Fotografía referencial de Luis Robayo | AFP

Fotografía referencial de Luis Robayo | AFP

Por Ricardo Barbar


Kamel miró el reloj cuando el taxi se quedó varado en la carretera: tenía 90 minutos para alcanzar el autobús que lo llevaría desde Cúcuta a Bogotá, donde le darían el tratamiento médico que necesitaba. Había cruzado la frontera por una trocha, un paso fronterizo ilegal desde el lado venezolano, por ese tratamiento. 

El carro se había quedado sin gasolina. Si Kamel quería llegar a tiempo, el conductor debía tomar un taxi, ir a buscar unos pocos litros y regresar para encender el auto, todo en menos de 90 minutos. Kamel y un amigo que viajaba con él le reclamaron al conductor. Les juró que solucionaría. Regresó y encendió el auto. Luego se dirigió a la estación de gasolina, donde debía reponer combustible. Había una fila de camiones y autos. Eran las 3:30 de la tarde, Kamel tenía una hora para tomar el autobús.

Su viaje había comenzado dos días antes. Un amigo le había hablado de una persona que organizaba toda la logística, tanto traslado como hoteles, por 250 dólares. El compromiso era llevarlo desde San Juan de los Morros, en Guárico, Venezuela, hasta Bogotá, Colombia. Un viaje de 1423 kilómetros. Kamel pagó.

El primer destino era San Cristóbal, estado Táchira. Un viaje de al menos 12 horas. En la carretera, Kamel vio a policías que pedían sobornos y tenían fajas de dólares para dar cambio. A militares que los dejaban seguir el camino a cambio de una caja de cigarrillos. Era una semana de cuarentena radical por covid-19. 

Un pasajero contó 48 alcabalas. En al menos 18 el conductor pagó. Kamel sintió que estaba rodeado de una miseria que no podía evadir. Vio a venezolanos caminando que le dijeron que llevaban días de viaje, otros durmiendo y descansando en las aceras. Casi cinco millones y medio de venezolanos han tenido que emigrar por la crisis humanitaria, según el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados. 

En Socopó, estado Barinas, el conductor se detuvo a conseguir sencillo para los siguientes sobornos. A partir de ese momento, todos los pagos serían en pesos colombianos.

Llegaron a San Cristóbal a las nueve de la noche, después de 14 horas de viaje. Kamel durmió esa noche en la habitación de un hotel que tenía una colchoneta delgada sobre una base de cemento. A la mañana siguiente debía llegar a San Antonio del Táchira, su segundo destino antes de cruzar la frontera. 

Conoció a un guardia nacional y a un policía que se encargaban de los traslados. En el camino, la situación no fue distinta a la de su viaje anterior: en cada alcabala vio que el policía saludaba y entregaba un billete sin intercambiar palabras. En algunos casos el conductor pagó doble soborno porque había guardias nacionales y funcionarios de migración de Venezuela. Luego de un viaje de alrededor de una hora, llegaron a San Antonio del Táchira. El conductor los dejó en un sitio donde parecía haber operado un terminal. 

Kamel y su amigo estaban en un punto de la frontera, esa zona de 2.219 kilómetros que comparten Venezuela y Colombia controlada y disputada por paramilitares colombianos y venezolanos, policías, militares y bandas criminales de Venezuela, según ha denunciado la ONG Fundaredes al Ministerio Público. Kamel vio que había muchos trocheros, como se llama a las personas que ganan dinero por cruzar personas a través de pasos ilegales en la frontera colombo-venezolana. Frente a él había una larga fila de personas que se iba reduciendo, y más adelante un puesto de control que provocaba un embudo. “Hagan la fila”, gritaban. Un trochero les dijo que eran paramilitares y guardias nacionales. Kamel pensó que el lugar sacaba provecho de todas las miserias.

Un venezolano intenta ingresar a Colombia a través de una trocha. Fotografía referencial de Schneyder Mendoza | AFP

Un venezolano intenta ingresar a Colombia a través de una trocha. Fotografía referencial de Schneyder Mendoza | AFP

Bajo el sol y parado por horas, Kamel trataba de no observar entre tantas miradas. Los trocheros le advertían constantemente que no sacara el teléfono, que no viera mucho. Le contaron sobre personas que tomaron fotos y perdieron sus teléfonos porque se los lanzaron al río. Cerca de 200 venezolanos cruzan a diario por estos caminos irregulares, según Migración Colombia.

A Kamel le dijeron que debía dejar el equipaje en manos de un trochero que iría por un camino distinto. Se quedó con un morral, donde guardaba su dinero y otras cosas valiosas, y entregó solo un bolso de mano. El trochero lo metió en un enorme saco tejido donde había equipaje de otras personas. Con el peso en la espalda, se amarró un tensor en la cabeza para equilibrar la carga. Kamel perdió de vista su equipaje y pensó en que casi todas sus pertenencias habían quedado en manos de un desconocido. Una balsa hecha de pimpinas de gasolina y paletas de madera lo esperaba para llevarlo al otro lado del río. Era un servicio VIP, “para que los viajeros no se mojaran”. 

Kamel sacó su celular para tomar una foto, pero su amigo le dijo que no eran juegos, que guardara el teléfono. Avanzaron sobre la balsa por un tramo del río poco profundo, repleto de piedras y rocas hasta que llegaron a la orilla. El trochero los estaba esperando con el equipaje.

Caminaron por lo que parecía una hacienda (había corrales y animales). Un hombre recibió un billete y les abrió un portón que daba hacia una calle perfectamente asfaltada. Estaban en Cúcuta. Tomaron un taxi que los llevó hasta unas oficinas. Kamel tomó una ducha en un pequeño baño donde no había un espacio seco para cambiarse la ropa. Esta era la última parada antes de abordar el bus hasta Bogotá. Le dijeron que salía a las 4:30 de la tarde y que irían en taxi hasta una zona cercana del terminal para evadir controles policiales y migratorios. Se trasladaban a ese lugar, cuando el taxi se quedó sin gasolina.

Kamel solo quería llegar a tiempo. Cuando no esperaban más obstáculos, el conductor vio a lo lejos una alcabala de la policía de Colombia. Les había advertido que no dijeran que eran pasajeros. Él no tenía los permisos para trabajar como taxista en Cúcuta, ellos habían entrado a Colombia sin pasar por controles migratorios. Orilló el carro, abrió el capó y fingió estar accidentado. 

Dos policías llegaron y estacionaron sus motos delante del carro. Kamel pensó que, ante cualquier situación, su tratamiento médico era una justificación humana: reservaba los informes de su enfermedad como una última bala. El conductor explicó a los policías que su auto estaba recalentado. Ellos solo hicieron tiempo para que llegara una mujer de tránsito. 4:15 de la tarde. Bajo esa circunstancia, ya no importaba perder el autobús. Podían ir detenidos.

—¿A dónde van? —preguntó la mujer de tránsito a los pasajeros.

—Al terminal —respondió Kamel.

Aunque no dijo que eran pasajeros, la funcionaria se dio cuenta de que el conductor era un taxista ilegal.

—Te voy a detener el carro —dijo la funcionaria.

Rápidamente, el conductor sacó unos papeles de la guantera. Le dijo que su mujer había abortado dos días atrás. No paraba de hablar, se movía de un lado a otro, gesticulaba con el papel en la mano. Pedía que se compadeciera de su situación. A Kamel le sorprendió la capacidad seductora que tenía aquel venezolano de “ojos saltones”. Rogaba: dijo que debía trabajar para pagar los gastos del aborto de su esposa. 

No le tomó más de cinco minutos convencerla. 

—Que sea la última vez, no te quiero ver trabajando de esa manera —dijo la mujer de tránsito y se fue. 

El chofer se montó. Encendió el auto. Volteó “con una sonrisa grandísima” y le hizo puñitos a Kamel y a su amigo. 

Llegaron al sitio cercano al terminal pasadas las 5:00 de la tarde. El próximo autobús salía a las 8:00 de la noche. Kamel hizo tiempo hablando con varios venezolanos. 

Durante el viaje, sintió que en el camino del páramo colombiano el frío era más intenso que el del aire acondicionado. Le llamó la atención que el conductor se desviara de una carretera asfaltada a un camino de tierra. Era una vía mojada, ascendente y zigzagueante, donde había laderas con fallas laterales. Kamel le preguntó por qué tomaba esa vía. “Es más corta”, respondió el conductor. No vio ningún control policial en el camino. No durmió durante el viaje.

A pocos kilómetros de Bogotá, escuchó un estallido. El conductor maniobró el autobús hasta que se detuvo. Se había espichado un caucho. 

Llegaron a Bogotá una hora más tarde de lo previsto. El chofer dijo a los venezolanos que los dejaría en un sitio cercano al terminal para evadir los controles migratorios. Kamel se despidió de su amigo y tomó un taxi. El conductor era un colombiano que vivió de niño en Venezuela y había regresado a Colombia por la crisis. Kamel le dio una dirección que se había aprendido de memoria: Hotel Usaquén, 120 #7-14.

La enfermedad

La primera vez que Kamel supo acerca del dolor del cáncer fue cuando escuchó los gritos de Justo, su vecino, quien no pudo acceder a la morfina. Años después estaría preparado con su hermana, a quien nunca le faltó la dosis.

Cuando el cáncer tomó el cuerpo de su hermana, Kamel viajó hasta Caracas para cuidarla. Día tras día, se despertaba en la madrugada cuando ella sonaba la campana para que la llevara al baño. Y no era una sola vez, eran cinco, seis. A veces la tocaba porque quería compañía. Tenía miedo de morir sola. Cuando amanecía, Kamel era un zombie preparando el desayuno. Y en las noches la crema en el cuerpo, la loción en los labios y el yelco con hidratación. En las madrugadas, de nuevo el tintineo, y en las mañanas de nuevo el desayuno, el almuerzo y la cena que ella fue dejando de comer. 

Su hermana tenía la barriga llena de líquido a causa del cáncer. Parecía que algo le estrangulaba el estómago y vomitaba todo lo que ingería. Así pasaron varios meses, hasta que Kamel contrató a una enfermera. Dos de sus hermanos, fuera de Venezuela, apoyaban enviando dinero. En sus últimos días, ella le dijo a Kamel que por favor la ayudara a irse. Él le contestó que por favor no le pidiera eso y rompió a llorar. Fue la única vez que lo hizo.

Cuando ella murió, Kamel decidió ocuparse de una molestia que sentía en el cuello desde hacía 15 años. Lo había pospuesto tantas veces que ese pequeño bulto minúsculo creció hasta parecer una pelota de golf. 

En febrero de 2020 le realizaron dos punciones, una en la tiroides y otra en el nódulo cervical. A la espera del resultado, los médicos sugirieron una cirugía exploratoria tan pronto como fuera posible. Pero cuando Kamel estaba haciendo las gestiones, declararon cuarentena radical en Venezuela. Pospuso todo por miedo al nuevo virus y por falta de gasolina para trasladarse hasta Valencia, donde le harían la cirugía. 

Semanas después, el miedo aumentó cuando le dijeron que esa pelota de golf eran unos pequeños nódulos que tenía en la tiroides. Carcinomas papilares, un tipo de cáncer cuya causa es desconocida. Algunas posibles son anomalías genéticas o el historial familiar de la enfermedad. Kamel les contó a sus tres hijos sobre el diagnóstico sin decirles claramente que era cáncer. 

Durante los meses de espera para la cirugía, el nódulo continuó creciendo. Kamel pensaba en la voz del médico diciéndole: “No debes esperar más, a pesar de las dificultades del covid”. 

Decidió operarse a principios de agosto, cuando la pandemia era una ola en crecimiento que ocupaba hospitales y clínicas. Viajó hasta Valencia acompañado por su hija menor, su segunda expareja y la hija de ella. 

Los médicos le advirtieron que podían atrofiar algún nervio durante la operación. “Puedes perder la motricidad del brazo, el habla. Vamos a operar en zonas donde hay nervios tan o menos delgados que un pelo”. Cuatro cirujanos oncólogos se encargarían. Kamel sacó 4000 dólares de sus ahorros para pagar la cirugía. 

El día de la operación, quiso estar atento a alguna experiencia paranormal (emanaciones de luz, caminos de flores), pero lo último que recuerda luego de la anestesia es al cirujano principal revisando el teléfono. Cuando despertó, tenía una cicatriz que iba desde el cuello hasta la clavícula. Los médicos le pidieron que moviera el brazo derecho. Lo hizo sin dificultad. Comprobaron que la cirugía había resultado exitosa cuando vieron que no paraba de hablar. Le explicaron que habían extirpado el nódulo y la tiroides. Solo debía completar el tratamiento con yodo radiactivo I-131 que debía tomar en seis semanas. El medicamento es una forma de radioterapia que destruye células tiroideas (incluyendo células cancerígenas) que no hayan sido eliminadas en la cirugía.

Los oncólogos le habían dicho que debía ir al endocrino para regularse una hormona. Un día de consulta, notó que la médico tosía. En algún momento lo atendió sin tapabocas. Una semana después, cuando volvió, le dijeron que la doctora estaba de reposo por covid-19.

Kamel y su familia empezaron a sentir fiebre, disnea, dolor muscular. Pensó que era irónico que después de una cirugía tan delicada estuviese contagiado. Temía que algo le pasara a quienes lo acompañaron. Se sentía joven a sus 56 años. Experimentaba culpa: su familia se había contagiado por estar ahí, acompañándolo. Una médica recomendó tomar un tratamiento con medicamentos que no tenían efectos contra la covid-19 (ivermectina, azitromicina). Entonces, de nuevo, Kamel tomó el rol de cuidador. Le daba todos los días los medicamentos a su familia.

Sabía muy bien cómo cuidar a una persona. Había aprendido de cuidadores, enfermeras, médicos y al final de su propia experiencia. Todo comenzó esa mañana de agosto de 2012, cuando tocó el portón de la casa de sus padres. Su papá acostumbraba a abrirle, pero ese día no sucedió. Llamó a un amigo cerrajero, al médico de la familia y al CICPC. Encontró a su papá tirado en el suelo, muerto. Había sufrido un derrame gastrointestinal. Al lado, en uno de los cuartos, la mamá de Kamel permanecía recostada. Con un Alzheimer avanzado, nunca se enteró de lo sucedido. 

Desde ese momento, aprendió a cuidarla y a comunicarse con ella a través de las pocas palabras que ella decía: papá, bonito y dormir. Kamel salía a trabajar como arquitecto a las seis de la mañana y volvía a las seis de la tarde a relevar a la cuidadora. Hubo momentos en los que pensó que trabajaba demasiado para no llegar a casa. Vivieron en una casa diseñada y construida por él. En cinco años aprendió a cambiarle el pañal sin levantarla de la cama, a prepararle tantísimas variantes de cremas, sopas y atoles como recordaba que a ella le gustaban.

La muerte de su madre fue seguida por varios meses de cuidado a su hermana, quien murió casi un año después. Cuando se liberó de los cuidados, vino el diagnóstico de su cáncer. Y después la covid-19.

Kamel y su familia se recuperaron en 15 días. Para ese momento se habían cumplido las seis semanas de la cirugía. Entonces visitó a un médico que le determinaría la dosis de yodo radiactivo que debía tomar. Le dijo que el tratamiento no estaba disponible en Venezuela.

Llamaron a tantos sitios como pudieron. Ninguno lo tenía. El yodo radiactivo es un fármaco que no se puede comprar en una farmacia. Solo se administra a través de servicios oncológicos en clínicas y hospitales. El seguro social venezolano debería otorgar el tratamiento por ser de alto costo, pero ya en 2016 la Sociedad Venezolana de Medicina Nuclear advertía que en Venezuela “la especialidad de Medicina Nuclear podría desaparecer en el país por falta de material radiactivo”. Ese año, la sociedad contabilizó 400 pacientes con cáncer de tiroides, como el de Kamel, que permanecían en lista de espera para recibir el tratamiento con yodo radiactivo. 

Desistieron de la idea cuando llamaron a los dos laboratorios encargados de solicitar el fármaco. Les dijeron que por tratarse de un medicamento radiactivo, solo dos aerolíneas podían cumplir el protocolo de transporte hasta Venezuela. Y mientras el aeropuerto permaneciera cerrado, agregaron, no podían hacer la solicitud. 

Durante semanas y desde Italia, su hijo llamó a varios centros médicos en Colombia. Le planteó la posibilidad a su papá. Por teléfono, un médico le aseguraba que podían darle el tratamiento en Bogotá.

Para ese momento el gobierno había flexibilizado algunos vuelos comerciales, pero Kamel tenía su pasaporte vencido y la institución que lo renueva permanecía cerrada por cuarentena radical. Supo que había funcionarios que renovaban el pasaporte por 400-1500 dólares, cuando la gestión cuesta alrededor de 100. El país más cercano, Colombia, mantenía cerradas sus fronteras terrestres por la cuarentena. 

—Yo pensaba —dice el hijo de Kamel—: Mi papá tiene los medios económicos para obtener el medicamento, tiene los medios para salir del país, pero eso no importa en Venezuela. En Venezuela se cierran todas las puertas y tienes que pasar por las cerraduras.

Con todas las posibilidades agotadas, Kamel buscó gasolina en el mercado negro para viajar de regreso a su casa. En Venezuela escaseaba, así que tuvo que pagar cada litro en 2,5 dólares, un total de 100 dólares por 40 litros. Durante los seis meses en Valencia gastó alrededor de 9 mil dólares, casi todos los ahorros de su vida. 

Llegó a su casa sin saber si podía completar su tratamiento. De no hacerlo, algunas células cancerígenas remanentes podían trasladarse a otros órganos (metástasis), o tener una recaída en el cuello.

Kamel no había tenido tiempo de instalarse cuando, al día siguiente, recibió una llamada de un amigo. Le comentó sobre la posibilidad de viajar hasta Colombia a través de una trocha. 

Acomodó las maletas, llamó a sus hijos, a sus hermanos y al día siguiente estaba en el terminal.

Torres del Parque, de Rogelio Salmona. Bogotá, Colombia. Fotografía de Lauritape | Flickr

Torres del Parque, de Rogelio Salmona. Bogotá, Colombia. Fotografía de Lauritape | Flickr

El tratamiento

Al día siguiente de haber llegado a Bogotá, una médico de la Fundación Santa Fe le dijo que antes de cumplir el tratamiento debía hacer por 10 días una dieta baja en sodio.

Durante ese tiempo, aprovechó para recorrer mejor esa ciudad que conoció por primera vez en 2018, cuando viajó a comprar unos medicamentos para el tratamiento de cáncer de ovario de su hermana. 

Ya Venezuela tenía tres años en emergencia humanitaria compleja y los pacientes con enfermedades crónicas padecían el fracaso de un seguro social que no los podía asistir. Ese año fue viral el caso Elizabeth Salazar, una mujer que mostró en televisión su seno necrosado por cáncer de mama en señal de protesta porque el seguro social no atendió su caso. Murió ese año en Colombia, donde tuvo que ir para hacerse su tratamiento. 

Kamel llegó aquella vez por avión. Luego de hacer varias solicitudes, de cambiar dólares por pesos, compró unos medicamentos que debían mantenerse refrigerados. Regresó a Venezuela con una cava en la mano. En migración le preguntaron qué llevaba allí. Lo hicieron pasar a un sitio porque debía pagar un impuesto. Kamel le dijo que había viajado a otro país para comprar unos medicamentos que el Estado venezolano debía darle a sus ciudadanos. Y que, lejos de eso, el Estado lo que hacía era ponerle un impuesto sobre ese inmenso esfuerzo que había hecho toda su familia para preservar la salud de su hermana. 

“Váyase, señor, váyase tranquilo”, le respondió aquella vez la funcionaria.  

En ese segundo viaje, aprovechó para visitar algunas obras arquitectónicas y lugares públicos. Se hizo amigo del dueño de un restaurante, donde le preparaban la comida baja en sodio. Salió a trotar un día y comprobó que sus pulmones no eran los mismos después del covid. No tuvo la resistencia habitual y le costaba recuperar el aliento. Vio a indigentes venezolanos en las calles de Bogotá, mujeres con niños en los brazos sentadas en las aceras pidiendo dinero. Reconoció el acento en cada uno de ellos. 

Regresó a la clínica cumplidos los 10 días. El médico le advirtió que luego del tratamiento debía estar aislado durante dos días, alejarse de las mujeres embarazadas, orinar sentado para evitar esparcir la radiación y pedir un servicio especial de lavandería para su ropa. Le dijo que durante el tratamiento debía tomar mucha agua, un litro por hora para bajar los niveles de radiación. 

Una enfermera llegó con una caja hermética y un tubo de ensayo. Kamel había hecho un viaje de dos días a través de territorios controlados por bandas criminales y paramilitares para culminar el tratamiento. Con el tubo de ensayo, la enfermera sacó de la caja lo que suponía para él el cierre del ciclo de su enfermedad. 

Kamel se tragó tres pastillas gruesas que le dio la enfermera. 

***

Kamel sufrió los efectos del tratamiento durante días: fuertes dolores de cabeza, debilidad muscular, náuseas. No quiso esperar demasiado y sin recuperarse por completo decidió volver a Venezuela. 

Esperó 12 horas en San Antonio para que alguien lo llevara hasta Caracas. Tomó un autobús que se accidentó tres veces en distintos estados de Venezuela. Luego de 50 horas llegó a Caracas. 

***

Kamel es un nombre ficticio que sustituyó el original para proteger la identidad del personaje.

Créditos

Jefatura de diseño: John Fuentes

Edición: Ángel Alayón, Oscar Marcano y Valentina Oropeza

Texto: Ricardo Barbar

Fotografías: Luis Robayo, Schneyder Mendoza | AFP, Lauritape | Flickr


Caracas, domingo 7 de febrero de 2021.