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Antolín Sánchez, fotógrafo caraqueño. Fotografía de Diego Alejandro Torres Pantin

Antolín Sánchez: “Mi relación con la fotografía pasa por una dimensión lúdica”

por Diego Torres Pantin

01/08/2019

Año 1983. Antolín Sánchez tenía 25 años y estudiaba Matemáticas en la Universidad Simón Bolívar en Caracas, aunque entonces los números le interesaban menos que la fotografía. En esa época, tenía la idea de retratar a Caracas asociando sus espacios, su ambiente y su gente a las 78 cartas del Tarot y su simbología. Planeaba autorretratarse en Plaza Venezuela, de espaldas a las Torres de Parque Central, para representar al arcano conocido como El Mago. Habían pasado tres años desde que inició la serie y tardaría otros cinco en culminarla. Tarot Caracas no fue su primer proyecto, pero reconoce que fue uno de los más importantes para consolidar su carrera como fotógrafo. Sánchez, nacido en 1958, se interesó por la fotografía mientras estudiaba bachillerato. En ese proceso de maduración procuró leer a la ciudad para interpretar, no su futuro, sino su presente. “Empecé la serie a los 22 años y la terminé casi a los 30. Esos años significaron una maduración personal. Durante ese tiempo fui perfeccionando la técnica y descubrí cosas que hacía mal, o que podía hacer mejor. La ciudad cambiaba y yo cambiaba mi apreciación de la ciudad”. 

Decidió probar otros misterios. En la década de los 80 también fotografió las ofrendas de una pequeña capilla para su serie Ánimas de Guasare. Después exploró el pixel, «el átomo de la fotografía digital” (resultando la serie Pixel); hizo tomas de movimiento lento para retratar el fluir de la danza de un grupo de bailarinas (En B), y retrató una visión paradisíaca de Paraguaná (Ausencia de una Latitud Luminosa). Entre muchos otros trabajos. La obra del fotógrafo caraqueño, galardonado con el Premio Nacional de Fotografía de Venezuela del año 2000, es diversa en temáticas y estéticas. A lo largo de su carrera, ha realizado trabajos a color y en blanco y negro, documentalistas y de corte abstracto, narrativos y atmosféricos. Sus proyectos han sido expuestos en Caracas, París, Londres y Sao Paulo. 

Sánchez ha sido premiado cinco veces en el Salón de Artes Visuales Arturo Michelena y en tres ocasiones en el Salón Nacional de Arte Aragua, incluyendo el Gran Premio en 2000. Ganó la Bienal Danielle Chappard (2004) y el Premio Luis Felipe Toro (1992). También es licenciado en Comunicación Social y se ha desempeñado en el área audiovisual en la dirección de documentales institucionales y en la escritura de guiones. 

El sábado 3 de agosto, en la sede de la escuela Roberto Mata Taller de Fotografía (RMTF) en la Hacienda La Trinidad, Sánchez dará una charla sobre el trabajo que ha desarrollado desde 1974 hasta el presente y el proceso creativo de sus diferentes series. El encuentro “Diversión garantizada” comenzará a las 3:00 de la tarde. No solo se proyectarán sus fotografías, los participantes también podrán apreciar la escala específica de las imágenes, pues el autor mostrará algunas de las copias originales que corresponden a formatos especiales. Asimismo, se presentarán series inéditas que no han sido exhibidas.

—¿Por qué tituló la charla “Diversión garantizada”? 

—Desde mi inicio en la fotografía, mi relación con la disciplina pasa por una dimensión lúdica. Esto no quiere decir que a la vez no puedan existir otros intereses o intenciones. Para que un trabajo me atrape, se requiere que posea ese carácter de juego. Cuando lo pierde, detengo el trabajo en esa serie hasta que vuelva a hacerse divertida, y si eso no sucede, la desecho.

—¿Cómo ha sido su proceso de contar historias en los proyectos no documentalistas?

—Entre mis trabajos, algunos tienen una intención narrativa muy directa. Particularmente dos. Uno de ellos es El Vacío. Es una especie de  fotonovela, sin la argumentación sentimental del género, en la que hay una narración a partir de imágenes sobre unos hechos aparentemente confusos. Fue realizado entre 2005 y 2006. También hice uno en 2004, cuando preparaba una película inspirada en El gran inquisidor, de Dostoievski, un cuento inserto en Los hermanos Karamazov. Para agilizar la producción, realicé un storyboard fotográfico  con unos muñecos articulados, fotografié las secuencias más importantes imitando los ángulos que tendría la cámara. Cuando el proyecto quedó sin posibilidades de hacerse, por problemas políticos y económicos, las convertí en un comic fotográfico de trescientas imágenes. Otras veces, la narración existe indirectamente. Por ejemplo, Tarot Caracas es una interpretación de la ciudad a partir de los arcanos del Tarot. En el momento de exponerlas había que armar un orden, y eso significaba crear una  narrativa. En otras series, no es relevante el orden de las imágenes porque se busca un impacto más visual o  atmosférico. La narrativa involucra un antes y un después.

—Una de sus primeras series fue una interpretación sobre el espíritu de Caracas, Tarot Caracas. En su trabajo ha explorado el entorno del hombre, los paisajes que constituyen su mundo. ¿Dónde surge el interés por estos temas, qué le atrae?

—La exigencia de hablar sobre el entorno no ha sido consciente siempre. Por ejemplo, en Tarot Caracas no fue una idea precisa, nació como un reto. Era estudiante de Matemáticas y tenía mucho tiempo haciendo fotografías. Quise describir la ciudad, entonces me pregunté con cuántas fotos podría hacerlo. Ya Caracas tenía una complejidad geográfica y social, era un cuerpo vivo. Alguien me introdujo en el Tarot y me pareció muy interesante que con tan solo setenta y ocho arcanos se pudiera hacer un discurso, entonces me lo puse como reto: usarlos para describir a Caracas. En otros casos, fue casual. Ausencia se hace en Paraguaná, más no es sobre Paraguaná. Allí no busqué ser realista respecto al espacio, sino describir como yo lo vivía: un oasis, un lugar de fuga. Es un espacio subjetivo, sin una intención de registro formal. En Paisajes Acuáticos realizó una interacción entre los elementos colocados por el hombre y los cuerpos de agua –lagos, mares, ríos-, entre lo natural y lo artificial. Es análogo a uno que vengo haciendo con los años sobre el Ávila en interacción con Caracas, a veces en conflicto, a veces en armonía. No aparece la montaña, sino su imagen asomándose en los reflejos urbanos a través de los edificios o superficies. No es una intención absolutamente consciente, pero se ha mantenido constante de forma diversa en diferentes series. Hay una serie llamada En B donde desaparece, se vuelve una abstracción, y el tiempo, en lugar de ser preciso, rompe el paradigma del instante decisivo de Cartier-Bresson, convirtiéndose en un tiempo prolongado.

Fotografía de la serie En B, de Antolín Sánchez

—¿Dónde se ubica la frontera entre la fotografía experimental y la tradicional?

—Estamos hablando de categorías que no admiten una raya amarilla. Por ejemplo, entre la documental y la autoral. En cualquier fotografía documental será necesario un mínimo de estética, de presencia del autor. ¿Por qué una fotografía de Salgado trasciende más que  las de los otros doscientos fotógrafos que cubren una misma  guerra? Porque conmueve. Quizás las otras te impactan en la prensa, pero hasta ahí. Así mismo, en cualquier fotografía puramente artística vas a encontrar elementos que te hablan de cómo fue hecha, cuándo y dónde. No hay una línea divisoria específica. Igualmente, no la hay entre la tradicional y la experimental. Muchas cosas que ayer eran experimentales, hoy no lo son. Cuando hice En B con la técnica de larga exposición para hablar de la danza, las críticas hablaban de que era una técnica experimental, pero yo insistía en que no, que eso ya se había hecho hacía 200 años. Solo era inusual, pero a los ojos de los comentaristas se convirtió en experimental. Todo lo que ha sido aceptado por el público es tradicional, porque no existe una Academia de la Fotografía, afortunadamente. El riesgo de lo tradicional podría ser terminar respondiendo a parámetros escolásticos, donde tienes imágenes vacías de contenido pero bien realizadas. Ojo, es muy válido usar técnicas tradicionales si sabes qué quieres decir. En cambio, el riesgo de lo experimental  es que si se trata simplemente de un efecto, entonces es hacer un fuego artificial que no dice nada. Lo experimental es perfectamente válido cuando va de la  mano con una novedad estética y expresiva. Es como un adjetivo, cuando no añade mata, como decía Huidobro.

—Advierte que hay un riesgo de hacer un “fuego artificial que no dice nada”, y que la fotografía documental debe ir más allá del impacto. ¿Cómo se logra esto? ¿La base para crear son las emociones? 

—Fíjate, el problema no es trabajar motivado por una emoción, sino poder transmitirla. Tú puedes empezar con una intención estética surgida de un sentimiento. Aquí todo es apariencia, y no lo digo peyorativamente. Si no está visualmente resuelto, no se expresa, desaparece. Si logras transmitirla al espectador, tu trabajo trasciende. Goya no estaba en los campos de batalla, pero sufrió la guerra, las cosas que le contaron las supo plasmar en una forma tal, que al ver Los desastres de la guerra dos siglos después, hasta sientes que da dolor físico. Logra hacerte sentir que  el conflicto no te es ajeno. Si él no lo hubiera sabido transmitir, no pasaba nada, no habría efecto. Retomando a Salgado, su acierto fue gracias a que él supo crear un impacto visual, por eso sus imágenes  quedan como un testimonio que en cincuenta años le dirá algo a la gente. El problema no es el sentimiento inicial, sino su transmisión.

—Una de las características de su trabajo es la diversidad, tanto en formatos como en temas. ¿Qué impulsos o intereses lo conducen por vías tan distintas entre serie y serie?

—Eso va naciendo según el trabajo. Yo sigo la premisa, inconscientemente, de que no debe preocuparte una unidad estética global, en las series sí. Componer y armar trabajos se va dando conforme al desarrollo de cada serie. En el momento en el que escoges hacer un juego de Tarot tienes que considerar que las cartas están en formato vertical, que abarca menos que el horizontal. Nadie se imagina una carta de ochenta centímetros de alto, así que las imágenes no podían ser excesivamente grandes. En cambio, cuando realicé  Ánimas del Guasare fijé mi atención en los detalles, pequeñas cositas que dejaba  la gente en el altar de la capilla con textos de agradecimiento, trabajé con tamaños mayores para que se viesen los ofrecimientos. La composición fue hecha con mucha oscuridad, con trípode, sin flash para no aplanar la imagen. Eran estéticas muy diferentes entre sí, pese a que se hicieron casi en paralelo, porque no tenían la misma necesidad expresiva. A veces, el uso del color es significativo, en otras, prefiero usar el blanco y negro. Las diferencias estéticas varían según la necesidad expresiva.

Fotografía de la serie La naturaleza pictórica de la Naturaleza, de Antolín Sánchez.

—¿Cómo se puede nutrir de otras artes un fotógrafo en formación?

—Para hablar sobre las influencias de las otras artes, hay que hablar de la pintura. No hay fotógrafo al que se le escape. En un ensayo que voy a publicar con la editorial La Cueva hablo de que la fotografía no debería considerarse que la historia de la fotografía empezó alrededor de 1830 con Daguerre, sino 400 años atrás, hacia 1420-1430. La fotografía es una forma de interpretar el espacio, y la manera en la que se diseñan los lentes y las cámaras, de respaldo químico o digital, es heredera directa de la forma de ver del Renacimiento, con la cual los artistas se adelantaron a los pensadores y que respondía a una nueva realidad. Eso es lo que apuntan Herbert Read en Imagen e Idea y  Pierre Francastel en La Figura y el Lugar. Ambos autores formulan que las manifestaciones artísticas se adelantan a las aproximaciones conceptuales y filosóficas de las ideas. En las sociedades en las que nació el Renacimiento, Italia y los Países Bajos, la noción del espacio cambió de forma poderosa, tan poderosa, que durante más de 400 años toda la pintura se concibió con la perspectiva, incluso en movimientos reaccionarios, como el Barroco o el Romanticismo. Nadie se revelaba contra ella porque era una forma de ver que originaba una forma de pensar. Los pioneros de la fotografía parten de allí. Los lentes conforman la imagen según la perspectiva lineal. Se trabaja sobre un espacio bidimensional, con los mismos principios de la pintura. No son 200 años de tradición, son 600. Antes de ver libros de fotografía, hay que ver libros de pintura.  

—¿Te sientes deudor de movimientos como el surrealismo o el expresionismo?

—En algunos trabajos he sentido influencias muy directas de algunos movimientos. En La Caída de Babilonia sentí una fuerte influencia del expresionismo alemán, pero de forma mucho más libre que en Tarot Caracas. En casi todas las fotos, destruyo los negativos para hacer que aparezca una gran mancha negra en el cielo, para hablar del estado de ánimo de una ciudad que en ese momento estaba en proceso de destrucción, y más todavía, el espíritu de su gente, por eso el título apocalíptico. El expresionismo alemán estuvo en una época de gran crisis entre las dos grandes guerras, Alemania estaba en ruinas económica y anímicamente, y esa gran carga antecede al ascenso y consolidación del nazismo. Sobre el surrealismo no he sentido influencia, aunque algunos hablen en de eso en mi obra. Los fotomontajes que he hecho tienen un simbolismo preparado, entonces no puedes relacionarlo cuando tienes algo que  ha sido conceptualizado previamente, porque ese movimiento está liberado, es la imaginación trabajando de forma independiente a la razón. Yo nunca me sentí heredero del surrealismo pese a que los críticos lo dijesen, en cambio, del expresionismo sí, aunque no lo dijesen. En otro trabajo, hice una aproximación al pixel, el átomo de la fotografía digital,  allí sí hay una influencia de los creadores cinéticos, como Soto o Cruz Díez, por el color independiente a la forma. No todas las series están influenciadas por las mismas fuentes. No me preocupo por eso. Aunque en mis orígenes mi trabajo estuvo muy marcado por Jerry Uelsmann y John Heartfield, maestros del fotomontaje. Siempre me sentí en deuda con ellos.

Detalle de fotosecuencia Domingo en ciudad ajena, de Antolín Sánchez.

—¿Qué impacto tienen las redes sociales en la fotografía como arte y oficio? Sobre todo aquellas redes que conducen al consumo constante de imágenes.

—Yo tengo cuentas personales en redes sociales para intercambiar información con amigos. Respeto a quien lo haga, pero no he concebido hacer un proyecto a partir de la red. Una cosa es usarla como herramienta de difusión junto a varios formatos, y otra es trabajar exclusivamente desde allí, como si fuese el centro del trabajo, allí corres el riesgo de la intrascendencia. Se suben miles de imágenes en un segundo. En redes sociales la velocidad de consumo es brutal, hacer un discurso duradero es complicado. Claro, hay diferentes intenciones donde pueden usarse perfectamente, pero es un formato muy reducido, que te impide realizar algunos tipos de imágenes, por ejemplo, una panorámica. Es otra sensación espacial. No hay que desechar ningún canal, pero tiene que haber diversión y yo no me divierto con las redes.

—¿Cómo visualizas la evolución de la fotografía?

—La fotografía se sitúa hoy en una posición curiosa, actualmente varios cientos de millones de personas, tal vez miles, fotografían regularmente, ya sea como simple captación de recuerdos personales y familiares o como forma de expresión. Esta entronización de la fotografía, sin embargo, no debe confundirnos. Su forma de ver, atada a la perspectiva lineal, se inventó hace seis siglos para representar el espacio tridimensional sobre dos dimensiones. Sin embargo, la noción espacial del siglo XXI ha cambiado, tal como se transformó la noción espacial entre la Edad Media y el Renacimiento, y desde este punto de vista la fotografía se ha quedado atrás de otras formas de expresión que desde hace más de un siglo han roto, al menos parcialmente, con la perspectiva lineal. ¿Cómo se resolverá esa contradicción? Creo que no hay forma de saberlo en este momento.


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