde decía que en ese lugar había nacido Carolina Codina Nemýsskaya, Lina, la viuda de Prokofiev. Tenía olvidado aquel viejo episodio de nuestra contribución a la causa de la libertad y el hallazgo me encendió la curiosidad por saber más sobre ella. Resulta que Lina fue una cantante lírica que sacrificó su carrera por amor al compositor que conoció en 1918, y con quien vivió una accidentada relación. Supe, además, que estuvo veinte años condenada en un gulag en Siberia acusada por Stalin de espionaje –al parecer justificado– por su afición de frecuentar embajadas extranjeras. Luego, cuando tomó el mando del país Nikita Kruschev, fue absuelta de cargos y en 1974 se le concedió pasaporte y viajó a Londres donde creó la fundación para preservar el legado de su marido. Allá moriría en 1987.

Cuando nosotras sacamos aquellos paquetes de Moscú ayudamos a que la salida final de Lina de la URSS fuera más liviana y completa.  Pero aún no lo sabíamos.

[Texto generado en el “Taller de literatura autobiográfica” coordinado por Ricardo Ramírez Requena.]


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