Fotografía de María Elisa Manzur.

Fotografía de María Elisa Manzur.

Por Raúl De Armas


Al borde de la autopista Prados del Este de Caracas, sentado y con las piernas colgando sobre una caída de treinta metros, César Jiménez piensa en el suicidio. Detrás de sí pasan cientos de vehículos indiferentes. A su derecha yace una bandeja de coquitos caramelizados, y a la izquierda un bulto escolar tricolor que se ha vuelto un emblema social en los últimos años. Tiene 42 años. Es de piel porosa y estatura baja, con la cara hinchada de tanto llorar y varias cicatrices en el cuerpo que confirman peleas callejeras. El meñique de su mano izquierda lleva fracturado 23 años, y no se ha bañado en siete días.

Una melena negra, grasosa, cae sobre sus hombros. En un segundo se seca las lágrimas y mira el abismo. Maldice su destino. Cuestiona a Dios. Le acaban de dar la noticia de que su madre murió. No pudo despedirse de ella porque le robaron el teléfono semanas atrás. El dolor es abrumador, la vida le duele en todo el cuerpo. Suspira, gime, grita. Golpea la defensa. Está a punto de tomar la decisión fatal.

¿Cómo llegó ahí?

Todo comenzó en la década de los 80, en una pequeña comunidad llamada Barrio El Río, cercana a San Cristóbal, estado Táchira. César tenía diez años, vivía con su familia de diez hermanos y le gustaba jugar al aire libre. Sus actividades favoritas eran la pesca y la caza de palomas con china. No había televisores ni libros.

—Hacía cualquier cosa —comenta— que me sacara del encierro. Me sentía enjaulado en casa.

Su padre era heladero, su madre vendía periódicos. Los padres debían trabajar todos los días doce horas para mantener a la familia. Viviendo en la pobreza, les alcanzaba para comer. La cena favorita era la más recurrente: arepa con mantequilla y queso blanco. César era el noveno, tenía un cuarto solo para él,  y asistía a la Unidad Educativa Blanca López de Sánchez. 

El ambiente en casa era tenso, por lo que las clases eran un alivio. Le gustaba tanto las matemáticas que las profesoras lo escogían a él para explicar temas y enseñarle a sus compañeros.

—Yo era el coco para las matemáticas —afirma con orgullo—. No estudiaba para los exámenes y salía bien.

Pero en casa nunca le reconocieron sus dotes. Lo menospreciaban. Lo castigaban con violencia por tonterías, como llegar a las seis en vez de a las cinco; por jugar con una pelota en la sala; por quebrar un vaso. Uno de los correctivos preferidos de su madre era agarrar un palo de escoba, partírselo en los hombros y luego obligarlo a reponerlo. También solía azotarlo con un cable en la espalda.

La frase que más le repitieron en su infancia fue no hagas esto porque si no te pego. Nunca le explicaban los motivos del castigo. Nunca le mostraban afecto. 

—A mí jamás me dijeron que me querían —recordaría treinta y cinco años más tarde.

César Jiménez tiene 42 años. Lleva fracturado el meñique de su mano izquierda desde hace 23. Fotografía de Raúl De Armas.

César Jiménez tiene 42 años. Lleva fracturado el meñique de su mano izquierda desde hace 23. Fotografía de Raúl De Armas.

En Caracas no hay vacaciones

Cada vez que sus hermanos mayores volvían de viaje, el pequeño César miraba con ansias sus ropas nuevas y escuchaba con atención sus palabras extrañas. Le encantaba la imagen de éxito y confianza que transmitían. Escuchaba sus cuentos. La aparente virilidad le enganchaba. Los quería emular. Quería conocer Caracas, y salir del ambiente opresivo de su casa. También quería tener dinero, porque ya había notado que la principal amargura de sus padres era la pobreza.  

A los once años llegó la oportunidad. Una de sus hermanas, Maribel, que ya estaba casada y asentada en el barrio José Felix Ribas de Petare, le ofreció un viaje a la capital. 

—Vente para que conozcas el mar —le prometió al niño que aún se orinaba en la cama.

 César no pudo dormir esa noche de la emoción. Era la primera vez que salía del Estado Táchira. 

—Todo era nuevo para mí —rememora con nostalgia—. La ciudad me parecía bella. Llegando, recuerdo que saqué la mano por la ventana y vi un autobús con el letrero de “El Silencio”. Yo me pregunté si eso significaba que en ese autobús no se podía hacer ruido.

Al llegar a Petare se encontraron con una larga fila de buhoneros. Vendían de todo, la gente se movía como hormigas de un lado al otro, la salsa rugía por el barrio, y los fajos de billete se contaban a plena luz del día. César quedó tan impresionado que pensó que quería ser buhonero cuando fuese grande. 

En el trayecto a casa, atravesando la parte baja del barrio, su hermana se detuvo en un puesto de bisutería. Había figuritas de animales de porcelana colocadas en mesas de plástico. Un adorno llamó la atención del niño. Se trataba de una delicada garza con detalles azules. La agarró toscamente, se volteó para enseñársela a su hermana, y sin querer, tumbó tres o cuatro piezas.

—Todo se me nubló. Mi hermana me formó un rollo tremendo.  

A partir de ahí, César tuvo que trabajar para pagar la deuda con Maribel. Ella, que trabajaba en la terminal del metro La Doloritia, se molestó tanto que no solo le reprochaba el accidente con frecuencia, sino que nunca lo llevó a conocer el mar. En cambio, lo obligó a trabajar en los quehaceres domésticos. Limpiaba las pocetas y los platos, barría los cuartos y coleteaba la sala. Preparaba los desayunos y cambiaba el pañal a sus primitos. Progresivamente, las supuestas vacaciones se convirtieron en el inicio de su vida laboral. Pasaba los días bajo las órdenes de Maribel, quien solía llegar malhumorada del trabajo. 

La modesta casa estaba ubicada en la zona 10 de José Félix Ribas, la parte más alta del barrio. Tenía la particularidad de haber sido construida detrás de una roca gigante. Para entrar había que agacharse y traspasar una pequeña cueva húmeda. Los espacios interiores se dividían con cortinas, menos la sala, la cocina y el colchón de César, que compartían un mismo lugar. No había espacio para la privacidad. 

—Yo siempre los escuchaba en la alcoba —comenta—. A veces cerraba los ojos por pena. Pero sus hijos dormían con ellos. Y mi cuñado, cuyo apodo era “El Grillo”, lloraba constantemente porque ella se le negaba. 

A poca distancia de Maribel vivían Wilmer y Junior, dos hermanos mayores de César. Ambos eran conocidos en la zona por sus vínculos con la delincuencia. Cada vez que César discutía con Maribel, huía a casa de Wilmer para buscar apoyo. En ese entonces empezaba a extrañar a su madre. Todas las semanas lloraba. 

Un día decidió pasear por Chacaíto. Quería conocer la ciudad y distraerse. Wilmer y Junior le habían regalado un reloj Swatch y dos anillos dorados, y a él todavía le quedaba una camiseta sin estrenar. Siempre le gustó el olor a ropa nueva. Sin compañía, se montó en una camioneta y ocupó uno de los asientos traseros. Hervía de entusiasmo. Miraba por la ventana y veía un mundo enigmático, incitante. La libertad del campo era ahora la libertad en la ciudad. Creía, además, que sus hermanos en el barrio le brindarían seguridad. Pero sus expectativas se derrumbaron cuando tres hombres lo rodearon en el transporte. Él no se había dado cuenta de que lo habían seguido. Uno de ellos bloqueaba la salida, y otro se había sentado al lado de él. El tercero se paró en el asiento delantero, obstaculizando la mirada del conductor. Sin explicaciones, lo abofetearon. Él no entendía. 

—¿Qué les pasa? —preguntó abrumado.

—Si dices algo te apuñalamos. Dame el reloj. 

Entre lágrimas, le contó a sus hermanos el suceso. Enseguida decidieron vengarse. Llamaron a unos amigos y salieron en busca de los responsables. No los consiguieron. 

A los tres meses, la situación con Maribel empeoró. Ella concebía a César como una carga desagradable, problemática, cara. No tenían dinero para mantenerlo. Él se sentía defraudado, porque las vacaciones prometidas eran en realidad trabajo. Pensaba que no lo querían en ningún lugar. Maribel se lo recordaba siempre:

—¿Cuándo coño te vas a ir? ¡No haces más que joder!

Hasta que un día no aguantó más:

—¡Te vas a casa de Wilmer!

César empacó su morral y atravesó la barriada más grande de Venezuela con una sensación de abandono que le acompañaría toda su vida. Eran las 10 de la noche. La única luz que había era la de la luna. Caminó rápido y con la mirada en el suelo. Con apenas 11 años ya sabía que a la delincuencia no le gusta la curiosidad. Llegó a casa de su hermano, tocó la puerta, y éste le atendió desde la ventana.

—¿Qué pasó?

—Maribel me dijo que me viniera para acá.

—No, dile que acá no te puedes quedar. Vete para allá.

Se devolvió lentamente. Estaba indignado. Una acidez le bullía en la garganta. Los rechazos que había sentido durante toda su vida se habían materializado con este. Por alguna maña de la memoria, mientras hablaba solo por los callejones de Petare, recordó los azotes que su madre le daba con el cable. La ira se le convertía en llanto. Otra frase de su padre retumbó en su mente. Se la habían dicho pocos días antes de viajar a Caracas: “César no sirve para nada. ¿Qué vamos a hacer con él?”.

Ya estaba en la entrada de Maribel cuando ésta se puso roja de cólera al verlo de nuevo. César no decía nada. La oscuridad le tapaba la molestia, y la dignidad —a pesar de ser un niño— le impedía suplicar. Su mera presencia exasperaba a la mujer.

—¡No me importa! ¡Te me vas con Wilmer!

Ni siquiera le abrió la puerta. César no tenía opciones. Sus hermanos eran su certeza. Una certeza que, de un día para otro, se había vuelto incertidumbre. Tampoco había pasado el tiempo suficiente para hacer amigos. Sin alternativa, empezó a caminar barrio abajo hasta la estación de metro de Palo Verde. Todo estaba solo y difuso. Lo único que habitaba la soledad de la noche eran unos borrachos forcejando entre ellos. Eran casi las doce y hacía frío. 

César se sentó en unos bancos, sacó una camisa para calentarse, y a unos metros descubrió unas láminas de cartón en el piso. En frente suyo notó unos arbustos. Detrás de los arbustos estaba la pared exterior de la estación de Palo Verde. Entre ellos, formando una pequeña cuenca, había un espacio vacío donde podía acostarse y ocultarse de los mal intencionados. Acomodó el cartón, colocó su morralito como almohada, y se echó en el suelo inmundo.

Era la primera vez que dormía en la calle. La primera de muchas.

César ha encontrado en la fe una forma de sostenerse ante los abusos vividos. Fotografía de María Elisa Manzur.

César ha encontrado en la fe una forma de sostenerse ante los abusos vividos. Fotografía de María Elisa Manzur.

El abandono

César no volvió más a la escuela. Se salió del grupo de niños que podía aprovechar la educación privada. A la mañana siguiente de haberse ido de casa de Maribel, ya estaba pidiendo comida en la calle. Y al poco tiempo había logrado encontrar más cartones para dormir mejor.  

—Halaba los pantalones a la gente para pedir algo de pan o un trozo de empanada.

Sus padres no lo llamaron. Ninguno de sus hermanos lo buscó. Sabían que dormía en la estación de Palo Verde, y se conformaban con llevarle sobras de comida cada cierto tiempo.  

—Yo no quería comida —dice—. Yo quería un hogar.

La vida en el metro era lamentable, por decir lo mínimo. Dormía entre cucarachas y ratones. Habitaba en la suciedad. El ruido de los vehículos no cesaba sino hasta altas horas de la noche. Desde el jueves prendían enormes cornetas para festejar y retumbaban en todo el barrio. Había veces que le orinaban encima mientras dormía, pues escondido detrás de los arbustos no lo veían. En ocasiones, la simple combinación de hambre y temor le impedía el sueño. César prefería estar en movimiento.

Estuvo un año recorriendo las zonas bajas de Petare y visitando el Capitolio. Había hecho malas amistades, la mayoría delincuentes o drogadictos que comían y dormían en la calle. A los 13 años cayó preso por primera vez. Lo encontraron con una carga de drogas y armas en la autopista Caracas-Guarenas. No las vendía ni consumía, pero la fatalidad lo puso en el lugar equivocado. El vendedor usaba la excusa de ser un “recogelatas” para vender drogas. Un día le pidió a César que le guardara la bolsa unos minutos. Éste accedió sin conocer su contenido. Al rato llegó la policía y le pidió la bolsa. Se la entregó y lo esposaron inmediatamente. 

—Adentro había una pistola y marihuana. Yo no tenía idea. Me presionaron para delatar pero no lo hice. Sabían que no era mía, pero yo estaba claro que si hablaba me mataban.

Estuvo seis meses en el Centro Correccional Carolina Uslar de Antímano, el cual dejó de operar en 2010. Más adelante sería recluido en el módulo de Polisucre en La Urbina, “El Coliseo”;  en el Centro de Diagnóstico y Rehabilitación Integral Los Dos Caminos, y en el Retén de Catia, al oeste de Caracas. La mayoría de sus caídas –dice– eran por arbitrariedad de los policías.

—Me veían en la calle sin cédula y me montaban en el carro. Pasaba una o dos noches y me soltaban. 

Adentro lo principal era cuidar su integridad sexual. Había adultos que se hacían pasar por menores para no ir a la cárcel de mayores. Decenas de veces observó cómo obligaban y forzaban a los más pequeños a realizar sexo oral en una esquina. Una tarde tuvo que romper una ventana para agarrar un cristal y defenderse de los violadores.

—Uno de los niños no se salvó —evoca con tristeza—. Recuerdo que siempre, después que abusaban de él, se metía el dedo en la boca y lloraba. Era un peladito, no sabía nada. Años después lo volví a ver en el metro. Era un tarajallo pero caminaba mal, con las piernas abiertas. Todavía se metía el dedo en la boca. Estaba loquito, traumatizado. Veía a las mujeres y las despelucaba. Luego se reía solo. Si yo fuese malandro, mataría a esos desgraciados. Siempre eran los mismos, dos tipos que metían al niño en el mismo rincón de la celda para hacer su cuestión y que los guardias no los vieran. 

La mayoría de las heridas de César fueron por defenderse contra violadores en la cárcel. 

—Yo me entrompé muchísimo a golpes. En la calle es diferente a la cárcel. En la calle puedes correr, en la cárcel debes pelear porque no tienes adonde ir. Si no, no te respetan. A veces hay que jugársela, hermano. Jamás puedes demostrar miedo. Una vez tuve que pelear con una hojilla que me guardaba en la boca. Ese día me cortaron la pierna pero no sangré, solo botaba grasa. Un custodio me prestó cinta adhesiva y me prensé yo mismo.

Al salir del Centro Carolina Uslar, César escuchó a alguien gritar su nombre. Era el vendedor de drogas responsable de su detención. Lo esperaba en una moto para agradecerle la lealtad y darle dinero.

—Me dio 300 bolívares de entonces y me dijo que era un tipo serio. Para mí era un realero. 

Con eso compró dos pantalones, dos camisas y dos interiores. Visitó una casa abandonada en Chacaíto que utilizaba de vez en cuando para bañarse, y enseguida fue a casa de sus hermanos. Había pensado mucho en ellos durante su reclusión. Extrañaba la cercanía familiar. Esperaba que lo recibieran después de tanto tiempo. Iba con ropa nueva. Cuando llegó se impresionaron. Le preguntaron de dónde había sacado la ropa y en dónde había estado. César omitió la respuesta. Temía que lo rechazaran por haber estado preso. Nadie insistió. Su cuñado le regaló unos zapatos y lo invitó a una reunión en casa de Maribel. Esa noche la pasaron bien. Habían llegado dos hermanos más de San Cristóbal y pudo compartir con ellos. Comieron y bebieron toda la noche, pero al terminar, cada quien se fue a su casa y dejaron a César solo, de nuevo. Esa vez no lloró. La herida de su soledad había cicatrizado. Bajó otra vez a la estación de Palo Verde y se acostó en el mismo hueco. Al día siguiente decidió marcharse de Petare para no volver jamás.

Acá comenzó la indigencia de César. Se volvió un niño de la calle. La primera parada fue la casa abandonada de Chacaíto. Allí, entre escombros y polvo, conseguía techo, agua y un cuarto propio. A veces venían otros indigentes a pasar la noche. Para evitar el contacto, César utilizaba latas y tubos para generar ruido. 

—Yo hacía la bulla de diez personas para que nadie se acercara. Uno no sabe a qué loco se encuentra, y en la calle abundan.

Estuvo cuatro años comiendo las sobras de restaurantes, panaderías y supermercados. Su secreto para conseguir comida era mantener la mirada fija en los clientes. 

—No les quitaba la vista por nada del mundo. Solo así se compadecían y me regalaban algo. 

En la parte de atrás del Centro Comercial Ciudad Tamanaco (C.C.C.T.) encontró un local en donde “los ricachones” dilapidaban comida.

—Es impresionante la cantidad de comida que botan —dice admirado—. Desechaban las hamburguesas con un mordisco nada más. Yo guardaba bolsas completas de comida, y llegué a tener una lipa gigante de tanto comer hamburguesas. A veces pensaba en mi mamá y me preguntaba: ¿qué estará comiendo?

Luego se mudó a la zona del Capitolio, cerca del Teatro Municipal. De ahí se largó a la Avenida Baralt. En esas zonas vio tantos muertos que el pánico lo corrió. Prefería caminar por la autopista a agarrar el transporte porque la gente lo veía con asco. 

Estaba apestoso porque me costaba mucho bañarme. Así que prefería caminar, cosa que me gustaba porque me hacía pensar.

En 1995, César empezó a sentir curiosidad por las mujeres. Había notado que sus amigos de Mariche eran particularmente exitosos con ellas. Los buscaban, los besaban, los tocaban. Especialmente a aquellos que tenían motos, aquellos que decían groserías, y aquellos que vestían ropa nueva. Todos eran mayores que él. Le decían “el gochito”. 

Había días en los que César iba a dormir a sus casas. Vivían solos y siempre estaban en una fiesta. Las armas y las drogas estaban presentes, pero César lo omitía porque el deseo era más fuerte. Había aprendido que para pasarla bien era mejor no preguntar. 

Un día decidió pedirle una pistola a uno de sus amigos porque eso era lo que atraía a las mujeres. El amigo, al escucharlo, se rio; y orgulloso se la prestó. 

Él la utilizaba cuando estaba con ellos. Se la ponía en el cinturón como chapa, y efectivamente, empezó a sentirse deseado. 

—Las mujeres se me empezaron a acercar. Me peinaban, me querían, y aunque nunca tuve nada con ninguna, pues todavía era ingenuo, eso me fascinaba. 

Un día estaban bebiendo en una de las sedes. Los amigos de César eran una pequeña pandilla que robaba y traficaba en Filas de Mariche, una parroquia al sureste de Caracas. Él no había participado en ningún acto delictivo, hasta que ese día, entre risas y alegrías, escucharon unos disparos. De pronto llegó un motorizado avisando que le dieron a “Pamela”, uno de los miembros de la pandilla. La fiesta se interrumpió. A César le dieron un arma y le ordenaron montarse en una moto. Iban a defender a su amigo. 

—Saca la pistola —le dijeron.

César sacó el arma sin saber qué hacer exactamente. Llegaron al sitio y encontraron a Pamela con la pierna herida. Llegaron más personas. Un carro se llevó al herido y al gocho lo mandaron a acompañar al líder de la banda, un tal John, a realizar una vuelta de reconocimiento por la zona. Querían ahuyentar a los enemigos. Manejaron un jeep hasta la parte más alta del Barrio Winche, localizado también en Filas de Mariche, para medir mejor la zona. Al detenerse, escucharon varios impactos de bala sobre la carrocería del carro. Les estaban disparando desde la falda de la colina. César se escondió, pero notó a su compañero disparando sin ver, en un estado de euforia tan trágico como seductor, que él, sin dirección y magnetizado, imitó.

César cuenta que en su familia nadie le dijo nunca que lo amaba. No se sentía cuidado ni querido. Fotografía de María Elisa Manzur.

César cuenta que en su familia nadie le dijo nunca que lo amaba. No se sentía cuidado ni querido. Fotografía de María Elisa Manzur.

Abusos y muertes

Poco antes de su séptimo cumpleaños ocurrió el primer trauma. Era noviembre, aún vivía en el Barrio El Río, en San Cristóbal. Su hermano Wilmer, que para entonces tenía 16 años, se llevó a César a pasar la noche en casa de unos amigos. No había nadie en la residencia. Los adolescentes colocaron música y empezaron a beber y a bromear entre ellos con chistes sexuales. Tres de ellos se sentaron en un sofá, y agarraron al pequeño César como sujeto de experimento. Lo levantaban y se lo colocaban en el regazo. Lo manoseaban y se reían. Se lo pasaban como un juguete, frotándoselo contra sus partes íntimas. Él no sabía lo que pasaba, pero sentía que algo estaba mal. Todavía recuerda con furor la erección de varios de ellos. Y sobre todo, la enfermiza indiferencia de su hermano Wilmer, quien veía desde el extremo del cuarto cómo tocaban a su hermanito y no hacía nada.

—La arrechera me da calor —exclama con el puño apretado sobre su pierna—. Me da rabia ver que tuve muchos hermanos y que nunca tuve el apoyo de ellos, ni económico ni como familia. Mis padres nunca nos inculcaron que teníamos que ser unidos. 

Ocho años más tarde, ya en la indigencia, descansando en un taller abandonado en Filas de Mariche, un hombre con labio leporino lo sorprendió. Había recién cumplido los 15 años y los había pasado llorando solo. César ya había visto al sujeto en otras ocasiones, pero no sabía qué esperar. Percibía que estaba en peligro. Se dio cuenta que el hombre venía armado, con la ropa sucia y con los ojos llenos de odio. Enseguida se preparó para defenderse o correr. Visualizó la zona para buscar un escape, pero era muy tarde. El hombre lo amenazó. Alzó la pistola y le apuntó a la cara. Si no obedecía lo asesinaba. Le ordenó subirse a una cama y bajarle el pantalón. César empezó a llorar. Logró resistirse por momentos, pero el hombre le empezó a pegar con el arma. Que se callara o disparaba. Que era una plasta, que no servía para nada. 

Lo mandó a montarse encima de él y a desnudarse. Por un segundo consideró morir, pero algo le hizo preferir la vida. En un rancho donde no había ni pisos ni paredes, en una zona rural alejada del estado Miranda, se dio cuenta de que nadie lo podía salvar. Cerró los ojos. El hombre lo empezó a tocar. Con fervor sádico le ordenó realizarle sexo oral. Era un niño. No tenía cómo defenderse. César se quebró. La indignación lo acompañaría por el resto de su vida. Una indignación que con el tiempo se volvería vergüenza. Una vergüenza que mutaría a ira. Y una ira que, después de destruir oportunidades y alejar a amigos, evolucionaría a frustración.

A los pocos días, una banda de la zona denominada “Los Pepsicoleros” asesinaron al violador.

—Nunca me había alegrado tanto la muerte de alguien.

César llora al recordar el episodio. Han pasado veintisiete años. El ultraje sigue siendo insoportable. Su voz se corta, sus hombros se caen, hace largas pausas para tragar la ira. 

—Yo no sé si eso me rebaja o me sube —comenta con humildad—. Ante los ojos de Dios somos todos iguales. 

Gran parte de los abusos sexuales han estado vedados de la luz pública en Venezuela. Es difícil encontrar datos actualizados sobre el tema. Las víctimas callan por miedo a represalias o por pudor. 

César es un caso perfecto de lo que la organización Avesa llama persona explotable. Una persona explotable es aquella que, por pobreza, desigualdad, ineficiencia judicial, edad o discapacidad, es vulnerable al abuso sexual. Avesa señala que durante el 2016 y 2018, se reportaron abusos en seis zonas del país: Zulia, Táchira, Caracas, Anzoátegui, Vargas y en el Arco Minero del Orinoco. En todos los casos se podía identificar dos grandes dinámicas: la violencia sexual política, causada o consentida por funcionarios del Estado, y la explotación sexual comercial, donde se intercambia sexo por bienes. 

El desplome socioeconómico de Venezuela ha producido un aumento significativo en los casos de explotación sexual comercial. Muchos de ellos han ocurrido en países vecinos durante el proceso migratorio. Centenas de personas explotables han vendido su cuerpo y su dignidad para comer. Entre 2016 y 2019 se encuentran varios titulares que reportan la situación. El diario Excelsior (2016) avisa: Prostituían a niños y niñas a cambio de comida en Venezuela. El Diario TalCual (2018), El hambre está generando prostitución infantil. El diario La República (2019), Colombia rescató a 418 menores de Venezuela, víctimas del abuso. El diario El Colombiano (2019), Policías venezolanos estarían involucrados en red de prostitución infantil. Y la BBC (2016), con gran alarma, ¡Oferta, oferta! ¡Llévatelos a 100 bolívares!: el drama de las niñas venezolanas obligadas a prostituirse para comer.

Pero el abuso sexual no ha sido el único desastre que ha acompañado a los días de César. La violencia también ha estado presente. Demasiado presente. A los 19 años, durante una celebración en San Cristóbal, un sujeto llamado “El Loco Humberto” intentó asesinarlo con un machete. El insólito argumento fue que no le agradaban los caraqueños, y pensaba que César era caraqueño. Humberto padecía de un trastorno mental no diagnosticado ni tratado. 

Bajo la influencia de su entorno y el consumo de marihuana, César trató de vengarse. El resultado fue una pelea callejera, una herida en la muñeca, y dos semanas de cárcel. Esa fue la segunda vez que cayó preso.  

En esa época, su hermano Wilmer fue asesinado en el barrio José Félix Ribas mientras iba a comprar cigarros. Querían robarle el teléfono. No lo mataron porque se resistió, sino porque no tenía el aparato encima. Otro hermano, Alex, también murió trágicamente. Unos hombres le dispararon en su hogar natal en San Cristóbal, en un supuesto sicariato que jamás se comprobó. César afirma que su esposa lo mandó a matar para quedarse con sus hijas.  

—Él no era malo, pero le guardaba las pistolas a los malandros debajo del colchón, y bueno, les compraba balas en El Paraíso.

Según el Índice de Paz Global 2021 —un indicador elaborado por el Instituto para la Economía y la Paz de la Universidad de Sidney— Venezuela es el doceavo país más peligroso del mundo, y el primero en Latinoamérica. La diferencia con Colombia, que ocupa el segundo lugar, y con México, que ocupa el tercero, es significativa. El indicador considera variables como muertes por violencia, criminalidad y gasto militar. Eso se condensa en un puntaje. Mientras más alto, menos paz. El país más peligroso del mundo, Afganistán, tiene un puntaje de 3.631. El puntaje de Venezuela durante 2021 fue de 2.934, un 11% más que Colombia, y un 14% más que México.  

En números más concretos, el Observatorio Venezolano de Violencia (OVV) informó que en 2018 murieron 23.047 personas en situaciones de violencia. En 2019 disminuyó a 16.506 personas,  en 2020 a 11.891, y en 2021 se estimaron 11.081. Las causas principales fueron conflictos con delincuentes y resistencia a las autoridades del Estado. Una tasa media sería de 57 personas asesinadas por cada 100 mil habitantes en los últimos cuatro años. O lo que es lo mismo: casi dos personas asesinadas cada hora.

César tiene ahora un hogar y dos hijas. Fotografía de María Elisa Manzur.

César tiene ahora un hogar y dos hijas. Fotografía de María Elisa Manzur.

Los coquitos y Teresa

Durante 29 años, el principal ingreso de César fue la venta de coquitos acaramelados en la calle. Los descubrió a los 13, ya que varios de sus hermanos también estaban en el negocio. La preparación era sencilla y los ingredientes accesibles. Se trata de una mezcla de coco rallado, leche condensada, agua y azúcar, que cocinaban con antelación para vender durante la semana. César pudo sobrevivir mediante la venta de coquitos cuando no estaba en problemas o distraído. Toda su vida ha sido parte del grupo de trabajadores independientes de Venezuela. Según ENCOVI, el 55% de los venezolanos trabajó por cuenta propia durante 2021. La falta de oportunidades laborales, los bajos sueldos y la ausencia de beneficios son algunas de las causas principales.

A medida que fue creciendo, César prefería trabajar a pedir comida. Especialmente después de conocer a Teresa, su exesposa. La conoció en la Feria de San Sebastián de San Cristóbal en 1978. Él tenía 19 años, ella 16. Lo cuenta con afecto:

—Habíamos cuadrado cinco varones y cinco hembras. Todos relacionados. A Teresa le gustó como yo estaba vestido y como yo bailaba. Luego nos conocimos y fue agradable. Eso fue un 28 de enero, y ella me dio el empate a mí el 22 de febrero, del mes siguiente. 

En menos de un año le pidió la mano. Al poco tiempo se mudaron juntos a Las Adjuntas, un sector popular en el suroeste de la capital. El negocio de los coquitos era muy irregular. Cuando les iba mal se movían a Táchira, cuando les iba mal en Táchira se devolvían a Caracas. Así estuvieron durante 18 años, hasta que los vicios y la inestabilidad de César quebraron la relación. 

—Cuando no fumaba marihuana —refiere—, discutía mucho con Teresa. Nos tratábamos mal. Yo la trataba mal. Yo fui malo con ella, lo reconozco.

También culpa a su suegra de influenciar negativamente a Teresa. Según cuenta, ella siempre lo discriminó por delincuente. Era otra persona cercana que, sin darle la oportunidad, lo menospreciaba.

—Me decía plasta. Y a mis hijas, plasticas. 

El fracaso de su relación no lo atormenta. Lo narra con absoluta apertura, sin rencor. En cambio, agradece el aprendizaje de haber perdido algo valioso. Y sobre todo, se enorgullece de las tres muchachas hermosas que le han servido de apoyo y esperanza en los momentos oscuros. 

La lluvia

Una de sus hijas, Ángela, le pide que le cuente los asombrosos episodios que ha tenido con la lluvia. 

—Mis hijas dicen que yo tengo un don. En varias ocasiones he podido detener o frenar la lluvia. 

Una vez —relata asombrado de sí mismo—, estaba en la Autopista Francisco Fajardo con 200 coquitos. Una tormenta amenazaba con dañar toda la mercancía, que junta tenía un valor de 200 dólares. Ese día no había vendido nada. Había mucho tráfico. Miró el cielo, levantó la mano izquierda, y rezó:

—Padre Santo, haz que no llueva.

De un minuto a otro, las nubes cambiaron de rumbo y logró hacer la venta más grande de su vida.

—Me llamaban de todos lados, hermano. Yo saltaba de allá para acá. Me llamaban “¡Coquito, coquito!”, y no me daba el tiempo de atenderlos a todos. 

Un día de noviembre de 2020, le prometió a Teresa que buscaría al hijo de un vecino después del trabajo. Esa vez estaba en la Avenida Principal de El Hatillo, al sureste de Caracas. La menor de sus hijas, la “Chilindrina”, lo acompañaba. Una lluvia potencial abarcaba el cielo. El agua era inminente. César no quería mojar los coquitos ni a los niños. Se puso a un costado de la avenida, levantó la mano izquierda, y dijo:

—Padre Santo, espera que busque al niño y me lo lleve. 

No llovió. Veían la cortina de agua cerca, como inmóvil. Al llegar a su casa, en Las Adjuntas, Freddy le contó el suceso a su otra hija, “Ñañe”, quien estaba con una amiguita. Ambas niñas se mostraron escépticas, querían pruebas.

—A ver, papá, haz que llueva.

César, con una fe intensa, levantó la mano y exclamó:

—Padre Santo Eterno, derrama tu bendición. Ya estamos en la casa.

Y un aguacero cayó instantáneamente. A las cuatro de la tarde del mismo día, las niñas buscaron a César porque estaban fastidiadas de estar en casa. Le pidieron que parara de llover porque querían jugar con sus bicicletas. César les dijo que ellas mismas podían pedirlo, ya que lo importante es la fe. Ellas se negaron. Él era el que tenía el don. César las complació y a los veinte segundos escampó en ese sector de Las Adjuntas.

César asegura que este episodio le ha sucedido incontables veces. 

—Tan cierto como existe el agua, lo que yo te digo es cierto. La palabra tiene poder. Lo importante es confiar en Dios. Yo me di cuenta de esto hace cuatro o cinco años. A veces me digo: Dios mío, si yo tengo ese don, ¿por qué no me das otro? Uno con el que yo pueda conducirme. 

Saldrá el sol

César miró con desdén sus zapatos rotos y pensó si algún delincuente sería capaz de robárselos después de que se lanzara al vacío. Estaba a punto de tomar la decisión irremediable. No encontraba suficientes motivos para vivir.  La soledad se había vuelto una carga. La herida de su abandono se había reabierto con más fuerza que nunca. Además de sus hijas, no tenía a nadie con quien comunicarse, a veces pasaba semanas enteras sin conversar verdaderamente con alguien. La miseria seguía a la miseria, la soledad a la soledad. Dios parecía haberlo abandonado. Y es que recientemente se había mudado a un anexo en el que pagaba 15 dólares al mes. A pesar de trabajar ocho horas al día en la calle, expuesto al sol, caminando entre los vehículos para vender los coquitos, se había endeudado con los dueños. No le alcanzaba el dinero. Su madre había muerto, y él no se había podido despedir de ella. Las humillaciones y las desgracias del pasado le acribillaban la mente. No hallaba otra salida que saltar.

Un carro le tocó corneta inesperadamente. 

—¡Coquito, coquito! ¿Qué haces allí!

Se orilló en plena autopista y se bajaron dos jóvenes que él conocía. Le preguntaron sobre su situación. Trataron de animarlo. Un tercer carro se detuvo cuando notó la escena. De pronto se vio rodeado de gente preocupada por él. Al parecer, no estaba tan solo como pensaba. Empezó a notar que su vida tal vez le importaba a alguien. Las imágenes de sus hijas reaparecieron, y frenaron su impulso suicida. Se dio cuenta de que ellas eran su esperanza. 

Recogió la bandeja de coquitos y aceptó el aventón hasta la estación de metro más cercana. No iría a su casa, sino a la de sus hijas. Lo primero que haría sería abrazarlas.

Fuentes:

1. Encovi, 2020: https://www.proyectoencovi.com/

2. Cecodap, 2020: https://cecodap.org/migracion-forzada-mantiene-a-839-059-ninos-venezolanos-alejados-de-sus-padres-en-2020/

3. Observatorio Venezolano de Violencia, 2020: https://observatoriodeviolencia.org.ve/informes/informe-anual-de-violencia/ 

4. Torrealba M. (2018) Avesa. https://avesawordpress.files.wordpress.com/2019/02/violencia-sexual-en-la-ecv.pdf

5. Avesa (2017) https://avesa.blog/2017/07/13/violencia-sexual-en-el-contexto-de-represion-politica-algunos-datos-de-la-prensa-nacional/

5a. Avesa (2021) https://avesa.blog/2021/05/13/abordaje-psicologico-del-abuso-sexual/

6. Diario Excelsior (2018) https://www.excelsior.com.mx/global/2018/02/03/1217812.

7. Diario TalCual (2018) https://talcualdigital.com/el-hambre-esta-generando-prostitucion-infantil/

8. Diario La República (2019) https://larepublica.pe/mundo/1234807-crisis-venezuela-rescatan-418-menores-situacion-calle-colombia/

9. Diario El Colombiano (2019) http://www.elcolombiano.com/internacional/venezuela/red-de-prostitucion-infantil-en-venezuela-MG8910709

10. BBC (2016) https://www.bbc.com/mundo/noticias-america-latina-38159340

11. Una ventana para la libertad (2019) http://unaventanaalalibertad.org/wp-content/uploads/2020/08/UVL-INFORME-ANUAL-2018.pdf

12. Runrunes, citando a UVL (2019) https://runrun.es/noticias/398930/hacinamiento-persiste-en-los-centros-de-detencion-preventiva-de-venezuela-en-2019/#:~:text=Durante%20el%20a%C3%B1o%202019%2C%20relata,el%20n%C3%BAmero%20descendi%C3%B3%20a%2019.268.

13. Una ventana para la libertad (2020) http://unaventanaalalibertad.org/wp-content/uploads/2021/02/Informe-Anual-2020-OK-1.pdf

14. BBC (2018) https://www.bbc.com/mundo/noticias-america-latina-46034192

15. Cecodap, 2018 https://www.redhnna.org/resumen/202852

16. Índice de Paz Global, 2020 https://datosmacro.expansion.com/demografia/indice-paz-global

Créditos

Dirección general: Ángel Alayón y Oscar Marcano

Jefatura de diseño: John Fuentes

Texto: Raúl De Armas

Edición: Indira Rojas, Ángel Alayón y Oscar Marcano

Fotografías: María Elisa Manzur y Raúl De Armas


Caracas, 21 de enero de 2022