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El amigo de mi novio me dejó sin aliento

por Jane Bauer

14/01/2019

El amigo de Tony era todo afilado, en general, excepto por su risa, melodiosa y suave. Había un pequeño espacio entre sus dos dientes de enfrente y tenía hoyuelos en las mejillas. Sus cejas eran gruesas y desiguales, como si alguien las hubiera dibujado con rotulador.

Me cayó mal de inmediato. Es decir, me gustó… pero odiaba cómo me hacía sentir.

Tony y yo llevábamos un año de relación. Fue un año que se pasó en un abrir y cerrar de ojos, durante el cual nunca había llorado preguntándome si me quería o que me preocupara que no llamara. Tony era alguien en general suave: una cabeza redonda, panza redonda, pantorrillas redondas. Derrochaba sus emociones; la inseguridad, los celos y la adoración que expresaba se esparcían como la tinta invisible que usan para detectar si algún billetes es falso o robado. Si pusieras una luz negra en un sitio donde había apenas estado Tony, verías marcadores fluorescentes que representan sus sentimientos en cada superficie.

Tony me decía que me amaba, varias veces al día, me daba masajes de pies en las tardes cuando estábamos en su sofá con vista al mar y siempre tenía a la mano alguna botella de vino tinto. Le gustaba que estuviera cerca, pero nunca hizo muchos intentos para  conocerme de verdad. No me preguntaba sobre los libros que leía ni buscaba escuchar mis canciones favoritas para ver qué decían sobre mí.

Al amigo de Tony lo conocí durante una cena. Estaba de visita junto con una mujer con la que salía. Ella era mayor que él y era dura, como una estatua, en sus piernas se veía cada músculo y su cara parecía salida de los cómics de Archie, Betty y Verónica. Como pareja, ella y el amigo de Tony lucían perfectos.

En la cena, el amigo de Tony pidió una botella de vino blanco y recorrió sus dedos largos por el tallo de su copa antes de girar la copa. Tomó una probadita, pequeña pero varonil, y le dio su visto bueno al mesero.

Estaba sentado del otro lado de la mesa, diagonalmente frente a mí, pero no nos volteamos a ver. Me sentía claustrofóbica ahí, pese a que éramos la única mesa en la terraza exterior del restaurante, con vista al océano Pacífico.

Le pedí a Tony que me llevara a casa. De regreso en la comodidad de su Mercedes color negro, lo besé con gratitud.

El día siguiente salimos todos al mar en el barco de Tony; dos parejas en un paraíso. El amigo de Tony nunca se quitó la playera ni entró al agua. Sus piernas eran largas y delgadas y tan pálidas que reflejaban la luz. No comió de las baguettes de camarón que llevé, salidas de mi restaurante.

Su novia se rio con nervios cuando íbamos sobre las olas, una risa que me hizo recordar las fiestas universitarias. Eso, curiosamente, hizo que me cayera bien, porque me hizo pensar en ella como alguien boba y como una amenaza menor. Y de inmediato pensé, como lo hago con frecuencia, que yo era muy superficial.

Anclamos en una bahía con olas calmadas y me sumí en el agua fría. Me vigorizó el sentimiento de mi cuerpo conforme me metía al océano y sentía que podía nadar por siempre. Tony se metió al agua después de mí, y causó un gran salpicón. Nadamos hacia la costa y caminamos por la playa, tomados de la mano. Tony era… lindo.

Cuando regresamos en el barco a la marina, llamé a mi proveedor de pescado para pedirle atún de aleta amarilla. En el restaurante lo servimos ligeramente sellado, con una salsa tártara. Era el favorito de Tony. Cuando nos sentamos para cenar me puse un vestido blanco ajustado, que se pegaba al cuerpo. Me dije a mí misma que lo traía puesto para Tony.

El amigo de Tony y la novia de este llegaron tarde. Él traía puesta la misma ropa que durante la tarde: shorts, una camiseta blanca y mocasines azules de gamuza que lucían poco prácticos en un pueblo playero. Se disculparon por la tardanza, aunque no enfáticamente, porque dijeron que se habían quedado dormidos.

Odiaba al amigo de Tony. El sonido de su risa me hacía querer golpearlo en el estómago. Abrimos varias botella de vino tinto durante la sobremesa y el personal de mi restaurante comenzó a irse con el paso de las horas. El amigo de Tony se sentó a mi lado y me señaló que había una errata en mi menú. Me sentí avergonzada; la comida y las palabras eran en lo que usualmente me iba bien.

Todos hablábamos español porque Tony no hablaba inglés y su amigo usó varias palabras que yo no conocía. El español es el tercer idioma que aprendí a hablar y por ello reconozco que me conviene preguntar el significado de cualquier palabra nueva con la que me topo. Entonces el amigo de Tony me pidió mi teléfono y en la aplicación de Notas creó un glosario con palabras como “diastema” (para el espacio entre los dientes), “afónico” o “lampiño”.

Tony quería que me fuera con él a la casa, pero sentí que hacerlo, con la cantidad de emociones que había experimentado con el otro, sería una traición. Tony derrochó su decepción.

Le dije que estaba cansada. Fui a casa y me quedé despierta mientras pensaba en todo lo que no me gustaba sobre el amigo de Tony: el gel que usaba en el cabello, sus piernas pálidas, su risa tan melodiosa, el lunar en su antebrazo o la manera en la que era claramente inteligente, y lo sabía.

Cuando desperté me sentía mejor. Intenté convencerme a mí misma de que el vino es lo que había causado aquel hormigueo. Fui a la casa de Tony, donde tomamos café y nos besamos; quería mostrarle que apreciaba su adoración. “Es un gran tipo”, me tenía que recordar.

La casa de Tony parecía salida de una sala de muestras de una tienda departamental; con un diseño preempaquetado y sin una impronta que evidenciara quién vivía ahí. Sus baratijas ni siquiera eran recuerdos de sus viajes; venían en paquete con los muebles. Hasta los marcos de fotografías aún tenían dentro las imágenes de catálogos.

Cuando Tony subió al segundo piso noté que en el sofá aún estaba la chamarra de su amigo. Probablemente la dejó ahí cuando Tony fue a recogerlo del aeropuerto.

Estiré la mano y toqué la chamarra con los dedos. Se escuchaban el movimiento de Tony arriba. Recogí la chamarra oscura, la acerqué a mi cara e inhalé el olor, a loción para después del afeitado. Anotado: otra cosa que no me gustaba de él, que usaba mucha loción. Aunque debajo de ese olor había uno más humano, cálido y suave.

Los cuatro fuimos a comer en un poblado cercano, con un río donde los locales venden camarón y cangrejo. El amigo de Tony no volteaba a verme, excepto cuando sí me miraba de manera penetrante desde el otro lado de la mesa. Yo lo veía, mientras se lamía los dedos o sostenía su copa. Todo un glotón.

Estaba oscureciendo y la novia del amigo iba a perderse su vuelo. Pese a ello, perdió algo de tiempo en lo que pagaba la cuenta mientras los demás esperábamos en el auto. Por fin apareció como si no hubiera problema.

“Cuento las horas para que se vaya”, pensé.

Más tarde me reuní con Tony y el amigo, quienes estaban tomando unas copas. Debería haber estado en el trabajo, pero el amigo de Tony también se iría pronto. Pensé que iría para echarle una última mirada.

Con brandy y Coca Cola en mano, se me quedó viendo con una expresión atormentada; sus cejas de rotulador estaban fruncidas y sus labios formaban una línea delgada por lo apretados. Yo quería tomar algo de vino, pero el restaurante no tenía buen vino por copeo, solo por botella, y no quería pagar tanto dinero por una cantidad tan pequeña.

“Cómpralo y ya”, me dijo.

Él estaba sentado frente a nosotros y Tony estaba a mi derecha. El aire se sentía pesado y húmedo; todo me parecía incómodo.

El amigo de Tony entonces me preguntó sobre mis padres y sobre las razones por las cuales terminé viviendo en México, como si fuera nuestra primera cita. Le respondí a fondo, mientras lo veía a los ojos y formulaba, en mi cabeza, preguntas para él: “¿Cómo te gusta tomar el café?”, “¿Alguna vez has volado en parapente?”, “¿Te gustan las suites de chelo de Bach?”.

Pero no pregunté ni una de esas en voz alta. Me la pasaba pensando en el tiempo; si no se iba pronto no iba a alcanzar su vuelo.

Por un momento me imaginé cómo sería si no lo alcanzara, cómo se sentiría su mano en la mía. Podríamos sencillamente pararnos de la mesa e irnos juntos. Nos imaginé caminando juntos por distintos aeropuertos y ciudades, por pueblos en Francia o las montañas de Bután.

Me imaginé cómo sería susurrar su nombre en las mañanas, cuando estuviera tan cerca de mí que mis labios rozarían sus orejas mientras estábamos entrelazados en las sábanas blancas y los primeros rayos de sol empezaban a filtrarse por la ventana.

Y luego se fue y yo pude respirar.

***


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