Réquiem por las comedias románticas

por Wesley Morris

02/07/2019

Captura de la comedia romántica When Harry met Sally (MGM, 1989) | IMDB

Tengo algo que confesar: extraño a Katherine Heigl. A finales de la primera década de este siglo, Heigl pasó cinco años actuando en comedias románticas, o en lo que quedaba del género cuando ella llegó. Dio una pelea honorable.

Verla soportar las burlas de los hombres infantiloides de Knocked Up (Ligeramente embarazada), al troglodita de Gerard Butler en The Ugly Truth (La cruda realidad) o el montaje de vestidos de dama de honor en 27 dresses (27 bodas) era atestiguar un ataque del género a una de sus más disciplinadas feligresas.

Heigl no tuvo oportunidad de mostrar el brillo, la dureza ni la idiosincrasia de sus antecesoras en la comedia romántica. A ella se le concedieron muy pocos momentos de ingenio o perspicacia.  Más bien fue necia, dura, provechosamente empleada y —como la mayoría de actrices en estas películas para entonces—desalmada de manera contraproducente, tolerante de cualquier pareja a la que la trama la obligara. Su trayectoria como estrella de comedias románticas fue una hazaña más de supervivencia que un motivo de homenaje. Pero mientras Heigl anduvo por ahí, hubo comedias románticas, y eso ya es algo.

Ahora ambas han desaparecido y nos conformamos con sucedáneos, señuelos y espejismos: cosas que parecen comedias románticas pero que en realidad son telenovelas efervescentes (Locamente millonarios), películas adolescentes (A todos los chicos de los que me enamoré), dramas chistosos (Eres lo peor), Tinder televisivo (De cita en cita) o deportes (The Bachelor).

La mitad del tiempo, eso que se etiqueta como “comedia romántica” es cualquier cosa en donde aparecen mujeres comunes (Cuando ellas quieren es un ensamble de comedia de lujo; Mamma Mía! Una y otra vez es igual pero con canciones de ABBA).

Las comedias románticas de verdad se han esfumado por completo. En 2009, siete de los cincuenta filmes que más recaudaron en Norteamérica eran algún tipo de comedia romántica. El año pasado prácticamente ninguna lo fue. Este año, hasta ahora, lo más cercano a una comedia romántica es una sátira que requiere que Rebel Wilson se imagine que está en una comedia romántica mientras está en coma.

Los convencionalismos de la comedia romántica ahora se consideran tan absurdos y extraños que una comedia tradicional se burla de cuán ridículo sería existir en el universo de una comedia romántica.

Sería muy fácil ver la desaparición del género como una forma de justicia.  ¿No se merecen las mujeres en las películas un destino mejor que el de andar preguntándose si van a conocer a un tipo? ¿No deberían estar dirigiendo países, curando enfermedades, lanzando láseres de sus guantes y usando sus patadas voladoras para lanzar a los bribones desde el balcón de algún casino?

Además: ¿cómo es que un género tan antiguo sigue sin incluir a casi nadie que no sea blanco, adinerado y heterosexual? En el peor de los casos, estas películas podían ser dolorosamente predecibles, cursis y retrógradas en su perspectiva de género y tan irreales en cuanto al amor que a menudo se les acusaba de envenenar el romance de la vida real. (Ya en 2008 un estudio en Escocia concluyó que verlas podía crear expectativas irreales respecto a la vida amorosa). En buena hora, podrías decir. ¡Que disfrutes tu lugar en la antigüedad! Me saludas a las películas de vaqueros.

Carezco de una réplica seria a cualesquiera de estas objeciones. La mayoría de ellas es verdadera. Soy un hombre gay, negro, soltero y un inesperado defensor de la comedia romántica estadounidense, ¿qué podrían ofrecerme estas películas?

Sin embargo, heme aquí, en un estado apanicado de reflexión: ¿quiénes somos sin estas películas? Las comedias románticas son el único género comprometido con permitirles a las personas comunes y corrientes —sin capas, sin naves espaciales ni secuelas infinitas— indagar cómo tratar de manera significativa a otro ser humano. Son las películas menos arriesgadas que tenemos, pero también representan los más altos estándares para nosotros. Son películas que predican la mejora de la comunicación, la decodificación de los extraños y el ejercicio de más grados de honestidad de los que creí que podían existir: gentil, cruel, tosca, esclarecedora, demasiada información, estratégica, retardada, clínica, sexual, de moda. Lo que hacen es tomar nuestro apetito primitivo de conectar con los demás y dotarlo de historia. En su mejor versión, son capaces de mucho más: te hacen creer en el poder de la comunión.

A lo largo de la historia del cine, este oficio estuvo empeñado en encontrarles lo chistoso a la soledad, la curiosidad, la atracción, la intimidad, el conflicto y el reencuentro. Así que puede que sea el peso ligero de los géneros cinematográficos, pero también es uno de los más importantes. Es una cinematografía que explora la maravilla básica y humana de conectar con una persona que no eres tú. Y henos aquí, bailando sobre su tumba.

Llegué hasta aquí llamando a estas películas como nadie lo hace ahora. Ahora son rom-coms (el acrónimo en inglés de comedia romántica), una jerga antigua de la industria que remplazó tanto a la comedia como al romance. Pero una comedia romántica pura de Hollywood depende de ambas, al menos según yo. Proviene de una larga tradición literaria que va de Shakespeare a Jane Austen: reunir a dos personas y conspirar —con gracia e ingenio— para que se junten. Una parte del gozo viene del modo en que ambas tal vez empiezan como adversarias y terminan en los brazos de la otra. Los extraños intiman. Los distanciados se reconocen. Dos personas son, de manera crucial, actoras iguales en esta narrativa. El universo de la película gira por completo en torno a ellas.

Una estructura ideal es la del “puente levadizo”. La palabra se usa de manera más obvia para los melodramas románticos en los que la geografía o el tiempo separa a dos amantes. Me estoy robando la acepción del crítico de The New Yorker David Denby, quien la usó para describir el modo en que Jude Law y Nicole Kidman se encuentran en medio del terreno brutal de Regreso a Cold Mountain. Pero el puente levadizo también es perfecto para los más puros objetivos de la comedia romántica: presenta dos mitades iguales que descienden hasta encontrarse —al ceder, revelar sus vulnerabilidades, sucumbir al magnetismo— hasta que ambas partes se encuentran a medio camino, listas para profundizar juntas en algo más,  en algo que la audiencia no tendrá oportunidad de ver.

Crecí durante dos grandes eras de comedias románticas. Primero estuvo el estilo más antiguo, más estridente y más salvaje de los años treinta y cuarenta erigido sobre estrellas en la cúspide de sus poderes: Spencer Tracy vociferándole a Katharine Hepburn, Katharine Hepburn gritándole a Cary Grant, Cary Grant desgañitándose con Rosalind Russell, Rosalind Russel con gestos que volvían innecesario levantar la voz. Ellos imaginaban una cierta paridad de los sexos. El esquema radical, en los años cuarenta, era equilibrar la historia entre un hombre y una mujer al hacer que esa mujer fuera formidable y vivaz y destacable, de un modo en que no lo serían las heroínas de las comedias románticas del futuro y por lo que se les criticaría. Muchos trataban esta búsqueda de paridad como un concurso por la soberanía, tanto en la relación como en la trama. Estaban llenas de competencia y astucia y batallas verbales entre los sexos. A veces los hombres en los filmes eran un poquito desafortunados y torpes como Henry Fonda en Las tres noches de Eva de Preston Sturges, que cae literalmente en las redes de mujeres como Barbara Stanwyck.

El sexo rara vez estaba lejos de la superficie, pero en los años cincuenta y sesenta empezó a insinuarse de verdad: las estrellas parecían estar hechas de todo el sexo del mundo (las Marilyns y las Jane Russells) o de nada de sexo (Doris Day, la gran virgen del cine, defendiéndose del pelo y los dientes y el tamaño de Rock Hudson).  Y si todo eso luce ahora feo para la comedia romántica, los años setenta casi fueron peores.  Algunas películas pudieron haber sido mejores —¿Qué me pasa, doctor? (What’s Up, Doc?), ShampooAnnie Hall o Dos extraños amantesComenzar de nuevo (Starting Over)— pero su enfoque de las relaciones era ridículo. Los personajes parecen haberse amargado el uno con el otro y con las historias de amor. No fue sino hasta que las películas se expandieron a los éxitos de taquilla que la comedia romántica convencional volvió a surgir, trasplantada en la Guerra de las galaxias y en Superman y, algunos años más tarde, embutida en las películas de Indiana Jones y Cazafantasmas. Y la antigua trama sobre la batalla de los sexos volvió en dos fantasías de aventuras que Michael Douglas y Kathleen Turner protagonizaron en la primera mitad de los años ochenta (La joya del Nilo y Tras la esmeralda perdida).

Este es el otro periodo en el que crecí, una pátina moderna en el estilo clásico: Holly Hunter aventajando a William Hurt, Susan Sarandon enredándole la lengua a Kevin Costner, Goldie Hawn poniéndose al tú por tú con Burt Reynolds o Kurt Russell. El romance cedía a la fiebre corporativa de los años ochenta y se obsesionaba con el trabajo y la oficina: en Tootsie y Baby, tú vales mucho o ¿Quién llamó a la cigüena? (Baby boom), El secreto de mi éxito (The Secret of My Success) y Secretaria ejecutiva o Armas de mujer (Working Girl). Ya no solo se apostaba a estar acompañado: el romance era, en parte, con la oficina y lo que significaba ser una mujer que trabajaba en una oficina. En 1988, dos de las cinco películas nominadas a mejor película en los Oscar eran comedias románticas:  Al filo de la noticia (Broadcast News) y Hechizo de luna (Moonstruck). Puede argumentarse que también lo fueron en 1989: Secretaria ejecutiva y El turista accidental Un tropiezo llamado amor (The Accidental Tourist).

Después, a finales de la década, llegó una película que restauró el género a su más pura esencia, un filme más inteligente, más esencial que empleó la estructura del puente levadizo como un discreto acto de feminismo y presentó a una pareja en potencia en donde ambos están legítimamente empleados pero cuyos lugares de trabajo jamás vemos. Cuando Harry conoció a Sally se estrenó el verano de 1989 y fue como el alunizaje. No por la cantidad de dinero que recaudó sino porque —tal como la escribió Nora Ephron y la dirigió Rob Reiner— formalizó el género con una tesis.

En su último día en la universidad, en 1977, Sally Albright (Meg Ryan) acepta llevar en su auto al novio de una amiga, Harry Burns (Billy Crystal) desde Chicago hasta Nueva York. El viaje en sí mismo —15 minutos divertidísimos— habrían hecho una sola película. Él es crudo y libidinoso y coquetea con ella, lo que a ella le parece inconcebible (“¡Amanda es mi amiga!”). Discuten sobre el final de Casablanca. Ella insiste en que sean amigos. Él responde, para confusión de ella, que la amistad es imposible: ningún hombre podría coexistir de forma platónica con una mujer porque preferiría estar follando con ella. A su llegada a Nueva York, ella extiende el brazo para un apretón de manos: “Fue interesante”. Después de eso, la verdad es que podían haber presentado los créditos, pero la película salta cinco años en el futuro para un segundo encuentro, y cinco más para un tercero. Vemos a dos adversarios que maduran, se empiezan a caer bien y luego se acostumbran el uno al otro. Cada uno tiene su propia vida y perspectiva; la composición molecular de la película es distinta cuando están juntos que cuando están separados. No tienen que enamorarse, pero alguien debe ganar la discusión y resultan ser ambos: ella no puede tener sexo sin la amistad. Así que es un puente levadizo y un empate.

Ver esa película hoy es apreciar el tradicionalismo como una comedia romántica, una que podría ser la plantilla para una explosión a futuro. Estas películas saben que son mejores al estar en manos de las estrellas: que la diversión es, por decir, la química que existe entre Richard Gere y Julia Roberts o ese modo que tienen Drew Barrymore y Adam Sandler de sacar lo mejor el uno del otro. La gente que hizo Cuando Harry conoció a Sally sabía que Meg Ryan era una estrella, una diversa disposición de desconcierto, sorpresa, maravilla, seguridad en sí misma y exageración. Su orgasmo fingido en la cafetería Katz’s está ahí en el Olimpo, con la paliza que recibe Sonny en el peaje y la carriola de bebé que cae por la escalera en Los intocables: es esa escena que siempre es más perfecta de lo que recuerdas.

Dólar por dólar, puede que Meg Ryan quede detrás de Roberts como la mayor estrella del segundo auge de las comedias románticas. Pero nadie simboliza mejor que Ryan los peligros de estas películas. Rodó otras siete, tres de ellas con Tom Hanks, y se enamoró en la pantalla más que casi cualquiera de sus colegas. Pero entre más tiempo apareció Ryan (y Roberts y luego Sandra Bullock y después Drew Barrymore) en las comedias románticas —y entre más tiempo las comedias románticas siguieron reacomodando los mismos tropos de distintas formas— más empezaron sus personajes a oler el gato encerrado. Doce años de estas películas dejaron a la Ryan de ficción amargamente soltera hasta su llegada a Kate y Leopold (2001), como una brusca bebedora de vino que sentencia: “Tal vez todo este asunto del amor es una versión adulta de Santa Clos, solo un mito que nos han contado desde la infancia. Así que seguimos comprando revistas y uniéndonos a clubes y yendo a terapia y viendo películas con secuencias al ritmo de éxitos de pop en un patético intento de explicar por qué nuestro Papá Noel del amor sigue atorado en la chimenea”. La reina de las comedias románticas ahora las desdeña.

Pero la película tenía un plan. El ex de Ryan había encontrado una suerte de portal espacio-tiempo (ya sé, ya sé) y sin querer había traído a un aristócrata de 1876. El aristócrata (un por entonces muy novedoso Hugh Jackman) vive en el departamento del ex, e intenta averiguar cómo funciona la tostadora. Antes de volver a su época, sin embargo, tiene la intención de devolverle la fe en el amor a Ryan. Ella busca un ascenso en una gran compañía de investigación de mercados en Nueva York y aguanta a un jefe muy desagradable. Es demasiado, así que allá va Meg Ryan y se sube a otro tipo de puente para dar otro salto: fuera del puente y al portal, ¡para irse a vivir a 1876!

Como que tenía sentido. El presente no parecía superbueno. Ryan lucía agotada por el género que la hizo una estrella debido más o menos a las mismas razones por las que las mujeres de la vida real estaban exasperadas con el romance moderno. Todos los hombres que valían la pena estaban comprometidos, eran homosexuales o del siglo XIX.

Y qué pena, porque la noche en que saltó al siglo XIX, casi seguro que Carrie, Samantha, Miranda y Charlotte andan por ahí de copas, tal vez a medio kilómetro de distancia. Ella podía haber ido a quejarse con ellas.Sexo y la ciudad (Sex and the city), que duró de 1998 a 2004, recuperó el glamur que quedaba de la comedia romántica clásica de Hollywood. El programa triunfó con la premisa de que era más divertido e interesante buscar a alguien digno de tu puente levadizo que andar bajando tu puente. Era un programa sobre la vida de soltera que conversaba mucho con preocupaciones relacionadas: sexo, amor, trabajo, higiene, etiqueta, decoro. Todos temas en los que el personaje promedio de Ryan era experta. Pero la prioridad de Sexo y la ciudad era la amistad entre mujeres. Y fue uno de muy pocos productos culturales que marcaron un gran cambio en la representación de hombres y mujeres en busca del amor: ya no andaban buscando juntos.

El puente levadizo dio lugar a vestuarios separados. En la pantalla, las mujeres estaban haciendo más por su cuenta, en lo que muchos llamaron con desprecio películas de chicas o chick flicks. Los hombres hicieron lo mismo en lo que llamamos bromances. En un programa como Sexo y la ciudad, los hombres heterosexuales no son realmente pares sociales de las mujeres (sus amigos varones son gays) ni intereses con igualdad en la trama: son objetos distantes para disecar, clasificar, descifrar y con los que experimentar.  (Otros romances en realidad eran sobre la chica; el tipo del que se enamoraba era solo un símbolo de una pareja deseable, un hombre fácil como la novia trofeo y genérica que los protagonistas varones siempre consiguen al final de las comedias).

Del otro lado, en el baño de caballeros, estaban las películas de amigos como Los rompebodas o Los cazanovias Los declaro marido y Larry,¿Qué pasó ayer? y las comedias de Judd Apatow, como Ligeramente embarazada y su gloriosa Virgen a los 40. Estas películas se parecen un poquito a las comedias románticas, pero existen casi por completo en un mundo masculino que desconfía de las mujeres: o son muy tramposas o son criticonas o molestan, buenas para madurar pero demasiado maduras para divertirse. De pronto, las relaciones homosociales parecían preferibles a las heterosexuales.

Para las mujeres, claramente, todo ese asunto del puente levadizo estaba cada vez más pasado de moda. Había fieles, como Nancy Meyers, que todavía le tenían fe, pero las películas como Cuando menos te los esperas o Alguien tiene que ceder Enamorándome de mi exeran sobre hombres y mujeres mayores que estaban redescubriendo el romance. Las estrellas más jóvenes ya no hacían comedias románticas; cada vez más hacían películas de acción. Más o menos al mismo tiempo que terminó de emitirse Sexo y la ciudad, Angelina Jolie y Brad Pitt hicieron Sr. y Sra. Smith como una pareja de mercenarios que intentaban matarse el uno al otro. En la cúspide de su estrellato, Jolie jamás hizo una comedia romántica. Protagonizar una requiere de aceptar que el amor está fuera de tus manos, y el placer de la experiencia Angelina Jolie era que muy poco estaba fuera de sus manos. Ella tenía más sentido en medio de un aumento de éxitos de taquilla protagonizados por mujeres que les disparaban a los hombres y los mataban, que buscaban venganza junto a ellos. En Notting Hill, el personaje estelar de Julia Roberts viaja a Londres para promover una película de acción/ciencia ficción/superheroínas llamada Helix. En su momento, recuerdo haber pensado: “¡Yo quisiera verla en esa película!”. Ahora parece que se estrena una Helix cada semana.

También tuvimos que calcular un cambio en los estándares. La comedia romántica cayó de lleno en la decadencia al mismo tiempo en que las críticas feministas repensaban todo el contenido dirigido a las mujeres —desde las revistas de moda hasta las películas— y se preguntaban por qué a las mujeres se les ofrecían papeles en los que su mayor logro era un hombre. En Soltero en casaTres son multitud, Mi novia Polly y Ligeramente embarazada los hombres resultaban ser prácticamente operaciones de rescate (olvídate del puente levadizo, necesitas un fideicomiso de rescate para desastres) y las mujeres alrededor de ellos resultaban ser salvadoras, espectadoras u obstáculos. Cuando eran algo más que eso parecían estar al borde de la locura (Cómo perder a un hombre en 10 días) o al borde de la maldad (La propuesta). La aceptación de la prueba Bechdel-Wallac, basada en el cómic de Alison Bechdel Unas lesbianas de cuidado, en la que se preguntaba si una película tiene al menos dos mujeres, que hablan la una con la otra, de un tema que no fuera un hombre, codificaba ese desequilibrio.

La prueba revela el estrecho interés de las películas estadounidenses en las mujeres, pero una vez que empezó a usarse con frecuencia hace una década, pareció condenar a todas las comedias románticas heterosexuales como apolíticas o subfeministas por defecto. Los hombres son de lo único que Sally y su mejor amiga Marie hablan. (Y las mujeres son lo único de lo que Harry y su mejor amigo Jess hablan). Al final parecía razonable conjeturar que si te importaba un personaje femenino tal vez era más satisfactorio verla resolver un crimen o luchar por un ascenso o ser una astronauta o Margaret Thatcher, cualquier cosa que no fuera tratar de encontrar un hombre.

En algún momento se volvió difícil siquiera concebir una trama de comedia romántica a la altura de nuestro momento. Estamos rodeados de películas que se acercan pero que se topan con obstáculos prácticos que los desvían en otra dirección. La gran enfermedad del amor requiere que el protagonista masculino haga el trabajo del puente levadizo, pero no así la mujer, que se la pasa casi toda la película en un coma; lo que lo hace adorable no es el cortejo, sino el trabajo adulto de ayudarles a sus padres a cuidarla (es a ellos a quienes tiene que conquistar). Y los personajes en La La La Land se conocen de manera linda pero idealizan tanto el trabajo que su relación se convierte también en un trabajo. Aquí, el final de comedia romántica es posible solo con el final truculento que precede el final real y pragmático, existe solo como un “hubiera”.

Imaginarse una trama de comedia romántica que funciona —una que no mande el mensaje equivocado ni se sienta demasiado irreal o anticuada— parece arriesgado. Pero me pregunto si no nos estamos engañando. Me pregunto si de hecho deseamos el riesgo.

A ver: también hay una explicación industrial perfectamente obvia para esto. Los principales estudios de Estados Unidos han estado lanzando menos películas y prácticamente no les dan prioridad a las películas para adultos de mediano rango y presupuesto modesto. Ahora que se extinguió ese punto medio, también se esfumaron la confianza y la paciencia para ese tipo de estrellato que no cosecha otra cosa que una cena y una película.

Aún así, es fácil sentir como que estamos inmersos en una gran reconsideración, una en la que el trabajo del aparejamiento tiene que esperar. Hay demasiado mejoramiento personal que hacer: correcciones, rebeliones, inclusiones, reimaginaciones, representaciones. Ya sabes lo que dicen: ¿cómo vas a amar a alguien si no eres capaz de amarte a ti mismo? Puede que esto sea lo que pasa en Russian Doll, la serie de Netflix en la que una ingeniera de software, blanca y grosera (la Harry) aprende que su destino está ligado —a través de un portal espacio-tiempo (¡ya sé!)— con el de un fastidioso yuppie negro y deprimido (su Sally). En otra versión de esta historia, esa conexión los empujaría a enamorarse; en este programa seriado son empujados en otra dirección: a resolver sus propios y oscuros problemas al encontrar un reconocimiento más básico y cuidar uno del otro como seres humanos. Russian Doll intuye cuán desconectados estamos ahora.

El año pasado estuve pensando en esta desconexión, cuando —en medio de las denuncias de abuso sexual en las que a los hombres se les acusó de todo tipo de cosas horribles, psicópatas y raras— llegó la noticia de un incidente que a la gente le pareció más rutinario. Eran un par de escenas entre una joven fotógrafa y un famoso comediante: una cita durante la cual —según lo que la joven le contó a una reportera— él fue sexualmente agresivo y ella se negó y trató de expresar su incomodidad y él insistió e insistió y básicamente se convirtió en Pepe Le Pew y al final ella se marchó a casa, molesta. Las otras historias de terror del Me Too (A mí también) podrían ser más difíciles de imaginar (¿Cuántas mujeres? ¿Qué hace el Mossad en esta historia?), pero he aquí una que de inmediato tenía sentido. La gente se volcó sobre los detalles que ella reportó: sobre la elección del vino de él y su prisa por marcharse del bar de mariscos al que habían ido, sobre el hecho de que él llamara un auto para que ella se fuera. Las mujeres reconocieron una situación en la que habían estado más veces de las que querían recordar. Los hombres absorbieron la furia y desearon nunca haber sido ese tipo.

Lo que más me impactó fueron los dos planetas culturales de los que esta gente parecía venir: ni Venus ni Marte, sino la comedia romántica y la pornografía. Se han investigado mucho los efectos que un suministro continuo de pornografía desde una edad temprana tiene en los hombres, cómo distorsiona nuestro buen juicio, paciencia, empatía e imaginación. Pero todavía no encuentro una exploración de lo que podríamos aprender de la comedia romántica, un género completo dedicado a personas que vienen a juntarse, en lugar de uno en el que es mejor que uno se venga solo.

Según el estereotipo, estas películas siempre fueron para mujeres, pero una parte de su valor seguro provenía del hecho de que tanto hombres como mujeres las veían, a menudo juntos, absorbiendo imágenes de cómo lucía comprometerse el uno con el otro.

Lo mejor del puente levadizo es que cualquiera puede terminar en uno. Tal vez estemos más listos para volver a él de lo que creemos. En los últimos años hemos convertido en éxitos historias de amor pesimistas como Luz de luna (Moonlight) y La La Land y Nace una estrella. Tal vez es ahí donde nos encontramos ahora: en un estado de ánimo pragmático, escéptico, listo para una tragedia romántica tal como estuvimos en los años setenta. Y aun así no pasa una semana sin que un sitio de internet, una revista o un programa de entretenimiento lance su confeti del canon sobre el aniversario de alguna comedia romántica u organice un reencuentro con sus estrellas. Pero ¿por qué seguimos volviendo a 1876 cuando las películas pueden ser más: más graciosas, más alocadas, más morenas, más gays? Cuando lo hagan deberían llamar a Katherine Heigl. Tal vez ella tampoco estaba harta de ellas.

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Este artículo fue publicado originalmente en The New York Times en español.


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