Fotografía de Yadira Pérez | RMTF

Fotografía de Yadira Pérez | RMTF

Por Indira Rojas


Escolarización no es aprendizaje. Un niño puede recibir clases y no aprender habilidades esenciales, como la comprensión lectora. El panorama empeora cuando la pandemia obliga a cerrar las escuelas en un país con un sistema educativo debilitado por la emergencia humanitaria compleja. Esta es la primera entrega del especial Lo que está por suceder: ¿Qué pasa con la educación en Venezuela?

Jamckellys pasa quince minutos descifrando la palabra sopa. Señala las letras impresas en el papel con sus dedos delgados. Dice en voz alta las primeras dos. Piensa. Susurra la “S” y la “O” hasta que consigue unirlas: "So". Encoge sus hombros y los deja caer. Suspira. Mira con sus ojos grandes al hombre de 46 años que la señala con el dedo y le grita una lista de consecuencias. No verás a tus amigas. No saldrás a jugar. El Niño Jesús no te traerá regalos. ¿Cómo vas a escribirle una carta si ni siquiera sabes leer? 

Jamcke, como la llama su familia, tiene 9 años y sigue estancada en la lectura silábica. Escucha el sermón muda e inmóvil porque los gritos la asustan. El adulto es su abuelo. Ella le dice papá y él la llama hija. En el barrio lo conocen como Caracas. La niña ha vivido siempre con él, incluso antes de que su padre biológico falleciera. Sabe que está siempre fuera de casa porque trabaja todo el día. Caracas dice con frecuencia que no tiene tiempo y se impacienta al verla leer muy lento.

A los 9 años la lectura debería cambiar de mecánica a comprensiva, una lectura que no requiere la asistencia constante del adulto. Los niños entre tercer y cuarto grado deben leer de manera fluida, porque están cerrando la primera etapa de la educación básica. Los papás lo llaman “leer corrido”. El profesor Juan Maragall, secretario de Educación del estado Miranda entre 2008 y 2017 y especialista en educación del Banco Interamericano de Desarrollo, lo explica con un juego de palabras: los estudiantes de tercer grado leen para aprender y han terminado la fase intensiva de aprender a leer. 

Caracas fue quien llevó a Jamcke por primera vez al Estadio Universitario para ver un juego de los Leones. También la paseó cada carnaval por el Parque Miranda junto a sus hermanos. Pero esa mañana, está frustrado. Sale de la casa y enciende un cigarrillo para calmarse. Sabe que no puede enseñarle a su hija cómo leer. No ha podido siquiera con una palabra sencilla. De paso, la niña le dijo que le teme cuando está molesto. Son tiempos de pandemia. Las dinámicas familiares están alteradas. Con las escuelas cerradas, los niños pasan más tiempo en casa. Los roces de la cotidianidad son inevitables.

Jamckellys (a la derecha) y su hermana menor dicen que Caracas es estricto porque quiere protegerlas. Mientras sus amigos pueden salir de sus casas cuando les place, ellas deben pedirle permiso para jugar en las calles de La Lucha. Fotografía de Yadira Pérez | RMTF

Jamckellys (a la derecha) y su hermana menor dicen que Caracas es estricto porque quiere protegerlas. Mientras sus amigos pueden salir de sus casas cuando les place, ellas deben pedirle permiso para jugar en las calles de La Lucha. Fotografía de Yadira Pérez | RMTF

La escuela remota

Jamcke es la mayor de cuatro hermanos y la más unida a su papá-abuelo. Vive con él y su hermana menor, Jorkerllys, en La Lucha, un barrio que creció en la década de los 50 dentro de la zona industrial de Boleíta Norte, en el estado Miranda. La pequeña familia comparte la planta baja de una casa con la bisabuela, una mujer de 75 años que sufre de hipertensión y tiene problemas para caminar.

La niña está inscrita en la Unidad Educativa Estadal María Angélica Lusinchi, una institución de educación inicial y primaria que depende de la gobernación de Miranda. El edificio de seis pisos está en la calle principal del barrio. Al igual que otros 30.000 planteles en Venezuela, cerró a partir del lunes 16 de marzo de 2020 como medida contra la expansión del nuevo coronavirus.

Jamcke estaba por terminar el segundo grado. En su casa no hay una mesa para estudiar y el bombillo de la sala apenas alumbra la entrada. No tiene computadora ni servicio de Internet fijo. La Comisión Nacional de Telecomunicaciones reportó que al cierre de 2019 solamente 32 de cada 100 hogares tiene acceso a Internet residencial en Venezuela. Un 79,97% de los usuarios acceden a través del celular.  

“La escuela es la gran generadora de equidad social, desde el punto de vista de acceso al conocimiento y a la cultura. Existe para que el futuro de los niños no esté determinado por las condiciones en las que nacen", dice el profesor Maragall. “Si el aprendizaje de los niños depende de la casa, entonces será diferencial, porque hay familias con más capacidad de enseñar que otras".

Una semana antes de comenzar la cuarentena nacional, dos adolescentes robaron a Caracas en un autobús. Un muchacho lo apuntó en la cara y le exigió que entregara su celular. Caracas y sus hijas pasaron siete meses sin el aparato que los conectaba con el mundo. En medio de la pandemia que confinó a millones, se sentían doblemente aislados. Cuando los profesores comenzaron a enviar tareas por correo electrónico y WhatsApp, Jamcke no tenía forma de comunicarse con ellos.

Una vecina del barrio alertó a Caracas. Le dijo que su hija tenía una semana para entregar las primeras asignaciones y le dio un papel con la guía transcrita. La escena se repetía cada vez que la profesora enviaba algo nuevo. Caracas no era el único que dependía de su vecina para estar al día. Pocos en el barrio tenían teléfono inteligente. Cuando pasaba por su casa, escuchaba a otros padres consultar con ella las actividades pendientes.

Caracas también preguntaba a otras madres del barrio por las tareas de su hija menor, tareas que no siempre eran compartidas en formatos digitales. Fotografía: Indira Rojas

Caracas también preguntaba a otras madres del barrio por las tareas de su hija menor, tareas que no siempre eran compartidas en formatos digitales. Fotografía: Indira Rojas

Caracas se sentía un cartero. Recibía las tareas y las regresaba respondidas. Al cierre del año escolar estaba agobiado. Cumplir con las entregas no era suficiente. Los profesores se quejaban del desempeño de sus hijas. El cuaderno de Jamcke tenía respuestas incompletas. Escribía con letra de molde cuando se le exigía cursiva. Intercalaba dentro de una palabra minúsculas y mayúsculas. La niña no entendía qué copiaba, solo sabía que debía hacerlo.

Escolarización no es igual a aprendizaje. Los niños pueden recibir clases y no aprender habilidades necesarias para su formación, como el pensamiento lógico, la resolución de problemas y la comprensión lectora. Todos los niños deberían leer con fluidez a los 10 años. Es una garantía para acceder a otros conocimientos. El Banco Mundial advierte que “cuando los niños no pueden leer, suele ser una clara indicación de que los sistemas escolares no están lo suficientemente bien organizados para ayudar a los niños a aprender en otras áreas como matemáticas, ciencias y humanidades”. Para 2019, al menos 53% de los niños en países de ingresos bajos y medianos no podían leer con soltura a los 10 años. Al fenómeno se le denomina pobreza de aprendizaje.

La pandemia sólo empeoró la crisis preexistente. El Banco Interamericano de Desarrollo advirtió que si bien la educación a distancia es una alternativa válida cuando no es posible la modalidad presencial, no se puede esperar que reemplace la educación en el aula en términos de rendimiento académico. No solo las dificultades para acceder a internet y a los recursos digitales limita las oportunidades de aprender. Los niños también dependen de la capacidad que tienen los adultos para cumplir con el rol de facilitadores en el hogar. Aproximadamente seis millones de niños en América Latina viven en familias con un jefe o jefa de hogar que tiene un nivel educativo máximo de primaria completa.  

Caracas suele decirle a otros papás y mamás que él no tiene madera de maestro. Tampoco formación. Estudió hasta tercer año de bachillerato. Fue expulsado del liceo por darle un puñetazo en el ojo a un profesor. Lo suyo es ser mesonero o comerciante. “Vendo lo que sea, menos drogas”. Recorre las calles ofreciendo caramelos, bombones de chocolate o medicinas colombianas. Lo que reúne en la semana lo invierte en comida. Una harina pan. Un litro de leche. Un kilo de queso.

Jamckellys y su hermana saben de memoria el teléfono de Caracas para llamarlo ante cualquier emergencia. Su madre vive en Colombia y se comunican con ella por mensajes de voz. Fotografía de Alfredo Lasry | RMTF.

Jamckellys y su hermana saben de memoria el teléfono de Caracas para llamarlo ante cualquier emergencia. Su madre vive en Colombia y se comunican con ella por mensajes de voz. Fotografía de Alfredo Lasry | RMTF.

La escuela perdida

Jamcke dejó la escuela a los 7 años para migrar a Colombia. Viajó a principios de 2018 con su madre, tres hermanos y dos tías. Su abuela materna los esperó en Cúcuta y luego siguieron su viaje hasta Bogotá. Jamcke pensaba hasta entonces que Venezuela era el único país del mundo. Su familia le decía que conocería otro mejor y más bonito. 

Al llegar a Bogotá su mamá le prometió que regresaría a la escuela y tendría nuevos amigos. En Colombia no se puede negar el derecho a la educación a los niños venezolanos en edad escolar, aun cuando su estatus migratorio o el de sus padres sea irregular. En la práctica existen limitaciones. La abogada Lucía Ramírez, del centro de estudios jurídicos y sociales Dejusticia en Bogotá, advierte que las barreras persisten por “el desconocimiento de las instituciones educativas de las medidas del Gobierno, de cómo funciona el sistema migratorio o, peor aún, por actos de xenofobia”.

La madre de Jamcke no pudo cumplir su palabra. Los directores de los colegios que la recibieron en Bogotá dijeron que no podían tramitar la inscripción porque “le faltaban papeles”. Otros dijeron que no tenían cupos. La familia vivía en la ciudad colombiana con el mayor número de estudiantes venezolanos matriculados en colegios públicos: 26.188, para junio de 2019. 

Jamcke pasó un año sin estudiar. Su mamá dijo que debía regresar a Venezuela junto a su hermana Jorkerllys y recuperar el tiempo perdido. 

Hay investigaciones que demuestran el impacto de la interrupción temporal de las clases en los niños, como los estudios sobre la pérdida de verano: miden el efecto de las vacaciones en el rendimiento de los estudiantes. Cinco investigadores estadounidenses revisaron 39 estudios de pérdida de verano en 1996. Su análisis concluyó que, en el peor de los casos, los niños no solo dejan de adquirir nuevas competencias. También olvidan parte de lo aprendido. El análisis de los 13 estudios más recientes reveló que perdían el equivalente a un mes de estudios.

Caracas recibió a las niñas en agosto de 2019. Cecodap, ONG defensora de los derechos de la niñez, estimó que para ese año había 930.000 niños, niñas y adolescentes venezolanos con padres en otros países. Hay más niños dejados atrás que pobladores en el estado Nueva Esparta. Los abuelos eran los cuidadores principales en el 51% de los casos.

Lo primero que hizo Caracas fue inscribir a sus hijas en la escuela María Angélica Lusinchi, porque las clases comenzaban en septiembre. Fueron ubicadas en los grados que no pudieron culminar. Cuando Jamcke estaba en mitad del segundo lapso, llegó la pandemia.

La escuela María Angélica Lusinchi depende de la Gobernación de Miranda. En ella estudian niños de La Lucha y de otros barrios en Petare. Fotografía de Yadira Pérez | RMTF

La escuela María Angélica Lusinchi depende de la Gobernación de Miranda. En ella estudian niños de La Lucha y de otros barrios en Petare. Fotografía de Yadira Pérez | RMTF

La escuela cerrada

En la escuela María Angélica Lusinchi ya no se escucha la bulla de los estudiantes ni se forma el alboroto para entrar en las mañanas. El enrejado que siempre la ha rodeado ahora la hace ver como una fortaleza abandonada.

Un grupo de mamás señalan la estructura y dicen que fue alguna vez “el colegio de todos”. Una mujer cuenta que su padre ayudó a construirlo. Fue primero una casa con dos salones y luego se levantó el edificio, en la década de los 80. Lleva el nombre de la madre de Jaime Lusinchi, presidente de Venezuela en aquel entonces. Las mujeres dicen que el colegio no es el mismo, y no es solo por la pandemia. Hace un año notaron que aumentó la inasistencia de los maestros. Los encontraban en las colas de los mercados o en las filas para recibir la caja de comida del gobierno. Pocas veces se conseguían suplentes. El colegio es del barrio, pero los profesores no. Algunos viven en la parroquia 23 de Enero, a 16 kilómetros de La Lucha. No quieren hablar con la prensa. Dicen que no están autorizados. Temen ser amonestados o perder sus trabajos. Caracas dice que los entiende. “Para un maestro, que se ha preparado para serlo, su empleo es su vida”.

Ocho organizaciones del gremio docente han advertido desde 2018 el desplome de los salarios. El profesor Orlando Alzuru, presidente de la Federación Venezolana de Maestros, ha dicho que los educadores reciben menos de 1,9 dólares diarios y que, según el estándar del Banco Mundial, el magisterio está en pobreza extrema. Los docentes deben limpiar casas, vender comida, o cuidar niños para sostener a sus familias. 

El gobierno venezolano reconoció el déficit de docentes en la educación media cuando crearon la micromisión Simón Rodríguez, en 2014. El cálculo preliminar de las necesidades docentes en matemática era de al menos 1500 profesionales. El entonces ministro de Educación, Héctor Rodríguez, aseguró que se habían inscrito 38.000 personas. Sin embargo, la primera promoción solo graduó a 624 docentes en inglés y educación física. 

Hace dos años, las federaciones de maestros y los sindicatos recibieron un informe de la Dirección General de Gestión Humana del Ministerio de Educación. Reportaba 430.515 maestros activos en la nómina nacional. El 54% eran interinos, no tenían contratos fijos. “Están representados en gran parte por el personal que ha salido de las misiones y aldeas universitarias”, advirtió la Unidad Democrática del Sector Educativo. Hace cuatro años, en 2015, había 422.402 profesores y el 18% eran interinos.  

Jamcke empezó el tercer grado el miércoles 16 de septiembre de 2020. Los colegios siguieron cerrados. Su primer día de clases consistió en esperar que Caracas llegara a casa con las tareas. Se preguntó cómo sería su profesora. ¿Joven o mayor? ¿Alta o pequeña? ¿Dulce o severa? 

El gobierno dijo que reforzaría su plan de educación remota “Cada Familia una Escuela”. El programa había sido lanzado en marzo. Incluía guías de actividades en Internet para orientar a los docentes, teleclases en seis canales del Estado, y transmisión de contenido en al menos cinco estaciones de radio. En la página web también cargaron guías para padres y una lista de aplicaciones informáticas. Sin embargo, la calidad del material fue cuestionada después de que una profesora dijera en televisión que el complejo de Guri es “la central hidroeléctrica que surte de agua a todo nuestro país”. Otra maestra explicó una fracción como una resta. 

La Escuela de Educación de la Universidad Católica Andrés Bello expresó en un comunicado que el programa no estaba articulado con los diseños curriculares oficiales de cada nivel y modalidad, y que revelaba “persistencia de la improvisación en las teleclases”. Cecodap advirtió que los maestros no estaban preparados “para, de manera súbita y sin lineamientos básicos, poder planificar y realizar evaluaciones especiales a distancia”. Tres organizaciones del gremio docente advirtieron en un comunicado que “la intención de impartir clases a distancia no pasa de ser una ingenua utopía” debido a la desigualdad en el acceso a los recursos para la educación remota. 

Nicolás Maduro admitió que no todos los hogares tenían condiciones para garantizar la continuidad de las clases en la casa. “Estuvimos revisando y casi el 45% tiene acceso al televisor, 44% de la población al internet”, dijo en cadena nacional tras una reunión de trabajo para el cierre del año escolar. 

Los expertos advirtieron que los colegios estaban atrapados entre las limitaciones tecnológicas y la incapacidad de garantizar las condiciones de protección contra la covid-19. El sistema educativo en Venezuela estaba roto antes de la pandemia. La Encuesta Nacional de Condiciones de Vida (Encovi) de 2019 reveló que el 40% de la población escolarizada faltaba ocasionalmente a clases porque los planteles tenían fallas en el servicio eléctrico y de agua corriente, no había maestros y en las casas de los estudiantes escaseaba la comida.

Un día antes de empezar el nuevo calendario, el ministro de Educación anunció que a partir del 5 de octubre las escuelas y liceos podrían abrir los días de cuarentena flexible “como centros de asistencia pedagógica para padres y madres y los alumnos, con todas las medidas de seguridad”. Los docentes citarían grupos de estudiantes en días diferentes para atender preguntas o dar explicaciones de temas difíciles.

La escuela María Angélica Lusinchi no abrió. “No dejan entrar ni a las maestras”, decían las mamás. Una vecina contó a sus amigas que la profesora de su hijo mayor le dijo que los habitantes de La Lucha debían unirse y hacer un reclamo en el Ministerio de Educación. “¡Ojalá fuera tan fácil! Las mamás no sabemos bien qué pasó”.

Caracas vio a una persona entrar al colegio solo una vez. No distinguió si era un hombre o una mujer. Mucho menos si era un residente del barrio. Llevaba delantal y gorro de cocina. A Caracas le pareció que aquel sujeto desconocido se asustó al verlo. Cerró la reja del colegio despacio, sin darle nunca la espalda. 

El gobierno usó los pisos superiores de un motel al otro lado de la calle para internar personas con covid-19. En el barrio se comentaba que la comida de los pacientes se preparaba en el colegio. Una mujer, asomada por la ventanilla de la cocina, confirmó a Prodavinci que estaba allí para supervisar las entregas. Dijo que el plantel formaba parte de un Pasi. 

Se refirió a los Puestos de Atención Social Integral, centros de cuarentena obligatoria para las personas que ingresan al país y para aquellos con pruebas positivas para la covid-19. El Estado utiliza desde hoteles hasta escuelas para confinarlos, y las normas establecen que las autoridades deben garantizar la alimentación de los pacientes. Los residentes de La Lucha no sabían cuánto tiempo llevaba la escuela tomada ni cuántas personas eran atendidas al otro lado de la calle. 

Estudiantes y padres tampoco sabían por qué dejaron de recibir el almuerzo del Programa de Alimentación Escolar (PAE). Los jefes de calle de los cuatro consejos comunales de La Lucha se organizaron para repartir la comida casa por casa cuando comenzó la cuarentena en marzo. Las clases a distancia volvieron en septiembre, pero la comida no. 

Jamcke almuerza lo que cocina su padre. Completa la comida con lo que ofrece el comedor El Nazareno, una iniciativa local que forma parte del proyecto social Alimenta La Solidaridad. El comedor es liderado por Mercedes Gómez. Vive en La Lucha desde hace 45 años junto a su esposo, el cocinero detrás de las famosas sopas de auyama con caldo de carne, el arroz con pollo y el pescado con yuca. Jamcke y su hermana son dos de los 64 niños beneficiados por el comedor. Sus días favoritos son los de pasta con carne molida.

Una señora que vive cerca del colegio advirtió una mañana que en la reja habían pegado un aviso. En el papel se leía que debido al covid-19 la institución continuaría cerrada y los niños debían acudir a la escuela municipal para ver a sus maestros. El aviso no duró ni un día en la entrada, pero la noticia corrió de boca en boca por toda La Lucha.

Jamckellys ayuda a su padre a enviar las tareas por correo electrónico, porque ella conoce mejor cómo funciona el e-mail en el teléfono. Fotografía de Alfredo Lasry | RMTF.

Jamckellys ayuda a su padre a enviar las tareas por correo electrónico, porque ella conoce mejor cómo funciona el e-mail en el teléfono. Fotografía de Alfredo Lasry | RMTF.

La escuela prestada

Jamcke y su hermana van con Caracas al colegio sustituto el martes 3 de noviembre de 2020. Su padre las despierta cerca de las 7:00 de la mañana y les dice que deben bañarse. Si no tienen agua corriente, usan la que está almacenada en el tobo de la ducha. Caracas les pide vestirse con el uniforme aunque no vayan a clases. Le entrega a cada una su mascarilla y una botella de agua. La escuela prestada está a un kilómetro y deben andar a pie. 

Jamcke lleva su cuaderno en un bolso de tela. Está ansiosa por mostrar que ha hecho las sumas de la semana y su tarea sobre el día en que Cristóbal Colón llegó a América. Los ánimos bajan cuando mira a su padre discutir con la maestra. La niña murmura que “su profe es muy estricta”. Suspira y empieza a caminar alrededor de Caracas. No entiende qué sucede y se fastidia. Le parece estar viendo el programa ¿Quién tiene la razón?

―Convoqué a los papás la semana anterior y nadie vino. Hoy no lo voy a atender ―dice la profesora.

―Mire, yo trabajo todos los días. No tengo tiempo. Ya estoy aquí, usted está aquí. La niña trajo sus tareas ―responde Caracas.

Jamcke lo escucha y saca de su bolso su cuaderno rosa. Lo abre frente a los adultos. La maestra replica que no debería aceptarlo.  

―Yo recibo las tareas por correo. 

―Profesora, yo lo que tengo es el celular. 

―Por WhatsApp no acepto nada. Entiéndame. ¡Se agotan los datos móviles en días! Señor, lo que gano no alcanza para meterle saldo al teléfono cada semana. 

Caracas muestra en su celular todos los correos rebotados. Intentó enviarlos y nunca llegaron a su destino. La maestra cede. Saca una libreta de su cartera y le pide a Jamcke sentarse en un pupitre frente a ella. Evaluará su lectura.

Ese día, Jamcke vuelve a casa cabizbaja y con paso lento. No quiere hablar. No sabe qué siente. Su hermana menor se le queda mirando. Caracas la reprende todo el camino de regreso porque la maestra le ha dicho que no ha podido leer con fluidez ni una palabra. Le repite que no recibirá regalos en Navidad hasta que aprenda a hacerlo bien. 

Caracas lleva a las niñas a la casa que está justo al lado de la suya. Las recibe Mariángel. Su vecina tiene 15 años, pero le ha dicho que está dispuesta a ayudar. Recibe dos dólares cada semana por asistir a Jamcke y a su hermana. Pueden usar el servicio de Internet y la computadora que está en su cuarto.  

Jamcke abre su cuaderno rosa y escribe: ¿Qué es la comunicación? 

Reproduce cada letra tal como aparece en la pantalla. Responde la pregunta en tres líneas. Tarda una hora en completarlas. Mariángel quisiera que Jamcke pudiera escribir más rápido. Ella debe resolver 69 ejercicios de trigonometría para el jueves. Es martes. 

Jamcke se distrae fácilmente. Si las primas de Mariángel están en casa prefiere bailar con ellas frente al espejo. O frente al teléfono. Jamcke y su hermana son tiktokers. Se guían por los iconos de la red social para navegar entre una lista infinita de videos y grabar los suyos. En Tik Tok los videos duran hasta un minuto. Consiguen coreografías fáciles de aprender. Jamcke quiere ser bailarina cuando crezca. 

Las niñas responden a los estímulos de su ambiente y a los recursos que utilizan para conectarse con el mundo. La psicóloga Irene Ladrón de Guevara explica: “El niño que aprende es aquel que va progresivamente adaptándose a lo que su entorno le exige. Por eso, el aprendizaje es un indicador de que los sistemas adaptativos del ser humano están funcionando”. 

Jamcke escucha a su padre decir que él se enorgullece de su buena memoria para la Historia y de su rapidez para resolver cálculos matemáticos. Pero Caracas reconoce que lee poco y que se le nota al hablar. “Yo confundo la R con la L todo el tiempo”. 

Hay estudios que vinculan el bajo rendimiento académico de niños que viven en hogares de bajos recursos con la falta de estimulación verbal y matemática en el hogar. Una de las investigaciones más famosas es la de los psicólogos infantiles estadounidenses Betty Hart y Todd R. Risley. Determinaron que a los tres años los niños criados por padres profesionales, de alto nivel educativo formal, habían escuchado a sus tres años al menos 30 millones de palabras. Los niños de familias vulnerables solo habían escuchado diez millones.

Caracas busca apoyo en su comunidad cuando se percata de que no tiene las herramientas para guiar a sus hijas en la educación remota. Fotografía de Alfredo Lasry | RMTF.

Caracas busca apoyo en su comunidad cuando se percata de que no tiene las herramientas para guiar a sus hijas en la educación remota. Fotografía de Alfredo Lasry | RMTF.

La escuela del afecto

Jamcke recibe su quinta guía de actividades la segunda semana de noviembre de 2020. Para entonces solo ha completado dos. Caracas agradece a Mariángel por su ayuda y le dice que buscará a una persona con más tiempo y experiencia. 

La señora Mayra recibe por primera vez a Jamcke y a su hermana el miércoles 11 de noviembre de 2020. “Si tú no puedes ayudarlas no sé quién podrá”, le dice Caracas. Antes de que llegara la pandemia, Mayra trabajaba como cuidadora de niños. También es madre de cinco. El mayor migró y dice orgullosa que su segunda hija estudia en la universidad. 

―Copiar las respuestas de Internet no sirve. ¿Sabes lo que escribiste aquí sobre la comunicación? 

Jamcke mira a Mayra con ojos tristes. Dice “no” con la cabeza porque le apena admitirlo en voz alta. Caracas se enoja y mira a su hija a los ojos.

―Primero que nada, tienes que quitar esa cara. ¿Te quieres ir para Colombia o quieres estudiar? 

Jamcke no responde. Respira profundo y contiene las ganas de llorar. Se escapa un par de lágrimas. Caracas la mira y calma la voz. Habla más despacio. Deja de apuntarla con el dedo. 

―No llores. Usted no se va a ir a Colombia. Lo único que hace allá es cuidar a sus hermanos. Yo quiero que estudies para que tengas un futuro. Un futuro para ti, no para mí. Cuando esté viejo me mandas para un ancianato o te olvidas de mí. 

Caracas se despide. Dice que mejor se va antes de que el estrés lo ponga de mal humor. 

Lo que más le cuesta a Jamckellys es escribir con letra cursiva. En una oportunidad se quedó con Mayra hasta las 9:00 de la noche, escribiendo las respuestas de un cuestionario que debía entregar al día siguiente. Fotografía de Alfredo Lasry | RMTF.

Lo que más le cuesta a Jamckellys es escribir con letra cursiva. En una oportunidad se quedó con Mayra hasta las 9:00 de la noche, escribiendo las respuestas de un cuestionario que debía entregar al día siguiente. Fotografía de Alfredo Lasry | RMTF.

Mayra se acerca a Jamcke. Le dice “sí se puede, mami”. Le cuenta que una vez una mujer llegó llorando a su puerta para pedirle ayuda. Su hijo iba tan mal en la escuela que podía perder el año. Se dio cuenta muy tarde. “Hay mamás y papás que no están pendientes y no siempre tienen toda la culpa. Pero tu papá está contigo. Caracas es tu bien”.

Los padres o los cuidadores no pueden reemplazar al maestro. Pero el adulto en casa tiene el papel de motivar al niño a seguir aprendiendo, debe estar atento a sus emociones, reconocer sus éxitos y animarlo a seguir si algo sale mal. “Mientras más pequeño sea el niño va a necesitar mayor asistencia y compañía. Si su madre o su cuidador no tiene herramientas para ello, entonces será un adulto que se desespera o pierde la paciencia”, dice la profesora Luisa Pernalete, impulsora del programa Madres Promotoras de Paz del movimiento Fe y Alegría.  

Pernalete sugiere que “el niño debe ver que es más que un hacedor de tareas. Puede que sea un muchacho responsable y hace tarea porque sabe que es su deber, pero no le encuentra ningún sentido”. Recomienda a los docentes ser creativos a la hora de proponer actividades para garantizar que el niño no sólo retenga conocimiento.

Lo que dice Pernalete ha sido estudiado desde finales de los 90 por la investigadora y profesora de psicología Carol Dweck. Explica que las creencias de los estudiantes sobre su capacidad académica influyen en su perseverancia para lograr metas a largo plazo y desarrollar una “mentalidad de crecimiento”, es decir, la convicción de que la inteligencia no es inmutable y que sus habilidades pueden mejorar: “Si los estudiantes van a invertir su esfuerzo y energía en la escuela, es importante que primero crean que el esfuerzo dará sus frutos”.

La investigadora estadounidense dice que el éxito de los niños no depende solo de sus capacidades cognitivas. “Los factores psicológicos, a menudo llamados motivacionales o no cognitivos, pueden importar incluso más que los factores cognitivos para el desempeño académico de los estudiantes. Estos pueden incluir las creencias de los estudiantes sobre sí mismos, sus sentimientos sobre la escuela o sus hábitos de autocontrol”.

Jamckellys y su hermana esperan por su boleta para saber las calificaciones del primer lapso, pero están contentas porque sus profesores le han dicho a Caracas que la mejora en los dos últimos meses del año es notable. Fotografía de Yadira Pérez | RMTF

Jamckellys y su hermana esperan por su boleta para saber las calificaciones del primer lapso, pero están contentas porque sus profesores le han dicho a Caracas que la mejora en los dos últimos meses del año es notable. Fotografía de Yadira Pérez | RMTF

La escuela de mi vecina

Jamcke no encuentra sus regalos. Es medianoche del 24 de diciembre de 2020, noche de Navidad. Busca bajo la cama, en la sala, en el cuarto de su abuela. Cuando cree que el Niño Jesús se olvidó de ella, abre el armario de la habitación de su padre y ve la punta de una caja oculta. Saca la ropa lanzándola por los aires, hasta dar con un frisbee y una muñeca. Grita emocionada cuando descubre que el tercer regalo es un set de juguete para pintar uñas. Lo primero que hace es leer en voz alta el nombre impreso en la caja.

Está de vacaciones hasta el 7 de enero de 2021. Espera el inicio de las clases para ver de nuevo a Mayra.

―Lo que más me gusta es que no me castiga. Si me equivoco puedo repetir la tarea hasta que me salga bien.

Jamcke no es la única que regresará a tareas dirigidas. Cinco mamás tocaron la puerta de Mayra la segunda semana de diciembre de 2020. Dijeron que escucharon a los maestros felicitar a la niña porque en poco tiempo logró ponerse al día. Cuando le preguntaron a Caracas cómo lo había hecho, les dijo que debían conocer a la mujer que aceptó ayudarlo cuando creyó que su hija ya no tendría oportunidad de pasar el primer lapso.  

El grupo crece en enero de 2021. Mayra recibe en total a 15 niños que cursan desde preescolar hasta sexto grado. Pide a su vecina Mercedes las mesas de plástico y las sillas del comedor local, y cada tarde arma un salón improvisado en la sala de su casa. Sienta a los niños en grupos separados. “¡Los quiero a todos con la mascarilla! ¡Y bien puesta!”, dice cada vez que sorprende a alguno bajando el tapabocas hasta la barbilla. Va de mesa en mesa y reparte los libros que alguna vez usaron sus hijos. Busca lápices para los que no tienen. Responde preguntas. Revisa los cuadernos. Señala los errores. 

Mayra recibe en su correo electrónico los e-mails de los profesores, reenviados por los padres. Todas las noches, después de hacer la cena, revisa el correo en su computadora. Lee cada tarea a resolver y luego escribe a mano las guías de estudio para cada grado. 

Jamcke llama a su tutora “mi maestra”, aunque Mayra no es docente. La niña hace las asignaciones del colegio de lunes a jueves. Los viernes practica la lectura o copia un dictado. Lo más difícil para Jamcke es escribir cantidades grandes y usar letra corrida. Ha comenzado a hacer de nuevo ejercicios de apresto, actividades que ayudan a mejorar la motricidad para la escritura —lo que algunos llaman “soltar la mano”—. No había hecho uno desde primer grado.

La profesora de Jamckellys dejó una nota en su cuaderno en la que pedía hacer las tareas más ordenadas y practicar la lectura a diario. Fotografía de Indira Rojas.

La profesora de Jamckellys dejó una nota en su cuaderno en la que pedía hacer las tareas más ordenadas y practicar la lectura a diario. Fotografía de Indira Rojas.

Un jueves por la mañana, Jamcke le dice a Mayra que no irá a las tareas dirigidas porque quiere hacer una torta. Hay un cumpleaños en casa. Mientras la niña se aleja por los callejones de La Lucha, Mayra decide hablar con Caracas. Le dice que busque a alguien más para preparar el postre. Jamcke debe estudiar. Mayra ve a la niña y a su hermana en la puerta de su casa a las 2:00 de la tarde. 

La niña se acomoda frente a la mesa, con el libro Mi jardín abierto en la sección de la letra G. Mira la frase que debe leer. “El gallo canta”, dice Jamcke de un tirón. Se queda en silencio. Mayra grita: “¡Mami, lo lograste! ¿Viste que sí puedes? Lo que pasa es que te da flojera”. Su hermana deja lo que está haciendo y ríe. Jamcke cambia la cara larga y se anima a seguir. “El gato mata ratones”. Es la primera vez que lee una frase completa sin detenerse. 

Días después, habla con una amiga y le cuenta su victoria. “¡Puedo leer! ¡Estoy mejor!”. Jamcke habla como si se estuviera recuperando de una enfermedad. Y quiere demostrarlo. Coge un libro de su hermana y lee una palabra al azar. Lee los meses del año. Lee el nombre de un contacto en el celular de su papá. Lee de nuevo el nombre de su set de juguete para pintar uñas. “¿Viste? ¡El Niño Jesús sí me trajo regalos! ¡Ya aprendí a leer!”. 

Créditos

Dirección general: Ángel Alayón y Oscar Marcano

Dirección de fotografía: Roberto Mata

Jefatura de investigación: Valentina Oropeza

Jefatura de diseño: John Fuentes

Montaje: Indira Rojas

Edición: Valentina Oropeza, Ángel Alayón y Oscar Marcano

Fotografías:  Yadira Pérez, Alfredo Lasry | RMTF, e Indira Rojas


Caracas, 3 de marzo de 2021