Perspectivas

La adicción al poder

30/03/2019

Macbeth, Banqou y las tres brujas, pintado por Henry Fuseli y grabado por James Caldwell

La voluntad de poder no es más que hacer visible el deseo por evitar la muerte. Como esta es inexorable, el ser humano suele engañarse intentando una vida en la que la voluntad logre imponerse cuanto sea posible. El poder ofrece esa ilusión: el olvido parcial de la muerte. Unas relaciones tensas y dinámicas a la vez en las que el individuo intenta que su bienestar prevalezca. Como no es posible que una sociedad pueda ofrecer el mismo nivel de bienestar y reconocimiento a cada individuo, unos luchan por imponerse a otros y esto implica, muchas veces, luchas hostiles y crueles en las que se impone la destrucción entre iguales. Aunque sabemos (sobre todo después de Nietzsche y Foucault) que las relaciones de poder son dinámicas y se dan en todos los ámbitos en los que actúa cualquier ser vivo, ninguna relación de poder es tan paradigmática como la de los gobernantes políticos. La literatura ha estado obsesionada con este tema desde siempre y aprovecha su grado ejemplarizante para hacer que la representación del arco completo entre ascenso y caída sea pasmosamente evidente. Como el ser humano, en general, suele estar de espaldas a la muerte, es natural que se coloque también de espaldas a la literatura.

Macbeth es un ejemplo fascinante en este sentido. No se trata de alabar —algo innecesario a estas alturas— el genio shakesperiano por enésima vez, sino resaltar las peculiaridades que ofrece un personaje literario dotado de una capacidad tan lúcida para comprender no sólo su propia destrucción sino la naturaleza fascinantemente autodestructiva de todo principio vital. Macbeth es un personaje terriblemente seductor porque introduce la sospecha como actitud definitiva de la modernidad: ¿y si el destino no fuese más que autosugestión?, ¿y si el universo no fuese más grande que uno mismo?, ¿en verdad la muerte es tan poderosa e inevitable? Los esquemas suelen designar a Hamlet como el héroe de la duda, el eterno postergador, el obsesionado amante de su propio discurso, el filósofo prerromántico negado a actuar. Pero, por lo general, se suele obviar el carácter proclive a la duda también presente en Macbeth; tal vez porque esta faceta ha sido opacada por su implacable tendencia a la acción. La duda en Macbeth nunca está relacionada con el hacer, sino con algo mucho más oscuro: el vacío después de haberlo logrado todo. Macbeth es melancólico en intervalos reflexivos, entre unas muertes y otras, entre unas acciones y otras. Su pulsión asesina no es fría y típicamente criminal, sino reflexiva y rica en matices anímicos.

La pregunta subyacente en la tragedia es: ¿ha valido la pena tanta maldad? Todo el proceso vital de imposición de una voluntad y concreción de una ambición, ¿encierran el sentido de la vida?, ¿hay algo más allá?, ¿algo difícil de expresar con palabras? Incluso en términos formales, hay que preguntarse siempre por el extraño caso de una “tragedia” en la que un criminal recibe su merecido. La cuestión es que asistimos al tránsito de alguien aparentemente leal y virtuoso que terminó convertido en criminal; esa es la novedad. Es una “criminalidad” absurdamente cercana que produce un efecto ambiguo: la identificación relativa con la maldad. Las brujas son la representación del destino, pero este es sólo un término para designar ese pozo oscuro que se hallaba contenido dentro de sí y que encontró un cauce gracias a estímulos contundentes: la ambición muy bien definida y una esposa de carácter determinante. Pero ambas terminan opacadas y debilitadas por el monstruo interior que ha sido alimentado por la voluntad última de Macbeth: poner bajo sospecha las creencias y los valores culturales dominantes, además de demostrar que el mal es fascinante.

Su intento de supervivencia no está exento de una perplejidad racional pocas veces vista en la historia de la humanidad: “Hay veces que tenemos por amor, lo que en realidad es desgracia”, “sé sanguinario, audaz y riéte de cualquiera que tenga poder”, “las primicias de mi pecho, son las primicias de mi mano”, “ya casi he olvidado el sabor del miedo”, “me he saciado de espantos, y el horror, compañero de mi alma homicida, no me asusta”. Cada una de estas frases, dichas como en ráfagas, evidencian el proceso interior que atraviesa el personaje. Este tránsito culmina en su reflexión más lúcida: “La vida no es más que una sombra que pasa, un miserable actor que se agita orgulloso sobre el escenario y después no se le oye más; un cuento narrado por un idiota, lleno de ruido y de furia, y que no significa nada”. De allí en adelante, la convicción de Macbeth es creer que su naturaleza es invulnerable e indestructible. “Empiezo a estar cansado del sol y ansío que el universo estalle en pedazos”. Incluso, cuando ya el destino ha revelado su engaño y constata que todo se cumple fatalmente decide no rendirse. “Aunque el bosque de Birnam venga a Dunsinane y aunque tú, mi adversario, no nacieras de mujer, lucharé hasta el final”. Ese impulso tan inútil permite intuir los estragos que ha logrado la ambición en la psique de ese individuo. La destrucción física es el paso necesario para la purificación del reino y del colectivo. Pero el arrebato final queda instalado como gesto desafiante que anuncia una nueva época en la que el hombre se sentirá cada vez más grande y se considerará centro del universo.

El contraste entre Macbeth y Hamlet es la disposición del primero a actuar: “a cuanto el hombre se atreva, yo me atrevo”. La frase es ambigua porque termina invirtiendo su sentido: la humanidad, a partir de Macbeth, se atreverá a más. Hamlet, en cambio, es mucho más pasivo e intelectual, está fascinado con su poder de elaboración del discurso. Se enamora de sus propias palabras y está asombrado del grado que ha alcanzado su propia inteligencia, lo que cual le dificulta la acción. Su principio de acción es filosófico y termina siendo tan destructivo y nefasto como el principio de acción física de Macbeth. Ambos están asombrados de sí mismos: Hamlet porque se escucha a sí mismo y Macbeth porque admira en sí mismo cuán lejos ha llegado su voluntad. Ambas obras son prodigios de modernidad: un cocktail terrible de autocomplacencia, inteligencia y destrucción. La pregunta siempre prevalece: ¿por qué aferrarse al poder una vez que la verdad ha sido desvelada? Algo hay en el hombre que le impide alejarse de la tozudez definitiva y le hace preferir que el universo estalle en mil pedazos antes que retirarse con perfil bajo a constatar la pequeñez de la condición humana.


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