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Fotografía de Tjflex2 / Flickr

El duelo a través de un sofá

por Mike Rucker

03/01/2019

John y yo compramos juntos el sofá cuando se mudó a mi apartamento en la calle 14. Digo “juntos” aunque quizá fue él quien lo pagó, como lo hizo con la mayoría de nuestras compras importantes en ese entonces. Ganaba cuatro veces más que yo.

Elegimos el Beecroft, un sofá de respaldo delgado con descansabrazos bajos y patas de madera con ruedas de latón, cubierto con una funda de mezclilla blanca. No solo me sentí como un adulto comprando este sofá; me sentí sofisticado.

En un inicio, John se resistió. “No voy a pagar 3.000 dólares por un sillón”.

Pero durará para siempre, argumenté.

“Debe haber algo más barato que nos guste tanto como ese”, dijo.

Pero no era así. Ninguno de los sofás que consideramos se acercaba ni un poco.

Cuando nos mudamos a un nuevo apartamento trece años más tarde, el Beecroft seguía tan sólido como siempre. Sin embargo, con la oportunidad de remodelar y redecorar, decidimos que necesitaba un nuevo atuendo. Llevamos la funda y los cojines a la tapicería para que los retapizaran con una tela de lino color natural. El resultado fue hermoso.

Algunos años después, nuestros dos nuevos cachorros chihuahua, Sissy y Skeeter, rápidamente averiguaron cómo sacar la arpillera inferior del marco de madera para hacer una pequeña cueva en la cual esconderse. Poco después, toda la orilla de la arpillera se había desprendido de las grapas, y el sofá no lucía nada bien. Tristemente, las cosas empeoraron desde ese momento.

La funda de lino no duró tanto como la mezclilla blanca, y menos con dos perros pequeños. Aparecieron agujeros, así que volteamos los cojines. También había hoyos del otro lado. Después una de las patas de madera del sofá se aflojó, y ahora se veía espantosamente inclinado.

Le quité la pata y recargué ese lado sobre un par de libros. Le pedí a nuestro sastre que parchara la tela con enormes cuadros hasta que también a los parches les salieron hoyos.

Me encargué de todo yo solo porque para ese entonces John había muerto a causa de un cáncer raro y agresivo del que se había enterado tan solo dos años antes. Con la mente en otra cosa, supuse que voltearía los cojines para que nadie se diera cuenta, pero olvidé que ambos lados estaban hechos jirones.

Tenía que elegir: remendar el sofá, una fuente de comodidad y ancla de mi hogar y mi vida con John o aceptar que no valía la pena arreglarlo.

No recuerdo por qué me decidí a ordenar un sofá nuevo, solo me acuerdo de lo rápido que sucedió todo. Sabía qué quería. Solo era cuestión de dar algunos clics en internet, teclear el número de mi tarjeta de crédito y elegir la opción que decía “Comprar”.

Todo lo que faltaba era deshacerse del sofá. Llamé a un servicio de transporte de chatarra que me gustaba porque intentaban donar artículos reutilizables a la beneficencia o a tiendas de segunda mano. El sofá tenía una estructura sólida (sin mencionar su hermoso corazón, por demente que eso suene), así que esperaba que la persona adecuada pudiera devolverle su gloria.

Me preparé para la llegada de los chicos del servicio de transporte y quité unas repisas que estaban cerca de la puerta frontal para que tuvieran a su disposición todo el espacio de la entrada. Hacía poco había comprado esas repisas para colocar ahí objetos de valor sentimental que había acumulado con John a lo largo de los años. Antes de poder quitar los estantes, tuve que retirar esas cosas: conchas traídas de nuestras vacaciones, una variedad de objetos de cerámica, nidos de avispas y avispones, porta inciensos, jarras, jarrones y floreros.

Quité el salero y el pimentero de metal de la abuela de John con forma de dos aves sobre una rama y su florero dorado con vistosos grabados florales (la mamá de John sigue insinuando que lo quiere de regreso). Quité la caja sencilla de madera que contiene una parte de las cenizas de John. La caja, que hizo mi cuñado carpintero, también tiene un poco del cabello y la barba de John, algunas baratijas y una bolsita con las cenizas de nuestra primera perra, porque era la favorita de John.

Quité las fotografías enmarcadas de John, las velas que le prendía, el pequeño Ganesh que le compré en India, el incienso que me dio en nuestra última Navidad juntos y las patas de ave de metal que me compró hace muchos años y que me gustan tanto.

Después de mover las repisas, estaba listo. O eso creí.

La mañana de octubre en que llegaron los chicos del servicio de transporte, les expliqué que el sofá cabía por la puerta si se movía en cierto ángulo. Lo sabía porque a los que lo trajeron les costó mucho trabajo pero finalmente averiguaron cómo hacerlo pasar por ahí.

Pero estos se mostraron muy impacientes. Intentaron sacarlo desde todos los ángulos sin lograrlo.

Y después sucedió.

Aunque había movido los estantes y todo lo que había sobre ellos, había dejado un pequeño ciervo de porcelana colgado en la pared cerca de la puerta, un regalo de Navidad que me había dado John y era una de mis pertenencias más preciadas. La noche anterior, había considerado moverlo junto con el resto de los objetos pero después dije: “No, no estorba”.

Mientras lo empujaban y lo levantaban, el sofá chocó con la cabeza del ciervo y lo derribó.

“Ay, no”, dijo el encargado, y yo me levanté de la silla con un salto. “Espera”, le dijo a su colega mientras yo me ponía de rodillas y recogía la cabeza y el cuerno izquierdo del ciervo, que se había roto.

Maldije al ver las piezas en mi mano, y una ola de desolación se apoderó de mí.

De regreso en mi silla, saqué el celular.

“Estoy tratando de no sufrir un colapso emocional”, decía el mensaje de texto que les envié a mis amigas Jessica y Rosella. “Los chicos del servicio de transporte rompieron el ciervo de porcelana que John me dio en Navidad”.

“Tengo roto el corazón”.

“Es como si John estuviera enojado conmigo por deshacerme de nuestro sofá”.

Ninguna respondió.

Mientras tanto, los chicos dejaron de intentar que el sofá pasara por la entrada. “Voy al camión por un martillo”, dijo el encargado principal. Después me preguntó: “¿Tiene un martillo?”.

No quería que destrozaran el sofá, pero en mi confusión fui por un martillo para dárselo. En cuestión de segundos, estaba golpeando sus patas traseras.

No cedieron rápidamente. La estructura de madera noble era resistente. Me senté en la silla y observé mientras atacaban violentamente mi sofá.

“Aún están tratando de hacer que el sofá pase por la puerta”, les escribí a Jessica y a Rosella.

“Literalmente lo están haciendo pedazos con un martillo”.

“No puedo dejar de llorar”.

No me respondieron.

Al final, con mucho esfuerzo, lograron quitarle las patas traseras. El sofá se había defendido, y sus patas quedaron destrozadas sin zafarse, aún mientras volaban pedazos de madera por toda la sala.

Sentí como si hubiera presenciado el asesinato de un familiar. No debía suceder así. Debían dárselo a alguien que lo restaurara con amor, no asesinarlo antes de que abandonara mi propio apartamento.

En cuanto le quitaron las patas, pudieron pasarlo rápidamente por la puerta. Secándome las lágrimas, levanté los cojines harapientos y los llevé hasta la puerta para dárselos a uno de ellos. No quería que esos asesinos volvieran a entrar.

Firmé el documento de entrega. No se me ocurrió darles propina. Y después me derrumbé.

Jessica respondió mi primer mensaje: “No, John no está enojado, solo es el hombre torpe que lo tiró. Pega el cuerno del ciervo. John te ama. Sal a tu balcón e inhala profundo. Mira al cielo y dile que lo amas muchísimo. Inhala un poco de aire fresco. Todo está bien”.

Después Rosella: “Sí, todo lo que dijo. Yo llegaré a casa como a las 13:30. Pasaré a la tuya para apoyarte moralmente y te llevaré pegamento”.

La tragedia de la mañana había despertado una montaña de dolor dentro de mí que, desde luego, no tenía que ver con el sofá, sino con Halloween, que le encantaba a John. Tenía que ver con nuestro aniversario, el 6 de noviembre. Con otro Día de Acción de Gracias sin John y otro cumpleaños sin él, y otra Navidad y después Año Nuevo.

“Te extraño muchísimo”, grité. “Te quiero de regreso. Te necesito aquí. Por favor, regresa”.

En el balcón, inhalando profundamente el fresco aire otoñal, me di cuenta de que me estaba muriendo de sed, completamente deshidratado de tanto llorar. Me serví un vaso de agua helada, arrastré los pies hasta mi habitación y colapsé en la cama.

El dolor y la catarsis pueden adoptar formas sorprendentes. No había esperado que un sofá significara tanto para mi proceso, pero su destrucción resultó ser una liberación poderosa y benéfica.

Mañana sería otro día, y se acercaba un nuevo año. Mientras tanto, Rosella (y su pegamento) estaban en camino.

***

Este texto fue publicado originalmente en The New York Times en español.


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