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Fotografía de Vincent Anderlucci | Flickr

A la deriva en mi propia isla del amor

por Sophie Mackintosh

03/12/2018

Uno de los mayores placeres en mi vida es ver el programa británico de telerrealidad Love Island, una serie transmitida a diario en el que seis hombres y seis mujeres son metidos a una villa isleña de lujo donde los graban constantemente y se les incita a enamorarse. La pareja que más conquiste el corazón del Reino Unido se lleva 50.000 libras esterlinas. Es un concepto vacuo y heteronormativo, casi distópico.

No me perdí un solo episodio el año pasado, durante una ola de calor del verano británico que puso mi vida patas arriba. No importaba qué tan tarde llegaba a casa o qué tan mal me sentía. Si estaba particularmente triste o me sentía muy sola, me quedaba dormida mientras veía Love Island y, al despertar, prendía mi computadora para ver de qué me perdí: era una transición sencilla de un día al otro para llenar los momentos en los que antes habría estado hablando con mi pareja, Chris. Ese verano la almohada que él ocupaba lucía vacía.

Apenas una semana después de que vi el primer episodio ya había pedido en línea una botella de agua personalizada con el título del programa; recibí varias miradas en el metro o el autobús de gente que entendía mi afán cada vez que tomaba de la botella. Eran miradas casi de comunión.

Los medios reportaron que la cantidad de personas que pedía cotizaciones para cirugía plástica se disparó desde que empezó la serie, y yo no fui inmune. Con la necesidad de distraerme, visité las páginas web de varias clínicas y me generé nuevas ansiedades, porque pensar en lo imperfecta que es mi nariz significaba que no tenía que pensar en que la persona que amaba estaba en el hospital y podría morir a sus 33 años.

Sus síntomas empezaron hacia el otoño anterior, pero los ignoramos. Comenzamos a comer más ensaladas y a quedarnos en casa, en parte porque estaba constantemente cansado de manera misteriosa. Pensándolo ahora, es fácil ver las señales, aquellos momentos que te agarran desprevenido.

Chris no acudió con un doctor sino hasta la primavera. Tomábamos por sentada nuestra salud; pensábamos que éramos resistentes. El doctor le sugirió hacerse una colonoscopía, que mostró algo, pero nadie parecía estar preocupado. Busqué información sobre pólipos y leí lo que me confortaba: pueden ser retirados, tardan un año en que se vuelvan cancerígenos.

Claro que había información disponible que era más preocupante, pero uno ve lo que quiere. Así que cuando empezaron a referirlo para que se hiciera otras pruebas —tomografías, resonancias magnéticas, más citas— intenté no ver lo peor hasta que nos dieron la noticia: cáncer del intestino.

Todo pasó en el plazo de un mes desde la colonoscopía, que es poco tiempo… de hecho, es la mitad del tiempo que dura una temporada de Love Island. Después de cuatro semanas de grabación la mayoría de los concursantes ya están en pareja en relaciones relativamente serias, mientras se intentan mover discretamente bajo las sábanas frente a las cámaras de visión nocturna.

Un mes es tiempo suficiente para que cambie tu vida. Un día basta. Diez minutos.

Después de salir del hospital es cuando vi el primer episodio de Love Island, sola en el departamento que compartíamos. Las entrañas de Chris habían sido movidas en un procedimiento; ahora a la derecha de su estómago tenía una ileostomía, con la cual se hace una abertura desde el intestino delgado al exterior del cuerpo. Antes de que fuera la intervención, a Chris le hizo gracia describir cómo su cuerpo iba a cambiar: “Un parque acuático cubierto cuyo tobogán te saca del edificio”.

Es una manera de expresar las cosas muy característica de él, el hombre al que amo.

También había una serie de tubos dentro de su cuerpo que insertaban ciertos fluidos y sacaban otros. En un plazo de cinco minutos cuando yo seguía en el hospital, Chris me presentó dos veces distintas a su enfermera. “¡Esta es Sophie!”, gritó, con los opiáceos en su cuerpo que hacían lucir tan extraños sus ojos y con un tubo de oxígeno dentro de su nariz. “¡La amo!”.

“Yo también te amo”, le contesté.

En el camión camino a casa me enfoqué en que iba a poder ver un nuevo episodio de Love Island durante seis horas a la semana por los siguientes dos meses. Ese era casi exactamente el mismo tiempo que duraría la recuperación inicial de Chris, fuera de lo que se avecinara después.

Los días en el hospital siguieron y decidí enfocar mi energía a conseguir nuevos muebles que después tenía que ensamblar sola mientras veía a los concursantes, a quienes empecé a pensar, de manera pasional y protectora, eran mis amigos; casi como hijos. Su vulnerabilidad me hacía sentir que los conocía. Lloraba por ellos con emociones genuinas que tenía miedo de expresar de otra manera, porque cuando lo hacía terminaba tirada sobre la alfombra de nuestra sala de estar mientras hiperventilaba.

Cuando un problema con el diseño del mueble significaba que una tuerca no entraba donde debía en el librero, tenía que arreglármelas. Nadie más estaba ahí para ayudarme y era la una de la mañana, aunque tenía la compañía de los concursantes, delgados y en traje de baño, con voces en el volumen más bajo posible para no despertar a mis vecinos.

Primero me desmoroné y lloré por diez minutos seguidos, y después intenté usar un zapato cual martillo. Era como si yo también estuviera en una isla (¡mi propia isla del amor!) con mi botella de agua personalizada y esos temas de supervivencia que debía atender estando aislada, porque estaba a la deriva. Claro que habría sido triste que alguien viera mi vida cual reality, y por ello me contentaba saber que esa persona trágica no era visible para mis amigos al otro lado de una pantalla.

Me reconfortaba ver las historias de amor que sucedían por afuera del contexto de una desagradable realidad. “Ojalá que nunca tengan que ver a la persona que aman con tubos que entran y salen por todo su cuerpo”, les deseaba a esas hermosas parejas que eran años más jóvenes que yo, aunque yo también pensaba que era joven… demasiado joven para vivir lo que sucedía.

Ojalá que nunca tengan que conocer el terror de ver cómo tu futuro cambia tan repentinamente, cómo desaparecen posibles hijos y hogares y planes. Espero que sus futuros sean tan simétricos, adorables y patrocinados como las vidas en su isla.

Envidiaba de los concursantes que estaban en un mundo donde el problema más grave era que la otra persona no te quisiera en la misma medida o que te engañara alguien a quien habías conocido desde hace tres semanas, y que sin importar cual fuera ese problema que hubiera cerca una piscina para saltar, una tumbona para tomar el sol, una oportunidad para intentarlo de nuevo.

Al mismo tiempo, estaba contenta por ellos y por la posibilidad de disfrutar historias de amor con problemas tan distantes a los míos. Ahí no había episodios de llanto descontrolado en los baños de un hospital ni era necesario revisar de qué color se veían las bolsas del catéter ni limpiar vómito. Nada de intentar meter cucharas con puré de papa y natilla a ninguna boca. Solamente existía el potencial de un nuevo amor, con sus mejores días.

Yo recordaba días como esos, pero el amor era distinto en mi caso. Era más sabio, el tipo para el cual no estaba preparada y que había supuesto que no compartiríamos sino años o décadas después.

Chris regresó a casa antes de que terminara la temporada. No había visto ningún episodio, pero yo le contaba casi todo sobre aquellos desconocidos a los que estaba tan apegada. Y veíamos Love Island de manera casi ceremonial. La historia de amor entre Jack y Dani, quienes terminaron ganando, ya era uno de los grandes romances de estos tiempos. Chris me agarraba de la mano mientras lloraba; le expliqué lo beneficioso y catártico que fue llorar por esta gente.

Recordé las primeras y agitadas dos semanas de nuestra relación y entendí cómo los concursantes podían enamorarse tan rápidamente. Creía que era real porque para Chris y para mí lo había sido. Hace tantos años, cuando caminábamos por la playa durante un invierno, cuando nuestro cabello era empujado hacia nuestros ojos y bocas por el viento y sentíamos una felicidad tan poderosa que creí que iba a morir si no veía a dónde nos llevaba todo.

Tenía fe en la posibilidad radical del amor, en la estupidez radical que implica, en dejarse caer. Y creía también en la vorágine de emociones que se habían transmitido cada noche en mi pantalla, que me hicieron recuperar la fe o algo similar a esta. Poder ver que, incluso en las circunstancias más cínicas, prevalece el amor frente a la adversidad.

Love Island terminó hace unos meses. Algunas de las parejas formadas ahí siguen estando juntas. En Instagram veo brillar a Jack y Dani, lucen tan accesibles como las parejas de carne y hueso que conozco. Una mañana hace poco, mientras me vestía, Chris incluso me dijo que “los dos de cabello rubio se separaron. ¿Se llamaban Ellie y Charlie?”.

Estoy agradecida con el restablecimiento de la normalidad, como una nueva capa de piel desde la cual aún se avista la herida en proceso de cicatrización.

En una semana terminará de sanar la lesión del estómago de Chris. Su ileostomía fue revertida; el tobogán de nuevo se queda dentro del parque acuático. Cocinamos juntos y hablamos sobre el futuro. Tenemos presente que lo que parece ser la destrucción de todo en ocasiones es apenas el inicio.

A veces se cumplen las previsiones más optimistas. El amor florece en lugares que parecerían inhóspitos. Nosotros tenemos una nueva historia de amor que va día a día y mes a mes. Enfrentamos a la incertidumbre, pero ya no a la deriva; estamos en plena posesión de una belleza inusual y esperanzadora.

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