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El director estadounidense Orson Welles exploró las posibilidades de los juegos dramáticos de realidad y ficción en filmes como "F for fake". Credit Netflix

Todo es falso (incluso el título de este artículo)

por Jorge Carrión

08/11/2018

“Dani Zutano es un nombre sin pasajero, una máscara al alcance de cualquiera”, leemos en la primera línea de Nadia, la nueva novela del escritor español Robert Juan-Cantavella, quien —a través de un personaje testigo que proviene de los bajos fondos de la realidad— explora con humor la convergencia del arte y del activismo político en Europa desde la Internacional Situacionista hasta nuestros días. Y leemos cinco líneas más adelante, en el cierre de ese párrafo inicial: “Nadie se llama así como nadie se vuelve si gritas Fulano o Mengano, son solo lámparas de luz negra, trampas de humo”.

La luz negra se titula precisamente la segunda y también irónica novela de la escritora argentina María Gainza, una ficción —atravesada por la historia de la cultura argentina de la segunda mitad del siglo XX— en que una narradora vaporosa persigue a una magnética artista de los años setenta, la Negra, que pintaba cuadros de Mariette Lydis, imitando el estilo a la perfección, y que es calificada por la voz narrativa como “una falsificadora original”.

“De tener la frase algún sentido, podría hablarse de una historia basada en hechos reales”, afirma Juan-Cantavella en la “Nota de autor” con que se cierra el volumen. “En realidad ahí afuera no hay nada de eso: la vida es una antiforma, un estúpido suceso tras otro y casi ninguna relación entre sus partes”, escribe Gainza. Y concluye: “El paranoico es el último romántico”. En ambos casos, la realidad es el punto de partida, pero no el de llegada. Los referentes artísticos se empantanan en sendas tramas detectivescas y criminales. En ninguna página sabes dónde empieza la ficción, ni dónde acaba.

En Nadia, la Oficina de Medidas Insólitas, el Comité Invisible o The Yes Men conviven con frenólogos y cirujanos del alma. En La luz negra, el Hotel Melancólico es la cruz de una moneda cuya cara muestra a la Fundación Torcuato di Tella. Todo es (casi) real. Aunque sean propuestas literarias muy distintas, son afines en su forma antiformal.

Ambos libros comparten la mesa de novedades en librerías con el nuevo ensayo del historiador del arte José Luis Marzo, La competencia de lo falso. Una historia del fake, en cuyo prólogo se dibujan las líneas maestras del contexto histórico en que esas dos novelas van a ser leídas: desde Silvio Berlusconi en los años ochenta hasta Trump o Bolsonaro hoy mismo, se ha ido imponiendo un discurso público y mediático en que se buscan “los efectos de la autenticidad, sinceridad y proximidad”, eclipsando “las supuestas virtudes de la objetividad crítica”, en “lo que ha venido a llamarse la era de la posverdad, en la que cuentan más los afectos y efectos derivados del enunciado que la verdad que transmite, todo ello sujeto a un nuevo orden comunicacional en apariencia desjerarquizado”.

Mientras que las empresas de infoxicación y los gabinetes políticos se han convertido en máquinas de emitir ficción con máscara factual, algunos escritores, cineastas y artistas de nuestros días se empeñan en diseñar narrativas que, aunque estén inspiradas por la realidad o sean directamente documentales, no ocultan su sofisticación, su complejidad. En lugar de simular ser sinceras y próximas, sus narrativas son alambicadas, autoconscientes, neobarrocas. En una época en que el fake o la mentira es el pan nuestro de cada día, una parte del arte más interesante que se produce asume la máscara, el carnaval, desde el minuto uno: el lenguaje no es comunicación ni emoción, es instrumento y es problema.

Junto a las obras más recientes de Juan-Cantavella y de Gainza encontramos en esa frecuencia de onda otras novelas recientes como El artista más grande del mundo, de Juan José Becerra, o El hombre de la mirada de piedra, de Óscar Gual; pero también proyectos de otros ámbitos artísticos, como las autoficciones fotográficas de Joan Fontcuberta o los artefactos tuiteros de Manuel Bartual.

Aunque la red sea seguramente la forma paradigmática de nuestra época, en esos artefactos encontramos en filigrana una red en 3D. En cada nodo hay una muñeca rusa. La convergencia de la maraña y la matrioska se constata en cartografías rizomáticas, llenas de digresiones, de líneas de fuga, de historias reales, en que la cronología del arte contemporáneo más transgresor se confunde con la del delito, en escenarios fluidos, confusos, huidizos. Y honestos. En la era de los memes y de las noticias falsas que se diseñan para influir a través de la mentira supuestamente desnuda de artificio, para que parezca verdad, esos artefactos subrayan sus capas de maquillaje, sus desvíos, sus cambios de tono o de lenguaje. No quieren engañar a nadie. Pero coinciden en señalar al rey, que está desnudo.

A menudo se dice que el Quijote lo inventó todo. Y es casi cierto. En la obra maestra de Cervantes, antiformal y mestiza como la vida misma, encontramos todo tipo de materiales, estrategias y géneros narrativos. Lo que no podemos encontrar en ella es lo que no existía en la época, al menos en su sentido moderno: ensayo y periodismo. Por eso hay que acudir a un modelo más reciente para entender esos proyectos híbridos: en la estructura de F for Fake, de Orson Welles, ya coinciden la red y la matrioska, para moldear una seductora historia de falsificadores (rodada en 1973).

Pero desde el principio, Welles —con disfraz de mago— nos advierte que durante la próxima hora “todo lo que escucharán es verdadero”. Tras el cuento del final sobre los cuadros que pintó Picasso después de un encuentro sexual intenso con la hija de un falsificador de Picassos, el narrador nos recuerda que eso se ha contado después de que pasaran los sesenta minutos iniciales de la película. Que no hay trampa ni cartón. Y en efecto: no hay falsedad en F de Fake, como no la hay en la mayoría de las obras que han abordado ese tema. Tampoco fue falsa la versión radiofónica que hizo Welles de La guerra de los mundos: desde el principio quedó claro que se trataba de una adaptación de la obra de H. G. Wells.

Sin embargo, esa historia se cuenta en F for Fake como si hubiera sido realmente falsa: Welles alimenta el mito de que millones de personas creyeron que los marcianos estaban invadiendo el país, cuando lo que realmente ocurrió es que algunos miles dudaron de si no lo estaban haciendo los aviones nazis.

En eso pienso ahora, 30 de octubre, mientras veo en el Teatre Romea de Barcelona una lectura dramatizada de La guerra de los mundos, en el octogésimo aniversario de la emisión. En nuestros días el miedo se difunde por las redes sociales en forma de memes posverídicos. En 1938 el miedo todavía se comunicaba de manera oral, como ha hecho el ser humano desde la primera hoguera.

Al final de su obra, Welles revela que se trata, más que de un relato de ciencia ficción, de un cuento de terror pensado para Halloween. No en vano el gran mago sin red y con matrioskas fue también un gran maestro del arte del desvío.

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Este texto fue publicado originalmente en The New York Time en español.


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