Fotografía de Ernesto Costante | RMTF

Fotografía de Ernesto Costante | RMTF

Por Ricardo Barbar


—Éricka tiene tres escenarios —dijeron los médicos—: el primero, y sería prácticamente un milagro, que mejore y evolucione. El segundo, que empeore y eventualmente muera. El tercero es el que más miedo nos da: que su situación se mantenga en el tiempo y continúe viva por los aparatos.

Andrea D’Amico solo esperaba que su esposa no muriera.

Hombre alto, de barba vikinga, instructor de crossfit de pesos pesados, Andrea perdió fuerza. Su esposa había ingresado a la Policlínica Metropolitana de Caracas a solo cinco semanas de cumplirse el tiempo para parir. Estaba enferma con covid-19, así que su bebé corría el riesgo de nacer prematuro y que sus órganos no se desarrollaran completamente. Éricka tenía mayor probabilidad de entrar en un cuadro grave por la enfermedad y su bebé mayor posibilidad de morir antes o durante el parto. 

Aquel día del ingreso, Andrea dejó a Éricka en Emergencias y, cuando regresó, ya la habían conducido a esa área hermética donde solo entran médicos y enfermeras. Desde ese momento, no dejó de ir a la clínica. No podía verla, pero quería estar cerca.

Los médicos dijeron que debía seguir un protocolo de evaluación de cinco días. Andrea pensó que esperarían ese tiempo y luego continuarían el embarazo en casa. 

No pasó.

Fotografía de Ernesto Costante | RMTF

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2

Los primeros siete meses de la pandemia estuvieron resguardados en casa. Luego comenzaron a trabajar y en noviembre de 2021 sucedió: no supieron cómo, pero se contagiaron. Se enteraron porque Andrea iba a viajar a un evento de crossfit y debía hacerse una PCR que dio positivo. No desarrolló casi síntomas, pero Éricka empeoró con los días. Fiebre alta, gripe, dolor de cabeza, insuficiencia respiratoria. Fueron a la clínica luego de que el oxímetro marcara una saturación de 90%, por debajo de lo normal

Éricka y Andrea tenían temor de que su bebé sufriera una reacción por vacuna contra la covid-19. Por eso, solo él se había vacunado con una dosis. En aquel momento, en Venezuela la información era escasa, aunque la recomendación era que las mujeres embarazadas se vacunaran en cualquier etapa de gestación o lactancia.

Andrea sabía de su esposa a través de mensajes y fotos que ella enviaba desde la clínica. En menos de una semana, vio cómo necesitaba más oxígeno: de cánula nasal (eso que los médicos llaman “bigote”), pasó a máscara con reservorio y luego a BIPAP, un dispositivo para bombear aire con mayor presión. 

Todo continuó más o menos igual por unos días. Pero una mañana, mientras Andrea abría su negocio, entró una llamada de Éricka. 

Pero no era Éricka.

—Vamos a extraer a la bebé —dijo una médico—. Si la saturación de Éricka baja más, queremos asegurar que eso no afecte a tu hija.

Si Andrea llegaba rápido, dijeron, permitirían que viera a su esposa. Dejó las llaves en manos del trabajador y se fue. Buscó ropa para Francesca y Éricka y corrió a la clínica. Entró a la habitación vestido con bata, gorro y demás implementos y vio que Éricka tenía cables, chupones en su cuerpo y estaba rodeada de varias enfermeras. Andrea contuvo el llanto. No quería impresionarla “con todas esas emociones que te llevas al quirófano”. Pero ella lucía relajada: “Tranquilo, todo va a estar bien. No llores”, le dijo a su esposo. Aquel momento de no más de 10 minutos le pareció eterno y corto: eterno por la angustia y corto en relación a los cuatro días que llevaba sin verla. 

Francesca era el nombre que habían elegido para su bebé. Ambos querían un parto en agua y que solo recibiera lactancia materna. Éricka había comprado ropa de distintas edades, y había hablado con su pediatra sobre la dieta del embarazo. 

Éricka no sentía a su hija. Juan Andrés Pérez Wulff, médico obstetra especialista en embarazos de alto riesgo, sabía que la bebé estaba recibiendo menos nutrientes y oxigenación a través de la placenta.

“El feto, en primer lugar, se adapta a ese déficit”, dice Pérez Wulff. “Pero después viene la fase de descompensación y luego la muerte. Por eso, es importante tomar la decisión de cuándo es el momento óptimo de interrumpir el embarazo”. 

La extracción de Francesca favorecería a Éricka: recuperaría ese 30% de sangre que dispone la madre para el feto y, por tanto, mejoraría su oxigenación. 

—Yo estaba desesperado porque era nuestro primer bebé. Además, Éricka con covid: ves que la cosa va deteriorándose con los días. Todo súper súbito.

La cesárea en mujeres con covid-19 implica alto riesgo para los médicos. Podía ocurrir un contagio cruzado entre paciente y personal. Había enfermeras entrenadas para vestir y desvestir a los médicos con implementos de bioseguridad. 

Andrea se quedó solo en el pasillo con los dos bolsos. Se paraba y sentaba, quería que la mamá de Éricka llegara pronto. Aunque iba a estar acompañado, en realidad estaba solo. Toda su familia había emigrado de Venezuela: su papá y su mamá a Miami —sin posibilidad de venir por trámites legales—. Su hermana a México. 

Por eso, Roberto, socio y amigo, le escribió que alguien más tenía que acompañarlo. Alguien que fuera familia de sangre. Quedó en escribirle a la hermana.

Andrea decidió aprovechar el tiempo una vez que su suegra llegó. Fue a buscar a alguien que le aconsejara sobre lactancia materna. Estaba tocando una puerta cuando alguien le dijo: “Mira, allá va tu bebé”. Volteó y alcanzó a ver, sin detallar demasiado, un cuerpito en una incubadora mientras el ascensor se cerraba. De cierta forma supuso que su hija estaba bien, pero todavía no daban el parte de Éricka. 

Horas después, le permitieron ver a Francesca. En ese momento, en el que se supone debía sentir felicidad, no sabía cómo sentirse. 

—No sabía de Éricka. Estoy seguro de que así no se debería sentir un papá cuando nace su bebé. No era ese júbilo de “¡Eh, mira mi bebé!”. 

Francesca debía quedarse en cuidados intensivos. Los médicos dijeron que serían dos días de chequeos médicos.

Salía de ver a Francesca cuando supo de Éricka. Su esposa estaría en el mismo piso que su hija. La estaban trasladando a cuidados intensivos, ese lugar al que los médicos, en general, refieren como un limbo: cualquier cosa podía pasar. Andrea esperó las horas de visita para ver a su esposa a través de una ventanilla. No se movía mucho, estaba desorientada, pero se tranquilizó al verla. Le entregaron el teléfono de Éricka. Solo se enteraría de su esposa a través de los médicos.

Éricka había sido sustento y tranquilidad para Francesca: a través de la placenta, madre e hija habían intercambiado nutrientes; el ritmo de los latidos de la madre le había proporcionado relajación dentro del vientre. Ese vínculo iba a interrumpirse. Francesca no iba a tener, por ejemplo, esas caricias que normalizan la respiración irregular que tiene todo bebé al nacer. No iba a tener ese primer momento de reconocimiento, ese primer diálogo: los bebés ven a una distancia de 20-25 centímetros, lo habitual cuando están frente al pezón. Una conexión visual, táctil, olfativa, auditiva con la madre.

Éricka y Andrea habían esperado casi nueve meses por una bebé que no podían tocar. 

Andrea D’Amico. Fotografía de Ernesto Costante | RMTF

Andrea D’Amico. Fotografía de Ernesto Costante | RMTF

3

Al tercer día del nacimiento de Francesca, Úrsula —hermana de Andrea— recibió una llamada de Roberto:

—Te estoy llamando para que te vengas a Venezuela porque a Éricka le dio un paro cardíaco. La acaban de reanimar, pero los doctores dicen que no lo va a lograr. No saben cómo decírselo a tu hermano.

Ese día había comenzado mal desde temprano. 

Andrea salió a registrar a su hija y el clutch de su carro se dañó. Quedó varado por unos minutos hasta que un amigo lo asistió. Intercambiaron carros y Andrea continuó el camino. Estando en el registro le avisaron que Éricka había sufrido el paro. Además, dijeron, uno de sus pulmones había colapsado (neumotórax). “Tenemos que intubar a tu esposa”, dijeron a través del teléfono. “Ella no quiere que nadie esté aquí cuando iniciemos el protocolo”. Andrea recordó lo que le había descrito su amigo Roberto meses atrás: la imagen de su madre fallecida por covid-19 con el tubo sin quitar. 

Andrea registró a Francesca. En la clínica no cesaban las malas noticias: su hija continuaba con valores altos y tenía una pericarditis (hinchazón en el pericardio del corazón). Los médicos consideraban que era consecuencia del covid-19.

Desde México, la hermana de Andrea agendó vuelos y se vino a Venezuela. Éricka sobrevivió al paro cardíaco.

Escritos de Éricka Pérez. Fotografía de Ernesto Costante | RMTF

Escritos de Éricka Pérez. Fotografía de Ernesto Costante | RMTF

Éricka pensaba que la tenían secuestrada. Permanecía inconsciente y semiconsciente. Escribía en servilletas de hospital, en cualquier retazo de papel. Escribía en inglés para que “los secuestradores no entendieran”. Escribía a veces con lucidez: “Nos conocimos en Tinder”. Era verdad: Éricka y Andrea se conocieron en Caracas a través de esa aplicación para citas en 2016, cuando ambos tenían 28 años. Se casaron en 2019.

En esos días de cuidados intensivos, bacterias y hongos iban poblando el cuerpo de Éricka. Andrea conocía muy bien el huésped que invadía: había estudiado Biología en la Universidad Simón Bolívar, aunque no pudo culminar. Cuando informaron que su esposa tenía estafilococo, no solo conocía el riesgo sino que tenía la imagen de aquella vez que la bacteria “le comió” los dedos a su madre. Éricka, además, tenía un hongo alojado en sus pulmones. 

“Cada paciente en cuidados intensivos se infecta con tres o cuatro bacterias, y a veces uno o dos hongos”, dice Julio Castro, médico internista, infectólogo, y tratante de Éricka. “Eso te puede matar”. Si el pulmón se rompía, o si desarrollaba una infección grave, Éricka moría. 

Del otro lado de cuidados intensivos, trataban a Francesca con inmunoglobulina para equilibrar su sistema inmunitario. Los primeros días fueron pinchazos, cables, chupones y sensores. No fue hasta el quinto día de cuidados intensivos que Andrea la pudo cargar.

—Cuando la toqué por primera vez se sintió real. El instinto de protección y todo eso que antes era ajeno. Éricka tenía cinco días intubada y yo pensaba: “¿Será que lo va a lograr?”. Solo no puedo, y se lo decía a ella: “No puedo cuidar solo a Francesca”. 

El deseo de la lactancia quedó truncado cuando los médicos dieron a Éricka un medicamento para detener la producción de leche. Querían evitar una mastitis. Andrea alimentó a su hija con leche de fórmula.

Francesca pasó tres días más en cuidados intensivos. Para Andrea fue un alivio una vez que la tuvo en casa, pero supuso un ajuste en la dinámica. ¿Quién cuidaría a Francesca cuando él estuviera en la clínica? 

Así comenzó Úrsula, de 30 años, nunca madre, nunca primos chiquitos en la familia, a cuidar a su sobrina. Pintó paredes y trajo plantas para darle la bienvenida. Úrsula quería que su sobrina no sintiera la soledad de llegar a casa sin madre —y a veces sin padre—. 

Había renunciado a su vida en México para eso: para aliviar las responsabilidades a su hermano. Con la ayuda de Rosa (su nana cuando eran niños) empezaron a darle contacto humano a Francesca. 

—Para mi hermana fue un choque —dice Andrea—: volverte mamá sin haber pasado por todo ese proceso. 

En la clínica, el desmejoramiento de Éricka era progresivo. Habían hecho todo lo médicamente posible para contener la muerte. Andrea quería, ante cualquier desenlace, que Éricka conociera a su hija. Los médicos no autorizaban por protocolo médico.

Una noche, Andrea recibió una llamada de un número desconocido. Úrsula vio a su hermano sobresaltado y, mientras hablaba, se puso rojo. Se tomó la cara y comenzó a llorar. Llamaban de la clínica: “Te estamos llamando de parte de Éricka. Ella nos pidió que te llamara para decirte que te quiere mucho y te ama”. 

“¿Por qué nos pasó esto?”, dijo Andrea luego de colgar. 

Úrsula, en cambio, pensaba cómo Éricka había logrado que llamaran desde un lugar donde no permiten teléfonos:

—Éricka no podía ni hablar porque tenía un tubo en la garganta y no sé cómo habrá hecho para convencer a ese enfermero de que llamara. Mi hermano se aferró a la idea de que esos eran los últimos minutos de la vida de Éricka. Y yo más bien pensaba “Se va a salvar. Éricka es demasiado arrecha”.

Úrsula y Francesca D’Amico. Fotografía de Ernesto Costante | RMTF

Úrsula y Francesca D’Amico. Fotografía de Ernesto Costante | RMTF

5

Aquella mañana en la que los médicos informaron sobre los tres escenarios de Éricka, también llamaron de Administración. Andrea, que hasta los momentos había confiado en su seguro médico, no se imaginaba lo que venía. 

El seguro no lo estaba cubriendo desde hacía 16 días. La deuda, 65 mil dólares —y seguía—. Éricka tenía una póliza de 200 mil dólares, pero el seguro reconoció 50 mil. Casi el doble de lo estipulado por el gobierno: desde marzo de 2021, la Superintendencia de la Actividad Aseguradora, encargada de regular los seguros en Venezuela, ordenó mediante una circular que las coberturas para covid-19 tuvieran un límite. Entonces, daba igual si alguien había comprado un seguro de 200, 400 o un millón de dólares pensando en el coronavirus. Según la regulación de la Superintendencia, la cobertura para covid-19 es de un máximo de 14 días de hospitalización en UCI y hasta 420 petros —poco más de 23 mil dólares—.

Y no terminaba ahí. 

A Éricka le habían prescrito unas pastillas para la fibrosis pulmonar. Las consiguieron a través de un familiar de un paciente fallecido y, por supuesto, Andrea las pidió de inmediato.

—¿Cuánto es? —preguntó. 

—1800 —respondieron.

—¿1800 bolívares?

—No: 1800 dólares.

Ese día llegó a casa con la caja de 190 pastillas de las 270 que Éricka necesitaba. 

—No tienes ni idea de cuánto me acaban de costar estas pastillas —le dijo a Úrsula sosteniendo la caja en mano—. Me quedé completamente en cero y tengo una bebé.

Ante tantas situaciones, Úrsula creó una campaña en GoFundMe, una página para reunir donaciones. En Venezuela es común pedir dinero por ese medio: la necesidad le ha ganado a la vergüenza de pedir. No se puede abrir una campaña desde el país y, además, necesitas una identificación americana llamada social security. Úrsula llamó a amigos fuera de Venezuela que se encargaron. No pensaban que iban a recolectar demasiado. 

—Fue difícil que mi hermano se abriera —dice Úrsula—. Le expliqué que no sabíamos qué iba a pasar con Éricka. Entonces resultó: la gente estaba conmovida, pero nosotros del otro lado estábamos aún más conmovidos. El primer día recaudamos 12 mil dólares. Siento que esta experiencia nos enseñó que no está mal pedir ayuda.

El fin de esa semana, llevaron a Francesca a su primera consulta con el pediatra. Andrea habló de su caso y el médico le dijo que a veces los seres humanos tenían misiones puntuales y la de Éricka —quizá— había sido traer a Francesca. 

—De alguna forma, mi hermano estaba aferrado a que Éricka se iba a salvar. Pero ese fin aceptó que no fuera posible.

Andrea y Francesca D’Amico. Fotografía de Ernesto Costante | RMTF

Andrea y Francesca D’Amico. Fotografía de Ernesto Costante | RMTF

6

Éricka tenía 39 días en la clínica, 12 en cuidados intensivos, cuando Andrea recibió una llamada.

—Acabo de hablar con uno de los jefes de cuidados intensivos y dice que tienen que traerle la bebé a Éricka. Cree que es la única forma de que pueda reaccionar. 

Detrás del teléfono, una amiga cirujana que había estado pendiente de Éricka. Andrea pensaba en las ganas que tenía su esposa de ser mamá: si moría, al menos conocería a su hija. Envolvió a Francesca en mantas y salió a la clínica. 

No existen protocolos para que un recién nacido ingrese por visita a cuidados intensivos. Pero los médicos sabían que Éricka no estaba en capacidad de contagiar, así que accedieron. “Fue más una medida humanitaria”, dice Julio Castro. “Si Éricka moría, por lo menos permitimos que conociera a su hija”.

En los pasillos, el personal de salud reconoció a la pequeña. Para Andrea era una situación estresante y a la vez emotiva. En la habitación, varias enfermeras se acercaron y le hablaron a Éricka. 

“Éricka, mírala. Qué hermosa”, decían mientras Andrea le acercaba la bebé y se la mostraba. “Éricka, mira a la bebé. Agárrala”.

Andrea lloraba porque su esposa estaba postrada, más inconsciente que consciente. En el fondo no creía en esa situación. Sacaron a Francesca, le dieron un baño y la vistieron con ropa nueva. 

Ese día no pasó nada. Tampoco al siguiente. 

Éricka apenas sobrevivía. Sus intercostales, ahí donde los boxeadores pegan, estaban heridos: los médicos debían sacar el aire comprimido a través de una punción con una especie de lanza. Y no fue una vez, ocurrió durante semanas. Aquello era como recibir puñaladas. 

Pero al segundo día, luego de la visita, algo cambió. El pulmón de Éricka —que llevaba semanas muerto, que había sufrido dos neumotórax— comenzó a expandirse. Los médicos pensaron que esa terapia de hija-madre debía repetirse. Entonces Andrea volvió con Francesca. Éricka, más consciente, la pudo cargar. Francesca tenía casi un mes de nacida cuando conoció las manos de su madre. 

—Hay cosas que nosotros no podemos explicar —dice Julio Castro—. Hay una coincidencia: la niña y un cambio de medicamentos que hicimos. Pero la probabilidad de que Éricka muriera era entre 96 y 98%. Y eso en medicina es raro: que alguien regrese de una situación como esa. Es difícil pensarlo.

Llegaron dos semanas después a casa. Subieron a Éricka en silla de ruedas, todavía tenía la herida de la traqueostomía. Éricka pidió que le abrieran el balcón de su casa y se quedó respirando. Andrea estaba detrás y se acercó.

—Me dieron ganas de llorar y ganas de abrazarla. Me dije: “Por fin estás aquí”.

Fotografía de Ernesto Costante | RMTF

Fotografía de Ernesto Costante | RMTF

***

Éricka no recuerda que estuvo embarazada. Solo conserva imágenes de cuando compró ropa para la bebé y cuando habló sobre la dieta del embarazo. 

Las últimas semanas en la clínica fueron agitadas. El banco de Andrea en Estados Unidos le cerró sus cuentas sin explicación. Terminó viajando para recuperar su dinero. Éricka tuvo recaídas que comprometieron su evolución. Sufrió un tercer neumotórax; sus músculos respiratorios fallaron. No podía eliminar completamente el dióxido de carbono y se concentraba en su cuerpo produciendo un efecto narcótico (narcosis por CO2). La deuda final fue de 171 mil dólares: el seguro cubrió 50 mil, Andrea pagó 30 mil de lo que recogió de las donaciones. Quedaron 91 mil pendientes por pagar.

Éricka sigue recuperándose en casa. Continúa con oxigenación a través de cánula nasal. Tampoco recuerda lo que vivió esos 57 días en la clínica. 

Las personas que pasan tiempo prolongado en cuidados intensivos pueden desarrollar amnesia. Lo llaman síndrome post-UCI: es un deterioro cognitivo debido al uso de ventiladores mecánicos y sedantes. Estos pacientes post-UCI pueden experimentar efectos delirantes.

—Que Éricka no recuerde su embarazo —dice Úrsula—, hace que todo sea más complicado. Ella está haciendo su mejor esfuerzo. Genuinamente se está obligando a entender que esa bebé es suya. Es triste porque todo este tema mediático de “Éricka y Francesca” es más hondo de lo que se ve superficialmente. Éricka está librando una batalla para hacer consciente eso que la gente le dice que ocurrió mientras estaba dormida.

Fotografía de Ernesto Costante | RMTF

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—Al principio estaba 100% convencida de que estaba soñando —dice Éricka—. Lo que recuerdo es como un sueño, pero tipo pesadilla. Todo se mezcla: no sé qué es la realidad y qué no. Todos los días me pregunto si esta es la realidad porque pasé mucho tiempo dormida y no sé si estoy soñando. 

Mientras habla, se va la luz en su casa. Nos damos por enterados porque el concentrador de oxígeno se apaga. En la madrugada ocurrió un apagón masivo que se prolongó en varios estados de Venezuela y zonas de Caracas.  

A veces, cuando Éricka se confunde y le cuesta reconocer la realidad, Andrea le dice que disfrute el sueño.

***

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Créditos

Jefatura de diseño: John Fuentes

Dirección de Fotografía: Roberto Mata

Edición: Ángel Alayón, Oscar Marcano, Valentina Oropeza

Texto: Ricardo Barbar

Fotografías: Ernesto Costante | RMTF


Caracas, 12 de febrero de 2022