Perspectivas

Guillermo Sucre: la felicidad y el árbol de la tormenta

Retrato de Guillermo Sucre, por Vasco Szinetar.

28/07/2021

Con estas notas voy a detenerme, por razones temáticas y expresivas, pero especialmente porque son textos que me conmueven (que me acompañan siempre) de manera muy honda, en tres libros de Guillermo Sucre: Mientras suceden los días, En el verano cada palabra respira en el verano y La segunda versión.

I

«Todo empieza en un río y una ciudad reverberando sobre una roca…»

«Tiene ahora catorce años y todo lo ha perdido»: dos frases distribuidas en un poema de Guillermo Sucre, que pueden referirse exclusivamente al sujeto del texto, pero que hemos traído aquí para aludir a ciertos datos en la biografía del escritor.

Allí está el muchacho. Al atardecer, en el malecón, con «las piernas colgando sobre las aguas». El lugar, que se suspende sobre una roca, es Ciudad Bolívar; y la terrible corriente de las aguas en invierno tiene un nombre: el Orinoco.

Sabe que algún día ya no estará allí. Tiene ahora catorce años y todo lo ha perdido. Quiere fijar la luz, transparentar el río. No se conoce ese aire o esa luz para sobrevivirlos. Esa piel de las piedras, cálida, ya no volverá a tocarla. Levanta la mirada. Un rostro ya tostado por el sol, ya también absorto. Un dios. Lo siente: hay un dios con él. O hay un dios que es él, que está en él. Solitario y hostil. Un adolescente que conoce la muerte.

Allí está el muchacho, en el malecón. Antes de ese instante, su padre, Juan Manuel Sucre, y su madre Inés Figarella, han tenido cinco hijos en el matrimonio. Guillermo Sucre es el último y nació el 14 de mayo, en 1933. La madre venía de El Callao; el padre trabaja como comerciante de la casa Blohm; pero la familia vive en un lugar de grandes cielos y de súbitos boscajes: Tumeremo. Aquí nace Guillermo. La fiebre amarilla derriba al padre en 1934, casi a punto de cumplir cuarenta años («Voy y veo la muerte que alumbra/ Con mano ciega cierro sus ojos/ Su nombre fue Juan/ soleada sílaba de sílex/ Sometió ríos espesas fronteras/ La tierra le fue más ancha que sus sueños»). Entonces la familia emigrará a Ciudad Bolívar. Aquí ocurrirán los estudios de primaria, la noción de la ciudad y su río y, en el comienzo de la adolescencia, la cercanía con su abuelo: Juan Manuel Sucre Ruiz. Este posee una biblioteca a la cual acude, con irregularidad, el muchacho. Lee allí una biografía de Antonio José de Sucre, textos de Historia, libros de cronistas. También algunas novelas de Dumas y las Rimas de Bécquer. El abuelo ha escrito, por su parte, un Diario sobre la revolución Libertadora, es miembro de la Academia de la Historia, colabora con el periódico local El luchador, donde publica bajo el significativo seudónimo de Juan de la Cruz.

Pero ese abuelo, que había cambiado la pajilla «por su gorra vasca», que se reconoció en «la vida vertiginosa del hijo que llevaba su nombre», guardaba, para Guillermo el niño, un tesoro singular: la granja Las Acacias en el Manacal, a donde la familia iba con frecuencia («…esa otra claridad que es el frescor en el sigilo de la tarde, lejos el Manacal manando agua… ¿Vivir será también así, abuelo?»).

En el malecón, sobre las fuertes aguas, está el muchacho de catorce: sin saber que dentro de dos años volverá, por fin, en vacaciones a Tumeremo, de donde salió muy pequeño; que tendrá de nuevo las calles y las arboledas amadas por sus padres: pero que ninguno de ellos estará. En agosto de 1945, Guillermo se traslada a Caracas, iniciando el bachillerato en el Liceo de Aplicación. Uno de los hermanos lo ha precedido. La extensión, la sorpresa y el fresco clima de la nueva ciudad, lo acogen, lo enamoran. Viven en una casa de El Pinar, cerca del puente “9 de diciembre”. Todo podría ser espléndido, pero una crisis de salud impone que la madre sea operada, y muere. Nada de esto sabe el muchacho del malecón, aunque «hay un dios con él. O hay un dios que es él, que está en él. Solitario y hostil. Un adolescente que conoce la muerte».

Después, en Caracas, los hermanos viven en un apartamento por El Silencio. Guillermo cursa quinto año de bachillerato en el Liceo Andrés Bello, que es dirigido por Dionisio López Orihuela. Es el año escolar 1949-1950, y la oscura cadena de acontecimientos que lleva a Marcos Pérez Jiménez al poder suscita una seria actividad política en el liceo. Tal vez una de las secuencias políticas que el abuelo no imaginó para su Diario comienza a ser vivida por Guillermo. Se ha creado el Grupo Cantaclaro, de evidente eco galleguiano; y entre política y literatura, los jóvenes –como Guillermo– afrontan algunos acontecimientos de la ciudad. Aún gobierna Carlos Delgado Chalbaud cuando, con ocasión de un acto en el Centro Venezolano-Americano (un acto ligado a España), junto a varios compañeros, Guillermo es llevado a la cárcel Modelo. Permanece preso durante tres semanas.

Ha venido escribiendo relatos desde el Liceo de Aplicación. Ahora, en el Andrés Bello colabora con la dirección del periódico Espiral. Y de estos meses surge un texto titulado Soledad invertebrada.

Ingresa a la Universidad Central de Venezuela para estudiar Filosofía. La huelga de 1951 entorpece este proyecto. La Universidad pierde su autonomía y el gobierno traslada al cuerpo académico desde los viejos salones, arcos y torrecillas de San Francisco a la modernísima Ciudad Universitaria que Villanueva ha levantado en el este de Caracas.

Meses después doce estudiantes –como un reto a la dictadura militar, como una defensa al propio cuerpo universitario– toman las instalaciones de San Francisco. Entre ellos están Manuel Caballero, Eleazar Díaz Rangel, Rafael Cadenas. Guillermo Sucre es detenido allí; pasa dos semanas en la cárcel de El Obispo, tres meses en la cárcel Modelo y, finalmente, en mayo de 1952, a los diecinueve años, debe salir de Venezuela. En Chile permanecerá hasta 1955. («La capital austral acogió mis pasos, los vestigios/ aún recientes de mi país sobre la piel;/ día a día hasta mí llegaba su iracundo rumor…»). Cursa aquí Literatura, en el Instituto Pedagógico. Resulta fácil imaginar cómo el ágil muchacho del malecón y el río; cómo aquel fragmentario lector en la biblioteca de su abuelo; cómo el sólido soñador de la hacienda y el Manacal, se ha convertido ya en este hombre de veintitrés años: algo grave en su humor penetrante, callado hasta que el entusiasmo le permite seguir un pensamiento con calor, y en cuya mirada oscura parece haber una madurez precoz. Del niño que aún aguarda al borde del río, surge este observador que se asoma a otras aguas: las del lenguaje, de la escritura: a esa forma de la duda que es la literatura. Ahora, en Chile, se convierte en un lector incesante: lo dice esa parte de su primer libro (Mientras suceden los días), que debe haber sido imaginada o escrita aquí, en 1955.

Ese mismo año, a través de la Alianza Francesa, viajará a París, donde toma cursos propedéuticos en La Sorbonne. En 1956 el gobierno de Pérez Jiménez comienza a dar visas para algunos exiliados. Sucre regresa a Venezuela y permanece tres días en la Seguridad Nacional de Caracas. Como en un obligado circuito la policía lo lleva a la cárcel de Ciudad Bolívar. Allí estarán también Lairet, Bayardo, Pedro Espinoza. Y en otro pabellón de la cárcel encuentra al poeta José Rafael Muñoz, a José Vicente Abreu. A su lado, siempre, estuvo prisionero también José Francisco Sucre, su hermano. Aquí permanecerán hasta la caída del régimen en enero de 1958.

Desde dos años antes, en un café cerca del Teatro Municipal, un grupo de narradores y poetas se reúne asiduamente, para conversar sobre literatura. La Seguridad Nacional sabe que no son inocentes tales encuentros; y muchos de los asistentes terminarán torturados en prisión. Pero al ser derrocado Pérez Jiménez, el grupo edita la revista Sardio, en cuyas páginas colaborará Guillermo Sucre. Diversos sectores políticos integran su cuerpo de redacción.

Así, al regresar a Caracas desde la cárcel de Ciudad Bolívar, Sucre prosigue sus estudios, ahora en la Escuela de Letras, donde se graduará; comienza a trabajar en la Dirección de Cultura de la Universidad Central de Venezuela, junto a Pedro Duno y Rodolfo Izaguirre; y concluye la escritura de su libro Mientras suceden los días, que no será publicado hasta 1961.

Mientras suceden los días consta de tres partes, escritas en 1955, 1956 y 1957. Con frecuencia, en ellas el verso tiende a no ser breve, a asumir un denso ritmo que lo aproxima a la prosa, al versículo. Con tal extensión, el poeta señala de algún modo que su frase no se acoge a límites prefijados; su lenguaje, sin embargo, es preciso y elegante: dedicado a mostrar imágenes sobre cuya sensualidad la reflexión avanza como «algo menos melancólico y aun lúcido». Es verdad que son evocados los días del país austral, exaltadas algunas concreciones del amor y reconocidos ciertos asomos del éxtasis íntimo, dentro del día, del verano, de la soledad. Pero un tema subterráneo invade con sus estallantes anillos, estos versos de civilizada cadencia: la celebración del instinto. Al vértigo de esta fuerza, a sus «graves ceremonias», al júbilo de su ascenso, a su «castigada jerarquía», el poeta dedica la irradiación de sus palabras, prodigándolos como centro de vida.

¿De quién están cerca estos poemas? ¿De un Neruda muy bien interiorizado, precozmente de Paz? ¿De Saint-John Perse? Su limpidez, sus imágenes azogadas, instauran sin embargo una voz singular:

Atado como siempre a tu simetría de oscuro río

que fluye entre mis manos (I, I.)

(…)

…hacer sitio para el cuerpo del amor

y otro sitio más secreto para las raíces de la tierra… (I, II)

Una «lámpara pensativa» recorre las experiencias expuestas:

Del hombre exalto el júbilo

de su instinto… (III, V)

Recorre, como hemos dicho antes y en primer lugar el sitio, el cuerpo del amor. Pero Mientras suceden los días recoge de manera enigmática, oblicua, una constante en la literatura venezolana hasta mediados de los años sesenta: la cárcel. La «III Parte» del libro, escrita en 1957, confiesa la comunión del poeta con la Historia: ese otro grado del exilio en la propia patria, de la soledad y el orgullo. La cárcel se cierre como una corrosión y un lento dolor, pero también como un lúcido estado de plenitud viril, de superioridad. Veamos discurrir el poema:

Nadie que fulgure vive aquí su destello,

sino su abismo… (III, I)

(…)

Entre rejas, entre nostalgias, cuando ya todo se sumerge

o se aplaca en el corazón…

La conciencia del poeta (aquella experiencia, ahora el texto) constituye lo luminoso dentro de la sombra. Una paradoja, sin embargo, revierte la situación del preso y permite que su misma condición lo enaltezca:

Déjalos que así me acechen, esos seres

en el vacío, sin sonido,

rabia y espuma de la muerte.

Déjalos que aquí me clausuren.

También les da cárcel mi fulgor. (III, VI)

En efecto, la voz del poeta otorgaba libertad a su encierro. Y su «fulgor» (su conciencia, el poema) encierra a los carceleros, «seres en el vacío» dentro de los versos, donde aún permanecen desde 1957. ¿Tenemos en Venezuela otro poema de la cárcel donde la inteligencia sea el arma para defender el ser?

No quiero apartarme de este libro sin comunicarles mi sorpresa acerca de cómo un movimiento subterráneo –aparentemente solo conectado al sufrimiento del exilio político– se asoma aquí cada tantas páginas. Se trata de la exaltación del odio:

Entonces (…)

… presentí la antigua intemperie

del odio o del amor…

[que] adquirieron una forma humana en mi espíritu. (II, II)

La cólera, el odio, se materializan como formas de dignidad. La cárcel y el exilio encuentran en ellos un escudo.

Mi fuerza laureada por el odio… (II, V)

… doy al fuego lo más feroz

lo más puro del odio que rezumo

y ardo luego en sus llamas

como en mi sangre. (III, V)

Perfectamente ajustado a la parte épica del libro, este tema posee, no obstante, una versificación directa, metaforizado de manera tal que parece saltar del verso, convirtiéndose en aullido. Su fuerza es tanta que anula por momentos el canto al amor y al instinto. Es una raíz. Milagroso misterio de un basso continuo, que esperará treinta años para aflorar vertiginosamente, como veremos.

En 1959 vuelve a París, donde permanecerá hasta enero del 62. Esta vez lo hace becado por la Universidad Central de Venezuela y por el gobierno francés. Estudiará literatura francesa y emprenderá una tesis (nunca concluida) sobre César Vallejo. Cuando vuelve a Venezuela, pasa a ser profesor en la Escuela de Letras con las asignaturas Teoría Literaria, Corrientes Literarias Contemporáneas y, desde luego, Literatura Francesa. Trabaja en la revista Zona Franca, dirigida por Juan Liscano, en el Suplemento Literario de La República; y en 1965 concluye, como trabajo de ascenso en la Universidad, su libro Borges, el poeta. Dos años después dirige la revista Imagen y se edita su texto sobre Borges en la colección de la Universidad Autónoma de México. El mismo será traducido por Pierre de Place para la serie “Poétes d`aujourd`hui” (Seghers, París, 1971) y retomado por Monte Ávila Editores de Caracas, posteriormente.

Borges, ese sacerdote del idioma y de la infinita copia de sí mismo (ambos laterales rasgos de su singularidad), logra en la cercanía de los años sesenta una difusión mundial. Lo cual no solo inviste a la literatura latinoamericana de un nuevo carácter (el de Borges: al lado de los censos de ganado y otros localismos), sino que atrae a la crítica internacional hacia el insólito circuito de sus narraciones. Menos famosa, pero no menos importante, era la obra poética que Borges había escrito desde su juventud.

Basta revisar los innumerables estudios sobre Borges (o las entrevistas que le hacen a diario) para corroborar que, casi siempre, las ficciones del maestro, así como sus ceñidos textos críticos, son superiores a quien trate de interpretarlos. Imán previo, Borges mismo devora a estos al ser frotado su lenguaje con el de los críticos.

En este sentido, el libro Borges, el poeta se volvía excepcional por varias razones. Una de ellas, evidente, es que constituía ya la mejor introducción (o complemento posterior) para la lectura de la poesía borgeana. Otra, su tono: conducente y discreto, ajeno a cualquier impulso por convencer. Otra, su estupendo capítulo acerca de la narrativa de Borges y las conexiones entre esta y lo poético. Otra (para detenernos), que al diseñar el texto sobre Borges, Guillermo Sucre el poeta está perfilando un territorio crítico en el cual se moverá más tarde. Destaquemos, entonces, solo dos frases que Sucre escribe en el prólogo a la edición de 1974: «De un escritor vivo, creo que decía Eliot, solo es pertinente hablar en términos de autenticidad o no; la prueba de su grandeza es decisión del tiempo». Sucre se inclina por destacar la singular autenticidad de Borges antes que su grandeza. Y lo hace tomando una cita de Eliot, acerca de la cual («creo que decía») parece vacilar. Todo un programa de análisis, que toma la duda como apoyo teórico: la duda lúcida que originará juegos y riquezas de gran exactitud en su labor crítica. La otra línea del prólogo dice: «…los poetas son (…) más lúcidos que los críticos». ¿Podrá Guillermo Sucre, después de haber escrito su libro sobre Borges, seguir siendo el mismo poeta o el mismo crítico de antes?

Entre 1968 y 1970 Sucre vive y trabaja como profesor universitario en Pittsburg, dictando cursos en literatura latinoamericana. Para el 70 recibe una beca Guggenheim y se traslada a Washington. Luego, entre el 72 y el 75, regresa a Pittsburg. Desde 1962 hasta 1969 escribe los poemas de su libro La mirada, que circulará en 1970.

En su primera parte, cierta prolongación de las frases pareciera guardar un eco, en este libro, del anterior. Pero el efecto es solo formal: ya no existe la evocación encantatoria aquí, como tampoco en el resto del volumen. Y aun tal vínculo expresivo desaparece en los contenidos versos siguientes. «Las memorias han pasado» y un corporal presente adviene como objeto de percepción, de canto, de reflexión. El instrumento psíquico con que el poeta asume esta nutritiva realidad es, desde luego, la mirada. Pero en su forma sensorial y abstracta, en sus movilidades espirituales y físicas. La mirada (no el ojo) sigue a un cuerpo amado, a situaciones compartidas, a mutaciones de seres, lugares y momentos; pero vigila, asimismo, «el seco licor del lenguaje» o «la posibilidad de estar desnudos en el poema»; es decir, tanto las evidencias (o alusiones) temáticas de cada verso como a su nacimiento y organización verbal.

En 1975 Sucre vuelve a Venezuela, donde trabajará por dos años como director literario de la editorial Monte Ávila. Luego pasa a la Universidad Simón Bolívar.

Entre 1969 y 1974 –estando en Pittsburg, Washington y Silver Spring– Guillermo Sucre escribió los poemas de su libro En el verano cada palabra respira en el verano, publicado en 1976.

Una palabra, que asoma a veces en Mientras suceden los días y con cierta frecuencia en La mirada, se instala definitivamente en el título de este nuevo libro, y atraviesa con su esplendor numerosos textos del mismo: la palabra «verano». La refractaria cualidad de ese título (En el verano cada palabra respira en el verano) refiere de una vez la personalidad de los textos: fragmentos en prosa, prolongadas frases y versos muy cortos, dotados de un mismo signo: su ofrecimiento de lectura fluctuante y, sin embargo, precisa. Como el título, los versos se abren hacia diversas disponibilidades del acento conceptual: y entonces podemos atender a una misma secuencia con variada libertad. Guillermo Sucre es, desde luego, un poeta profundamente visual: por ello la sostenida anunciación de cuanto es felicidad, su insistente tributo al cuerpo o a las cosas («naranja/ olor de la vista»), vuelven a ensamblar una antigua constante de su poesía, dentro de imágenes y términos menos untuosos: vuelven a recorrer las ocultas instancias del instinto. Solo que, ahora, el poema mismo es también un comentario a otra forma solar de lo instintivo: la inteligencia.

Desde un punto de vista lúdico (ejercitaciones vivaces del vocablo en la frase y su ambigüedad espacial), memorioso (la hija, la madre, el abuelo tramados dentro de un flash irritado, dulce) y psíquico, este resulta ser un volumen singular. La poesía de Sucre alcanza aquí (para utilizar esta palabra tan suya) un irrepetible esplendor.

Los textos se agrupan desde el pasado hacia el presente (de acuerdo con la fecha de publicación). Lo cual nos permite encontrar en su fondo un río (el Monongahela), cuyo transcurrir es aprehendido desde los ojos: «Viendo pasar el Monongahela» (1969-1971). Aquí se nos confiesa que:

…la poesía no se hace en silencio

sino con silencio

Mientras, paralelamente sentimos:

el río sí

que siempre sucede en el presente

Apenas en una evocación momentánea hacia quien fuera proscrito en 1930, se vislumbra

la vasta tierra y la tolvanera del galope

una patria desalmada y violenta.

Los «Entretextos» de 1971 tal vez constituyan una «larga conversación con la intemperie», en la que la luz del verano nos resulta equivalente a la sabiduría. Como hemos dicho antes, hay juego y humor, esos grados superiores de la discreción, de la inteligencia. Asistimos a memorables ceremonias de la intimidad:

la mano del verano se planta en tu cuerpo

con enamorada lenta avidez

(…)

alimentos terrestres: el placer y la muerte

(…)

elogio de la vida: reconciliarse con la muerte

Y tras ellas, el acompañamiento que va tejiendo un contrapunto:

no guardar silencio sino hacer manar el silencio

es lo que nos hace más jóvenes

(…)

la única forma de humildad: la sabiduría

(no lo contrario)

Hasta arribar al tema que se desarrollará en los próximos años:

podemos creer en milagros: la felicidad

la desnudaba

(…)

La felicidad conduce a la locura

Otra vez, apenas unos versos inquietantes, que subyacen:

no lo que queda por decir

sino por desdecir

y contradecir

(…)

licor de la blasfemia: embriaguez de solitarios

Lo demás en el libro, es decir, lo que vendría hasta 1974, es un arrebato de versificación en seda, palabras medidas como las líneas de la lluvia: perfectas y envolventes. Pensemos en un Whitman apasionado, en un Rafael Cadenas contenido. El lenguaje fulgura, la dicha estremece los rincones de la prosa, el discurso explora la felicidad y la expone, absorbiéndola, desconociéndola.

Claro que, según el poeta, se trata de

esas palabras que escribimos sin meditar o

después de haber meditado mucho (que es lo mismo)

Ya que

no estamos exilados en el mundo, estamos exilados en las

palabras

en el poema

No puedo leer aquí las dos primeras partes del libro, por lo que recurro ahora a alguna de sus páginas:

Ya uno solo tiene derecho a muy pocas cosas

Sé o algo me hace saber que no puedo hablar de la felicidad.

 

Abandoné mi casa y no he vuelto a ella

la cubrirán ahora las hiedras y en aquel traspatio

ni fuego ni mano que lo encienda

algún día la borrarán las lluvias y no estaré allí para 

levantarla de nuevo

(qué nos hace partir y cómo podemos partir)

 

Cómo entonces siquiera mencionar esa palabra que necesita

del amparo de una fidelidad para ser real.

Pero sé o creo saber que la felicidad existe

justamente allí donde no existe

que mantener al calor de su ausencia prepara

(si) no su destello su limpidez

Así pues no puedo hablar de la felicidad, pero

puedo callarme en ella

recorrer su silencio la vasta memoria de no haberla tenido

La felicidad ahora me doy cuenta no es el tema

de un discurso, sino el discurso mismo

un discurso que siempre se aparta de su tema o

que después de haber sido escrito descubre

discurre

que debe ser escrito de nuevo.

Pero en ellas el dolor, la muerte, la fraternidad, el amor,

son inexorablemente los signos que nos conducen a ese estado

inapreciable: la felicidad.

Sucre ha traducido al castellano poemas y textos de Saint-John Perse, de W. Carlos Williams, de Wallace Stevens, de René Girard; a la vez, hay poemas suyos en versión francesa, italiana e inglesa. También está en inglés su estudio sobre Octavio Paz: Poetics of vivacity (Universidad de Oklahoma, 1973).

Antes y después de su libro sobre Borges, escribió numerosos ensayos críticos, en revistas latinoamericanas. Sin omitir visiones sobre ensayistas y problemas teóricos de literatura; sin omitir acercamientos a algún narrador, dichos artículos tienen con frecuencia un centro común: la poesía. De allí que resultara bastante lógico el nacimiento, el desarrollo y la organización de un extenso ensayo suyo (escrito entre 1971 y 1974; publicado en Venezuela en 1975) sobre poesía hispanoamericana: La máscara, la transparencia. Como pocas veces en su historia, nuestro famoso Premio Nacional de Literatura quedó admirablemente justificado un año después, cuando fue otorgado a ese gran libro.

La máscara, la transparencia recorre, a través de cuatrocientas cincuenta páginas, la poesía de América Latina desde fines del siglo XIX hasta buena parte del XX, desde los profusos maestros Darío y Martí, hasta poetas de naciente obra, deteniéndose también en algunas figuras españolas de ese mismo período. Al leerlo, no podemos olvidar que el ensayo y la crítica, en Venezuela y en el continente, han sido desafortunados. Alfonso Reyes, Picón-Salas, iban a necesitar la aparición de un Borges y, posteriormente, de un Octavio Paz, para que el juicio y la elegancia escrita no se perdieran en estériles discursos. En nuestro país, Juan Liscano, Orlando Araujo, Elisa Lerner, Oscar Rodríguez Ortiz, María Fernanda Palacios, Julio Miranda (y ahora un interesante grupo de escritores recientes) responden por un ejercicio de la crítica, culto y atractivo. Pero en ninguno de ellos será la poesía el tema central de sus exploraciones.

La máscara, la transparencia, que exige un deleitable detenimiento, una extensa manera de lectura, para ubicar sus conceptos centrales y, desde ellos, ramificar conexiones entre poetas y obras, entre sucesiones estilísticas y temáticas, constituye, en primer lugar, una forma múltiple para que Guillermo Sucre reflexiones sobre la transfiguración del lenguaje poético en América Latina. Luego, el libro nos conduce a una seductora comprensión del universo verbal, en tanto que riqueza mental como reflejo y organización de la sensualidad. Una lectura erótica del idioma poético, un zigzag que descubre la realidad escrita como transparencia y como máscara de cierta unidad espiritual: todos esos polos y encuentros se resumen aquí, en este ensayo que bien merece ser concebido como el estudio más extraordinario sobre poesía, en nuestra historia y en nuestra lengua.

Fundador y colaborador de las revistas Plural y Vuelta de México, Sucre publicó en esta última (abril de 1993) unas urticantes notas: «Los cuadernos de la cordura». No voy a recordar aquí el escándalo que ellas causaron. Una fauna de escritorzuelos se lanzó contra él, pero –como siempre ocurre entre nosotros– no para objetar su posición política y literaria, sino quizá para atacar su orgullo, su aislamiento, su actitud crítica. También yo respondí a esas notas, angustiado por su tono corrosivo, autoagresivo, por su falta de precisión histórica.

Aunque Guillermo Sucre había trabajado como profesor en la UCV durante la década de 1960, ingresó a la Escuela de Letras de la misma, de manera estable, en 1989. Ocupa allí la jefatura del Departamento de Literaturas Clásicas y Occidentales. Dicta el taller de ensayo y Seminarios sobre poesía contemporánea, así como sobre El Quijote, Borges, Camus, etc.

Ha recibido el Premio Francisco De Venanzi 1996, otorgado por la UCV a investigadores de gran trayectoria. Fue electo para dictar la Cátedra Simón Bolívar en Cambridge.

En 1988 la editorial Vuelta publicó su poemario La vastedad. Y creo que en 1994 se edita La segunda versión en Sevilla (solo poseo una fotocopia, sin fecha), donde se recogen poemas escritos entre 1987 y 1992.

Las Memorias de un venezolano de la decadencia de Pocaterra están en el subsuelo de este libro, como lo están en aquel famoso poema «Derrota», de Rafael Cadenas. El abismo político y moral padecido por el narrador valenciano; la fragilidad última con que un yo perplejo se oculta en la negación, en el desencanto, en el lenguaje escueto –según el poema de Cadenas–: ambas vertientes vitales desembocan en este inquietante, terrible libro del último Guillermo Sucre. Yo lo he convertido en compañero y consuelo ante la ilegitimidad literaria que nos rodea y ante nuestro desastre social.

El poemario recoge, como En el verano cada palabra respira en el verano, nítidas evocaciones a la madre, a un amigo muerto, a la memoria herida (una corza blanca), a la penumbra. Y como en Mientras suceden los días, se celebra a una mujer amada, al amor mismo. Pero un aura de melancolía y de pérdida nos impide restituir la sensorialidad del primer poemario o el canto suelto a la dicha y al verano. Por otra parte, los versos son de una economía, quiero decir, de una transparencia calculadísima. Lo cual impone paradójicamente, en vez de seguridad para su sentido, una cierta perplejidad ante sus posibles significaciones.

Y ahora, el centro del libro es una llamarada; aquí estalla aquel sordo rumor del primer poemario: «las blasfemias, la noche sórdida, el odio o la rabia, la amenaza y la navaja, la culpa, la crueldad, el dolor, el oprobio, la inclemencia, la usura, los epitafios, la maldición, la insidia y el ultraje, el oropel, la retrechería, los agravios»: todos estos vocablos vienen a la circulación del texto, en un tramado a veces indirecto. Porque el libro se centra en una «tierra secreta»:

¡Qué poco pudimos darte, tierra!

Antes sentí que los mejores dones,

como en los partos, nacían del dolor.

Ahora sé que el dolor puede secarnos

y ya solo somos sensibles a la rabia

diaria de la vida que no logramos

vivir ni rehacer, y así pervertimos.

Siempre creí, tierra, que solo en ti misma

habías conocido la gracia y el perdón.

Más carácter tuviste que tus hombres.

 («Tierra secreta»)

¿Dónde quedó la alegría de vivir?

 («La vida aún»)

¿Habrá como un extravío

En la vida que solo vida

Da a los que no la padecieron?

(«El extravío»)

Los seres no sabemos ya reconocer la belleza.

(…)

Amantes, se han amado solo por esa visión semejante

a una condena

(«El último dominio»)

No hay duda: si «Derrota» resumió una intensa dualidad (los otros, la intimidad; el desconcierto y la responsabilidad), este poemario simboliza a la Venezuela doliente de fines del siglo XX. Tenemos otras extraordinarias voces poéticas que nos permiten el consuelo o la serenidad, el chispazo de la inocencia, del humor o el sesgo elegante de la belleza (y estoy pensando en Silva Estrada, en Chacón, en Montejo, en Sánchez Peláez, en Palomares, en los más jóvenes autores). Pero Guillermo Sucre ha reconocido el rostro terrible del agotamiento, la ausencia de los dioses o los sueños (¿no son lo mismo?), la fatua obscenidad de nuestra vida cotidiana. El poeta ha encontrado –para sus sentimientos– aquella imagen que, fresca, vital, amorosa, fue acompañando oscuramente su dolor, su odio, su aislamiento. Hemos llegado con él al «árbol de la tormenta» (que era parte del río y del fulgor salvador en la cárcel, en el exilio, en el amor, y hoy lo es de un país descentrado):

Siempre –escribí–

el árbol de la tormenta se desatará

sobre el río…

…Preserva, tierra, estas

imágenes, con ellas escribe lo que te he amado.

 También son epitafios.

Permítanme echar un vistazo a «La vida, aún», verdadero imán del libro y de nuestra psique actual, para que ustedes sientan sus llamas:

«La vida, aún»

¿Dónde quedó la alegría de vivir?

La desaprensiva lentitud en el trato

y la clara mirada de orgullo,

la vislumbre del carácter y el destino,

la mano que sabía prohibir y consagrar,

los cuerpos que dan gracias al alma

y ágiles como la parra se enlazan

en las noches del placer y también

del dolor; todo lo que fue ceremonia

frugal o generosa celebración ¿ahora

dónde está, bajo cuánto oropel

y odio y oprobio yace? ¿Hay seres

que aún vivan en la amistad del clima,

respiren el hálito de la tierra

cuando amanece, se bañen en el mar

como una purificación? ¿Es hermosa

aún la hermosura, se ilumina su rostro

en los días aciagos y lo amamos

con paciencia?

¿O solo hemos sido

sangre rencorosa, paciente solo

para la insidia y el ultraje?

¿Conocimos alguna vez la pasión,

el padecimiento de su larga herida?

¿O apenas nos alcanzó el alma

para la astucia, el requintado

honor; la ávida vanidad? ¿Alguna

vez fuimos justos sin mediar

el escarnio? ¿Y entre tanto ahí

estaba el escarnio desesperado

en la miseria, y piedad

no tuvimos, ni reverencia? ¿Y entre

tanto, por todo lo que cuesta ser

hombre, apenas éramos venezolanamente

retrecheros?

O solo fue falaz

la vida, y venal. Solo ella no supo

ser austera, no se jubiló a tiempo,

ni siquiera tuvo tiempo de sacar

un seguro de vida. A todos

se prostituyó: era demasiado hermosa

y solo quería dar placer,

o su ilusión. En el fondo, nunca

pensó que iría a morir. Ahora busca

refugio en la memoria, deambula

por jardines desolados creyendo

cifrar en la rosa o el jazmín que amó

el íntimo y desnudo destello

que la prendía al mundo. Se va llenando

de ruinas en la casa que cubre

la hiedra. Se da cuenta de que ya no

cuenta, y limpia sus máscaras.

Ahora aprende a vivir su único

rostro: su secreta agonía.

II

Nada de eso conoce el muchacho de catorce años que se inclina sobre las aguas en el malecón de Ciudad Bolívar. Después, cuando sea hombre, serán otros los ríos y mares del mundo (también del lenguaje) a los cuales se asomará ansioso y seguro de haberlo perdido todo.

Tampoco es necesario que sepa sobre su verdadera existencia, aún futura mientras permanece en el malecón. Porque realmente nada suyo, de aquellos catorce años, persiste hoy, sino esa página de En el verano cada palabra respira en el verano, donde un poeta que es él mismo lo inventa para devolverse al pasado.

(1981-1997)


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