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Mi esposo, mi amante y yo

por Sherry Richert Belul

10/12/2018

Hay dos hombres en el patio, con mazos para construir un lugar de trabajo, un estudio. Uno de ellos es delgado, de cabello oscuro; el otro es más bajo y fornido, con el cabello canoso y al ras. Los escucho reír a través del ruido de la compresora de aire de la pistola de clavos. Están erigiendo los muros.

Iniciaron este trabajo hace más de un año. La mayoría de los propietarios ya estarían molestos ante el retraso. Yo no. Lo construyen gratuitamente y para mí.

Les llevo agua. A uno de ellos le doy un beso de buenas noches, pero al otro no. Uno ha sido mi novio durante diez años. El otro es mi esposo. De hecho mi marido y yo nos consideramos exesposos, pero no nos hemos divorciado. Nos seguimos amando, solo que no de un modo romántico. Hemos vivido juntos todos estos años bajo el mismo techo; no dormimos en la misma habitación.

Esto fue lo que sucedió: hace quince años, desperté una noche, lo moví para despertarlo y le dije: “Necesito que me des permiso de tener un amorío”.

Nuestro hijo, en aquel entonces de 2 años, acababa de dejar de dormir en la cama familiar. Mi esposo y yo estábamos solos de nuevo con un enorme hueco que debía estar ocupado por la pasión. Intentamos atender el problema con terapia psicológica, terapia sexual y con lencería. Yo necesitaba que hubiera coqueteo por debajo de la mesa, un beso descarado que te agarra desprevenido, con todo y lengua. Así que llegamos a un acuerdo.

“No quiero enterarme”, dijo. “No lo traigas a casa”.

Así fue durante muchos años. Me encontraba con hombres en hoteles y en sus casas en los suburbios.

Conocí a un chico en un bar en el distrito Mission de San Francisco, el lugar perfecto para reunirse antes de un acostón. El problema fue que me enamoré de él desde el momento en que me dio una gerbera roja. Me enamoré del pequeño espacio entre sus dientes. Toqué su mano fingiendo interés en el anillo que había hecho con el rayo de una bicicleta. Nos encantaba la misma música extraña.

Días después, bailó conmigo en el muelle de Berkeley; traía mis guantes en el bolsillo de su camisa, como si fueran un pañuelo. Hizo un conejo con un limpiavidrios y una toalla y me hizo reír con sus payasadas.

La tarde que decidí contarle a mi marido, la luz se colaba en nuestra cocina amarilla. Nuestro hijo estaba en su habitación con sus juguetes de Hogwarts.

“Esto no fue lo que acordamos”, dijo. Lo hablamos con calma. Uno de nosotros mencionó el divorcio. Otro preguntó: “¿Nos separamos?”. Luego todo quedó en silencio de nuevo.

Yo fui hija de un divorcio. Cuando llegué de la escuela, la casa estaba vacía. Mi madre trabajaba a una hora de distancia y solía llegar a casa hasta después de las seis.

Veía a mi padre los domingos, a veces. Nos llevaba a exhibiciones de autos o a comprar peces para nuestra pecera. Creo que jamás quiso hijos. No le interesaba hablarme de libros o de mi grupo de animadoras. En una ocasión, de broma, me lanzó de un barco y me dijo: “¡Así se aprende a nadar!”.

Mis hermanos eran rebeldes; se escapaban de casa para ir a fiestas en el bosque. Yo crecí prácticamente sola. Soñaba con tener una familia para viajar o bromear juntos en la cena.

Ahora la tenía. Habíamos construido ciudades de Lego, tocábamos música, cantábamos desafinados. Nos deteníamos a comer panqueques de carita feliz camino a San Diego para ver a mis suegros. Ocupábamos toda una fila en un avión y ahí creábamos nuestro propio mundo de botanas, caricaturas y sorpresas para nuestro hijo.

No podía imaginar despertar en casa sin él, tener que llevarlo a casa de su padre y no besar sus mejillas mientras duerme todas las noches.

Quería tener a mi familia. Y quería a mi novio.

Cuando sugerí que él y yo podíamos compartir la casa, mi marido estuvo de acuerdo. Me aferré a la idea como a un bote salvavidas.

Compramos otra cama y convertimos la oficina de mi esposo en una segunda habitación. No sabía si sería posible crear un nuevo tipo de familia, pero, como una hija que puso a prueba los límites estrictos de sus padres, quería descubrirlo.

Meses más tarde, dije: “Quiero presentárselo a nuestro hijo”.

“Si traes a alguien más”, respondió mi esposo, “tendremos que separarnos. No quiero conocerlo”.

Pasaron las semanas. Un día me dijo: “En Wild Side West. A las 5:30. El miércoles por la noche”.

No recuerdo si llegué a la cita con mi esposo o con mi novio. Lo que sí recuerdo es estar sentada en la cervecería al aire libre con la frente sudorosa.

Nos sentamos formando un triángulo; mi esposo tenía una postura rígida y mi novio estaba recargado hacia atrás como para darnos más espacio. Yo estaba sentada en un banco desvencijado. Bien podríamos haber estado en el despacho de un abogado redactando documentos.

El momento giraba en torno a un niño. El tema de conversación fue quiénes éramos para el niño. Qué función tendríamos en nuestra relación con él y entre nosotros. ¿Cómo podíamos confiar?

Cuando llegó, llevaba un radio viejo y algunas herramientas. Recordó que en una conversación hablamos de cómo le gustaba a mi hijo desarmar aparatos electrónicos.

Mi novio hizo malabares con dos desarmadores y una llave e hizo reír a mi hijo. Sonrió y le preguntó: “Oye, campeón, ¿quieres ayudarme a desarmar esta cosa?”.

Cuando esto comenzó, seguíamos viviendo en un apartamento grande en Mission; había espacio para tener privacidad cuando mi novio se quedaba a dormir. Al principio fue extraño, pero a medida que pasaron los años pasamos más tiempo como un cuarteto: cocinando y jugando juegos de mesa.

Dos veces al año viajábamos juntos a casa de mi madre en Ohio, junto con los padres de mi esposo. Pasábamos dos semanas en un frenesí de juegos de cartas, guerras de globos con agua y comidas prolongadas.

Luego nuestro arrendador decidió vender la propiedad y nos ofreció muchísimo dinero para entregar el departamento que rentábamos. En la mayoría de los lugares, ese dinero habría podido servir para comprarnos una casa. En la zona de la bahía de San Francisco, no alcanzaba ni siquiera para el enganche. Solo podíamos costear un lugar que medía la mitad de nuestro apartamento. No habría espacio para oficinas ni para la mayor parte de nuestros muebles ni para mi novio.

En la casa nueva, mi novio construyó una plataforma para que yo pudiera guardar el colchón debajo de una oficina elevada, pero nunca me pareció lo correcto. No era sexi dormir con él debajo de una mesa elevada con pilas de documentos y el brillo del protector de pantalla de la computadora.

Un día, mientras estábamos acostados en la cama oculta con el enredo de cables encima, me preguntó: “¿Qué te parece si te construimos un estudio?”. Le respondí que no tenía dinero. “Podríamos recolectar el material necesario”, me aseguró. “Si empezamos por construir los cimientos, es probable que tome forma aún sin tener claro cómo podría resultar”.

Cuando comenzó a excavar, el patio era un tiradero de tierra, botellas rotas y metal oxidado. Con paciencia, empezó a limpiar todo. Un día, mi esposo le prestó unos guantes de trabajo y se unió al proyecto. Cuando se nos acabó el material recolectado, mi esposo, muy generosamente, compró suministros.

Pasaron varios meses de trabajo  dominical al ritmo sincronizado de los martillos, la música y las risas mientras construían la estructura. Mi esposo me enseñó a utilizar la pistola de clavos. Mi novio tomó fotografías mientras yo colocaba el pánel color verde aguacate. Hay un autorretrato de los tres haciendo muecas detrás de nuestras máscaras antipolvo, cubiertas de manchas y fibras de vidrio, tomada el día en que colocamos el aislante en los muros.

Esos dos hombres habían instalado con esmerado trabajo los páneles de tablarroca al estirar sus brazos largos hacia el techo una y otra vez. Antes de colocar la última pieza, escondí monedas de oro de un dólar cerca de los tachones y aquella fotografía de tres personas relacionadas de una manera que todavía es imposible describir.

El estudio quedó con un hermoso y grueso travesaño en el techo. Una vez que entras al estudio y admiras la luz dorada y los pisos de roble cálidos, ese travesaño expuesto llama la atención. Es la línea que atraviesa todo y me recuerda el amor por nuestro hijo.

Queríamos que este niño creciera en un hogar feliz. Ese travesaño tiene la fuerza suficiente para convencernos de aferrarnos a esa idea. Es como un sueño que he tenido infinidad de veces en el que descubro dentro de mi propia casa una habitación que antes no sabía que existía.

Así es nuestra vida ahora. Construimos una familia sin tener los planos para ello.

***


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