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En 1994, cuando no podíamos siquiera imaginar la tragedia que se nos vendría encima, los venezolanos podíamos participar en las mejores reuniones académicas y codearnos con los especialistas más famosos del mundo. Fue así como, en verano de ese año, pude asistir al X Congreso de la FIEC (Federación Internacional de Estudios Clásicos) que se celebró en Quebec, en el campus de la Universidad Laval, que después me acogería otras veces como investigador invitado. En ese congreso pude conocer también a Carlos Lévy, reputado latinista de la Sorbona, que aún saboreaba las mieles del éxito de su Cicero academicus (École Française de Rome, 1992), un estudio que probaba que la mayor influencia sobre Cicerón la había ejercido la filosofía platónica y no la estoica, contra lo que se había pensado. Carlos Lévy había estado en Caracas y guardaba magníficos recuerdos de Venezuela. A Lévy pude encontrarlo otras veces en París, donde me acogió generosamente en su grupo de investigación. Yo en cambio nunca pude invitarlo a volver a Venezuela, cosa que él deseaba. También tuve la oportunidad de reencontrarme con mi amiga Elina Miranda, helenista mayor y entonces vicepresidenta de la Academia Cubana de la Lengua, a quien sí pude recibir después en Mérida. Recuerdo también haber podido escuchar a Malcolm Schofield, clasicista de la Universidad de Cambridge, sin imaginar que sus trabajos serían decisivos para mi tesis doctoral cinco años después. Ese Congreso fue importante para los clasicistas hispanos porque allí se aprobó que el idioma español fuera aceptado como lengua oficial de la FIEC, de modo que, aun cuando hubiésemos preparado nuestras ponencias en inglés o en francés, todos decidimos orgullosamente leer en nuestra lengua, así no nos entendiera nadie.
En cambio, a quien todos queríamos escuchar y conocer era al más importante de los helenistas hispanos, que había formado generaciones de filólogos clásicos, cuya obra habíamos leído y consultado desde nuestras clases de pregrado, sin duda una leyenda viva. Ése, pues, era el consenso general: todos habíamos crecido y sido formados en el amor a los clásicos a la sombra de sus libros. A Francisco Rodríguez Adrados pudimos escucharlo en una magistral conferencia, aunque, como la memoria es traviesa, el recuerdo más vivo que conservo de esa primera vez fue cuando él moderó una mesa de trabajo con filólogos alemanes, y los alemanes (¡los alemanes!) quisieron saltarse el tiempo reglamentario. Entonces don Francisco se impuso para hacer respetar las normas. Todavía recuerdo la tremenda discusión entre el moderador y los ponentes, en alemán, desde luego.
Claro que no sería la única vez que vi al maestro. En 1997 viajé a Granada a realizar mis estudios doctorales bajo la dirección de Jesús Lens Tuero, discípulo directo de Rodríguez Adrados. Entonces me gustaba pensar que de alguna forma yo debía ser una especie de “nieto intelectual” del maestro. Después, de tanto vernos en reuniones y congresos, pasé ya a convertirme en “ese muchacho venezolano que está haciendo la tesis en Granada”. Para mí era suficiente. Tenía el trato seco y duro de los castellanos viejos, que sin embargo escondía una gran generosidad hacia los que compartíamos su amor por los antiguos griegos y, sobre todo, un inagotable entusiasmo por los estudios clásicos. No es de extrañar que, al terminar mi tesis, todos esperaran que yo pidiera que Francisco Rodríguez Adrados presidiera el jurado de la defensa. Yo en cambio preferí, para sorpresa de muchos, que lo hiciera otro gran maestro, un querido amigo que me había estimulado desde los tiempos de mis primeros escritos, Carlos García Gual. En todo caso don Carlos, otro nombre principalísimo de los estudios helénicos, miembro como él de la Real Academia de la Lengua, también había sido discípulo de Rodríguez Adrados.
Recorrer la larga lista de los estudios y traducciones de uno de los principales protagonistas de los estudios helénicos en lengua española sería tedioso y superfluo (para eso están Google y Wikipedia). Solo decir que su traducción de los líricos arcaicos ganó el Premio Nacional de Traducción en 1981 y sus traducciones de las comedias de Aristófanes y de la Historia de la Guerra del Peloponeso de Tucídides, autores difíciles donde los haya, son canónicas. Rodríguez Adrados supo también que su labor de helenista no debía quedarse entre las paredes de una biblioteca. Por eso fue editor de la prestigiosa revista Emerita, al tiempo que impulsaba lo que sería su mayor proyecto, el Diccionario Griego-Español (DGE), que dejó inconcluso. Como fundador de la Sociedad Española de Estudios Clásicos (SEEC) promovió actividades que promocionaban el conocimiento de los antiguos, a la vez que defendió vehementemente, contra las recurrentes pretensiones de los gobiernos, el aprendizaje del griego y del latín en la educación secundaria, una pelea que perdimos hace tiempo en Venezuela, si es que alguien la peleó.
De sus estudios sobre indoeuropeo, lingüística y filología clásica y sánscrito, publicados en más de cuarenta títulos, solo diré que supo combinar la audacia de sus tesis con el rigor científico y filológico. Algunos de sus planteamientos son pioneros incluso con respecto a lo que entonces se estaba haciendo en las grandes universidades europeas. Mejor me referiré a cuatro de sus libros que más han marcado mi forma de concebir la lengua y la cultura griegas. En Fiesta, comedia y tragedia (Barcelona, 1972) nos muestra el teatro ateniense como un rito social, un fenómeno religioso que se desarrolla en el seno de la polis política, contextualizándolo y superando consideraciones meramente literarias. En los Orígenes de la lírica griega (Madrid, 1976) señala el origen popular de las formas de la poesía lírica (a partir de los cantos de boda, canciones de cuna, canciones eróticas, cantos fúnebres…), muy a tono con las innovadoras investigaciones antropológicas que entonces se hacían en la Escuela de París. En Democracia y literatura en la Atenas clásica (Madrid, 1997) hace una lectura política de los géneros y formas literarias surgidas a la sombra de la democracia ateniense, y muestra cómo las condiciones políticas y sociales de la democracia influyeron en su desarrollo.
Sin embargo, el estudio que quizás más influyó en mí, al punto de convertirlo en libro de texto cuando dictaba esa asignatura en la Universidad, fue su Historia de la lengua griega (Madrid, 2000). Allí Rodríguez Adrados, además de desarrollar eficazmente una tipología de las formas dialectales a partir de la lengua literaria, propone dos tesis audaces como irrebatibles: 1) la lengua griega es una sola, desde Homero hasta nuestros días. No es posible diferenciar lingüísticamente el griego antiguo del moderno. Todo forma parte de un mismo proceso, con las variantes y adiciones normales en el desarrollo histórico de toda lengua. En ese sentido, el griego, con tres mil años de antigüedad, es, junto al chino, una de las dos lenguas vivas más antiguas del mundo. El griego, por tanto y sobre todo, no es una lengua muerta. Y 2) independientemente de que en la actualidad sea la lengua materna de quince millones de griegos, los hablantes de las lenguas europeas modernas de alguna manera seguimos hablando griego. Esta pervivencia se verifica a) a través de las numerosas palabras usamos bien como cultismos, bien en nuestra habla cotidiana (“semáforo”, “teléfono”, “música”), y b) de una manera, digamos, subrepticia, a través de estructuras lingüísticas heredadas.
El día que murió, muchos colegas y exalumnos me escribieron expresando su pesar. “Pensábamos que era inmortal”, me dijeron. Tenían razón. Como la lengua de aquellos viejos poetas, en cierta forma él también lo es.
Mariano Nava Contreras
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