CrónicaLiteratura

Yo no vine a Bogotá a matar a alguien

13/01/2018

Turbulencia sobre la cordillera

El vuelo había sido bueno hasta el momento del descenso cuando, en cuestión de segundos, el Airbus 320 entró en una severa turbulencia. El avión empezó a moverse como un Harlem Shake aéreo. “¡Dame la mano! ¡Dame la mano!”, me dice Ana, cada vez que el avión se sacude. Tengo una sensación de vacío en el estómago, la gente grita, nosotros gritamos. El corazón se me acelera como un tambor a toda velocidad. A los pocos minutos la aeronave sale del área de turbulencia. Ana me dice que estoy pálido. Los pasajeros nos vemos las caras. Todos estamos pálidos. La gente aplaude con furia al aterrizar. Cuando me dispongo a hacer aduana tengo las piernas flácidas por el susto y recuerdo, sin entender la conexión, la primera frase del relato de Alberto Barrera Tyszka que aparece en la serie Bogotá contada: “Yo vine a Bogotá a matar a alguien”.

Dos viejitas en Oma

La aduana fue bastante rápida y, como hemos hecho en otras ocasiones, nos dirigimos al puesto de Oma, el que está apenas saliendo del aeropuerto. Pido un expreso doble para terminar de recomponerme mientras dos señoras entablan conversación. Una de ellas le dice a Ana: “¡cuidado con la cartera!” y ella le responde: “Señora, nosotros somos venezolanos, no se preocupe”. Sospecho que pudo tratarse de un “paquete chileno” (con el perdón de los chilenos), que tal vez las damas eran parte de una banda de asaltantes que distraen a las víctimas para luego robarlas sin que se den cuenta, sumercé.

Yo caí una vez en un “paquete chileno” la primera vez que vine a Bogotá. Dejé mis cosas en el hotel y salí a caminar cuando un par de hombres vestidos de traje negro, que decían ser parte de la policía nacional, me detuvieron para hacerme unas preguntas. Me envolvieron por completo, colaboré con todo, me quitaron la cámara y el efectivo con el cuento de que tenían que verificar las fotos y los billetes; usted sabe cómo es el tema del lavado de dinero en Colombia, me decían. Entraban y salían de lo que era una supuesta sede de la policía, un edificio negro en una de las calles aledañas al Parque de la 93 hasta que no salieron más, y yo, secuestrado mentalmente por tan finas estrategias de asalto, entré a la sede de la policía para enterarme de que no era una sede de la policía, en la que una secretaria de una empresa me dijo “¡qué pena!” y me hizo el favor de llamar a la policía de verdad, que llegó como a la hora vestida de verde militar diciendo que me habían montado un paquete chileno, que no comiera cuento, que Bogotá era una ciudad peligrosa. Eso fue en el 2008. Bogotá registró en el 2017 una tasa de homicidios de 14 víctimas por cada 100.000 habitantes, la más baja en 32 años de historia. Uno siente tranquilidad al caminar por las calles, al menos en las zonas por donde nos desplazamos, con todo y el atentado terrorista en el centro comercial Andino en junio de este año.

En el taxi amarillo

Trato de dar las direcciones con velocidad para que se piense, a pesar de nuestro acento, que conocemos bien la ciudad: Carrera 18, con calle 93A, número 60. Me siento adelante a pesar de que los taxistas en Bogotá aprecian muy poco su vida, conducen a velocidades pasmosas y se le pegan a los otros vehículos con una separación de solo centímetros. Veo la pantallita que está al lado del espejo retrovisor dentro del carro y confirmo que se dio inicio al conteo tarifario. Por las calles hay ventas de banderas porque hoy es la final, me entero, del clásico de fútbol de la liga nacional: Santa Fe contra Millonarios; dos equipos bogotanos que se enfrentan.

Cenamos con Guillermo y nos ponemos al día. Luego lo acompañamos hasta el apartamento que ha rentado por unos meses. Está relativamente cerca de donde nos quedamos. De vuelta al hotel tenemos esa sensación tan agradable de una ciudad limpia con vías amplias. No hay casi nadie en las calles. Todo el mundo está encerrado viendo el clásico de fútbol. Se oyen muchos ¡Hijoeputas! solitarios y en coro que provienen de los apartamentos. Ariana llega a las once de la noche y va directo a casa de Guillermo. Apagamos la luz de la mesa de noche a 2.650 metros más cerca de las estrellas.

Estratificación urbana

“Los barrios del sur de Bogotá, vistos desde mi mansarda, son como bocas del infierno”, relata Santiago Gamboa en Una casa en Bogotá, lectura que me acompaña en este viaje. En Colombia existe un sistema de estratificación de zonas concebido, en principio, para que los más pudientes financien a los menos pudientes. Se categorizan las zonas del uno al seis y, mientras más alto sea el estrato, más se paga por los servicios públicos. Los estratos socioeconómicos en los que se clasifican las viviendas son denominados de esta manera:

  1. Bajo-bajo
  2. Bajo
  3. Medio-bajo
  4. Medio
  5. Medio-alto
  6. Alto

“Nuestra sociedad sigue siendo feudal y aristocrática, católica y oscurantista, como esas lúgubres obras del pobre Lorca, que menos mal no vino a refugiarse a Colombia porque seguro acá también lo habrían fusilado, y con más saña y más odio, que es lo que sobra en nuestra presuntuosa aldea”, comenta la tía, uno de los dos personajes centrales de la obra de Gamboa.

Estratificación literaria

El hotel donde nos quedamos tiene una ambientación temática inspirada en escritores colombianos. Cada piso corresponde a un autor. Las habitaciones están decoradas con citas de algunas de sus obras. García Márquez, que también está en el billete de 50.000 pesos, es el de mayor jerarquía según los pisos. Como el lobby corresponde al piso uno, y los nombres de los escritores están asignados a partir del pisos dos, hay seis niveles literarios similares a los de la estratificación urbana:

Piso 2 Álvaro Mutis

Piso 3 José Asunción Silva

Piso 4 Jorge Franco

Piso 5 Rafael Pombo

Piso 6 Jorge Isaac

Piso 7 Gabriel García Márquez

A nosotros nos tocó el piso 5. Desde donde escribo veo una foto de un renacuajo, uno de los motivos de los cuentos infantiles de Pombo. No me parece que Mutis se encuentre en el piso 2.

Modalidades de asalto según Luis Fernando

Las calles ya se sienten más vacías. Contratamos a un taxista, Luis Fernando Bohórquez, para que nos lleve por la vía de la montaña hacia La Calera. Apenas comenzamos el ascenso el chofer se pone a hablar de política. Antes nos pregunta qué música queremos y él toma la decisión de colocar directamente “música popular colombiana”, así la llama cuando le pregunto el género. Me dice que la cuesta que se aproxima es complicada pero no se refiere a la ruta hacia la montaña sino a la situación política. Comenta que el panorama electoral es muy confuso, la gente no sabe qué pensar, cree que será una campaña sucia y difícil. Está en desacuerdo con la forma en que se firmó el acuerdo de paz, primero porque afirma que nosotros ganamos el plebiscito y de todas formas nos impusieron los acuerdos y, además, con condiciones favorables para los guerrilleros, hasta dos salarios mínimos durante dos años le están regalando a esos bandidos, los puestos en el Congreso, y fíjese, me dice, que no le dieron los 16 curules a las comunidades que representan a las zonas más afectadas por los guerrilleros, las llamadas circunscripciones de paz. Yo veo muy mal el futuro de Colombia y ni hablar de la situación económica, afirma, mientras llegamos a un punto donde nos detenemos para tomar una foto con una vista panorámica. “La Colombia de hoy dejaría perplejo a mismo Marx, porque aquí los pobres son de derecha y la burguesía de izquierda”, le cuenta la tía al sobrino en Una casa en Bogotá.

Seguimos con el paseo y, hablando de la seguridad, Luis Fernando me dice que hace una semana lo atracaron. Que estaba yo no sé dónde y se apiadó de una señora con un bebé y su esposo ya que nadie quería llevarlos. Ella le dijo que tenían una hora esperando y que por el niño no se detenían los taxistas. Los lleva a un barrio que es peligroso, me dice, y cuando se están bajando ella agarra muy fuerte al bebé y, en ese momento, aparecen tres hombres, uno con un “mataganado”, otro con un cuchillo que le pusieron en la espalda y un tercero con un revólver. Yo me quedé tranquilo y se llevaron celular, reloj, setenta dólares y sesenta mil pesos. Luis Fernando me explica entonces algunas modalidades de robo: el fleteo, el paseo millonario (también conocido como secuestro exprés), el cambiazo y otras que no recuerdo.

La estación Héroes y el sabor amargo de la diáspora

Caminamos por la carrera Séptima hasta la Plaza Bolívar. Nos encontramos a tres venezolanos vestidos con chaquetas tricolores, tocando instrumentos, cantando Caballo viejo y otras piezas venezolanas. Se nos hace un nudo en la garganta y les dejamos unos billetes. Ya en la zona T habíamos visto a venezolanos vendiendo arepas y empanadas. Hace bastante viento y está nublado. Avanzamos y vemos un muñeco, es decir, un hombre vestido con un traje que representa a la muerte y que parecía flotar en el aire, no se le ven los pies: es la muerte, la cara de la muerte, el cuerpo de la muerte cubierto con una bata blanca, la guadaña inseparable en su brazo izquierdo (el punto central del truco).

Nos detenemos un rato en la monumental Plaza Bolívar, en las escalinatas de la iglesia, como se suele hacer en las entradas de las iglesias europeas. A un costado de la catedral están otros venezolanos tocando Moliendo café, ella toca el celo y él una guitarra acústica. Nos conmovemos de nuevo y dejamos dinero. Luego nos dirigimos, como lo hemos hecho antes, en algún viaje pasado, al Centro Cultural Gabriel García Márquez.

De regreso andamos por la carrera 4, llena de pequeños restaurantes, cafés y exposiciones de arte, hasta llegar a la Plaza del Periodista para tomar el Transmilenio B74. Al montarnos, nos colocamos en la parte de atrás del autobús que está vacío porque es la primera estación, nos sentamos a la inversa, para ver el paisaje al revés. El resto del recorrido desborda en la Avenida Caracas. Más o menos a la altura de la calle 57 en la Avenida Caracas, observo hacia afuera a un grupo de muchachos venezolanos, los identifico porque llevan la gorra de la Vinotinto. Muy cerca de la estación Héroes observamos una impresionante estatua de Simón Bolívar con su espada desenvainada y un enorme bloque de mármol o que parece mármol detrás del Libertador montado en su caballo. Se monta una mujer que empieza a repartir chicles Mini Bum, hechos por la Colombina. Nosotros no aceptamos los chiclets, andamos paranoicos con el cuento de la burrundanga y tal y qué se yo. Luego nos damos cuenta de inmediato que es venezolana y arranca con un monólogo en el que dice algo más o menos así:

“Primero quiero pedirles disculpas por interrumpir su tranquilidad. Ustedes se preguntarán por qué hay tantos venezolanos pidiendo dinero en Bogotá. Ustedes saben lo difícil que está la situación del empleo acá en Colombia, pero la situación de mi país es mucho peor. Permítanme que les explique, señoras y señores, para que puedan entender por qué ahora somos tantos. Yo soy contadora pública pero no me da vergüenza repartir caramelos, con lo que gano algo para sustentarme y poder enviar lo que sobra a mis familiares en Venezuela. Imagínense ustedes lo que sería vivir con 500 pesos diarios ($1 equivale a unos 3.000 pesos). Esa es la situación en Venezuela. Muchos ganan apenas el equivalente a 500 pesos diarios. ¿Qué pueden comprar ustedes con 500 pesos? ¡Nada!, señores y señoras. Ustedes saben que el billete de mayor denominación de mi país es el de 100.000 bolívares y que actualmente eso representa unos 2.500 pesos colombianos (menos de un dólar). ¡Así estamos viviendo en Venezuela!, y por eso es que les pido su colaboración”.

Le damos un par de billetes y ella insiste que tomemos al menos dos chiclets. Los aceptamos, masticamos y hacen un mini/mega bum en la boca. Siento el sabor dulce y amargo de la diáspora.

Me dicen que en Bogotá hay muchos indigentes venezolanos. Me dicen que en muchas ciudades colombianas hay venezolanos pidiendo dinero, viviendo en las plazas. Me cuenta que mujeres venezolanas entran por Cúcuta y por La Guajira a prostituirse para poder comprar comida, que las llaman “Placas Blancas”, en alusión al trasfondo de las placas venezolanas de los carros que utilizan para movilizarse y que contrastan con el amarillo de las placas colombianas.

Las realidades invertidas. Los karmas no son juego. Los momentos históricos de los países cambian.

Hojas de hallaca en Paloquemao

Como ya estamos casi en navidad, Ana quiere hacerle a Ariana y Guillermo una cena navideña venezolana. Nos habíamos dado a la tarea, poco a poco, de comprar los ingredientes y nos encontramos con la sorpresa de que las hojas para las hallacas solo las venden en mercados populares, que los tamales (más o menos su equivalente) se consumen todo el año y que, al parecer, no es costumbre que su elaboración se convierta en una festividad como lo es una vez al año en Venezuela en época navideña, que casi nadie los elabora en casa. Todas las recomendaciones apuntaban al mercado de Paloquemao, que sería el equivalente al mercado de Quinta Crespo en Caracas (en épocas de abundancia y normalidad económica, claro está, valga la obviedad del comentario).

Paloquemao es un barrio de Bogotá en el sector oriental de Los Mártires de estrato 2. Está ubicado en la Avenida 19 con calle 25. Entramos y avanzamos en el mercado con una sensación de infinito. Es como si Colombia toda, con sus regiones y productos, estuviese representada en esa plaza de mercado, la más grande de Bogotá. Ana recorre varios puestos examinando las mejores hojas para las hallacas. Los stands se ven bastante limpios. La gente que trabaja en el mercado pide permiso para pasar mientras avanza por los pasillos. Hay pequeños puestos de comida donde gente con rostros y fisionomía muy andina, devoran gigantescas sopas y platos de comida a esa hora de la mañana.

Camino entre los pasillos y siento un puño o la punta de un palo que me empuja por la espalda. Volteo y se trata de una señora bastante mayor y de poca estatura. Tiene puestas unas gafas negras y parece sacada de una película de los hermanos Cohen, empuja a todo el que se le atraviesa. Paso al lado de una venta de gallinas y me impresiono. Las tienen metidas en corrales y la gente negocia el precio. Las que adquieren las amarran por las patas y las echan en el piso y caen ya como víctimas de un final muy cercano, como prisioneros de las Farc o del Eln. Están jadeando. Cruzo los dedos para que no las sacrifiquen delante de mí. Desde hace muchos años no como carne roja ni cerdo. Ahora me provoca dejar de comer pollo, convertirme en vegetariano, ser solidario con todas las especies vivas. Camino un poco hacia la zona de pescados y veo la diversidad del mar y de la vida extinta, los cadáveres metidos en refrigeradores. Un poco más adelante no puedo evitar pasar por la zona cárnica y veo a dos hombres ensangrentados de pies a cabeza con sus delantales, son los que llevan la carne de cuerpo entero a los expendios. ¡Eso sí que es un carnicero!, carajo, me digo entre el asco y la admiración. Se me revuelve el estómago y sin embargo pido una crema de avena en un puesto cercano.

Seguimos recorriendo los pasillos y detectamos un lugar de venta de hojas de coca y que también habla de los beneficios de la marihuana. El anuncio tiene una foto de Evo Morales y dice que la coca combate torceduras, reumatismo, artritis, golpes, resfriados, hinchazones, várices, etcétera. Y el de la marihuana dice que combate reumatismo, migrañas, dolores musculares, calambres, etcétera.

Ana ya tiene el botín de las hojas de plátano y otros ingredientes. Pido un tinto. Caminamos hacia el fondo del mercado y me encuentro con una suerte de bar de despecho, se llama Cafetería Cocacolo (¿juego lingüístico con la coca?). El lugar tiene en la entrada una cortinita típica de los bares de pueblo con música que me parece entre ranchera y vallenato, no tan acelerada, con unas letras trágicas. Al fondo, pegado de la pared, hay varios estantes llenos de licores. La luz que prevalece es morada azulosa y además hay luces giratorias de otros colores visualmente sincronizadas con las melodías. Dos hombres, cada uno sentado en una mesa individual pequeña, tiene una botella de licor y, ambos, casualmente, están como con la mirada perdida, como los hombres que aparecen en las películas francesas sentados en un café con una crisis existencial. Un escenario perfecto de una película para matar a alguien: “Hombre de 42 años es asesinado en Paloquemao con dos tiros a quemarropa en el bar Cocacolo”, me imagino un titular de un diario amarillista que sostiene en la mano un conductor de taxi amarillo.

El domingo en la Séptima

Los domingos en Bogotá cierran varias calles como ciclovías y para el uso de corredores y peatones. Salgo del hotel luego de escribir. Camino por la carrera 15 que está cerrada y no hay tanta gente. Las calles están bastante solas. Subo por la calle 92 y me monto en la Séptima. Me encanta esta caminata dominguera, en el viaje pasado un par de veces llegué hasta La Candelaria, observando la personalidad de distintos sectores de la ciudad. Hay puestos de asistencia al ciclista colocados allí con permiso o patrocinio de la alcaldía: se inflan llantas, se reparan cauchos o desperfectos mecánicos de las bicicletas.

Cuando llego a la altura de la 80 me encuentro con cuatro soldados del ejército con cascos, chalecos anti-balas y fusiles de guerra apostados en puntos distintos. Muy cerca está el Club El Nogal, un edificio de residencias con el mismo nombre. En el 2003 hubo un conocido caso de un atentado terrorista a este club con un coche-bomba, del que se responsabilizó a las Farc, y que dejó treinta y seis muertos y unos doscientos heridos. Un poco más adelante, en la entrada del Hilton Bogotá, hay un buen número de guardaespaldas vestidos de negro y dos oficiales con perros Golden Retreiver entrenados para oler explosivos.

Sigo caminando fascinado con los edificios y desciendo por la calle 72. Hay una vitrina de una tienda en el centro comercial Avenida Chile. Los maniquíes están vestidos con trajes, tienen el rostro tenso y alerta, con poses erguidas que apuntan y miran en varias direcciones, como si fuesen guardianes del centro comercial, me recuerdan a los guardaespaldas que acabo de ver unos minutos atrás. Camino un poco más y me encuentro con una iglesia, en cuyo costado lateral, está una escultura compuesta de un perro que observa atento a un Cristo que está como flotando en el aire, los pies no tocan el suelo, el efecto de la escultura da la sensación que se eleva, mientras el perro observa. Hoy domingo 24 de diciembre se celebra el nacimiento del niño Jesús.

Me encuentro con la Universidad Pedagógica Nacional, cuyas paredes y muros están sellados de grafitis con temas variados de reivindicación social. El primero que veo dice: “No olvidemos: Eduardo Loffsner. Detenido. Desparecido”. ¿Cuánto tiempo tendrá ese mural?, me pregunto. Leo más tarde en la web que fue un activista político y sindical torturado y desaparecido en 1986 (al año siguiente de los eventos del Palacio de Justicia del M-19, me digo a mí mismo). Hay un gran letrero que abarca casi la totalidad de uno de los edificios, de lado y lado: “Bienvenidos a la Universidad de la Lucha Justa”. Loffsner fue asesinado saliendo de esta universidad.

Unos días atrás camino a casa de Guille nos encontramos una estatua en la calle 95 con carrera 19, una cabeza enorme. Me acerco para ver quién era: Laureano Gómez. Busco en la red y leo una nota de junio de 2016 en la que se informa que habían colocado un artefacto explosivo a la estatua. Me persigue esta historia porque me tropiezo también otros monumentos relacionados a su hijo, otro prominente político, Álvaro Gómez Hurtado, que justo estos días, después de 22 años de una investigación, la Fiscalía declaró de lesa humanidad su homicidio en 1995 cuando salía de la Universidad Sergio Arboleda. Este hecho fue calificado como crimen de estado durante el gobierno del expresidente Ernesto Samper. Loffsner, un líder de izquierda asesinado al salir de una universidad. Gómez, un líder de derecha asesinado al salir de una universidad. La jodida historia de Colombia.

Pienso en la encuesta de Gallup Colombia publicada por El Tiempo el 21 de diciembre en la que, para mi sorpresa, Álvaro Uribe tienen una imagen 50% favorable y 46% desfavorable. Yo creía que Uribe era más odiado pero está de primero en este sondeo. Cuando se convocó el plebiscito sobre los acuerdos de paz, el No ganó por escaso margen (50,2% contra 49,7%). Luego, el presidente Santos logró que se aprobaran los acuerdos de paz, con algunas modificaciones pero sin consultar de nuevo al pueblo, en la Cámara de Representantes. ¿Se podría comparar este hecho cuando Chávez perdió el referéndum por la reelección indefinida y de todas maneras lo impuso también a través de subterfugios y artimañas jurídicas? El mal latinoamericano. Colombia es un país bastante dividido en torno al famoso proceso de paz e incorporación de la guerrilla a la vida civil. Sobre la pregunta de Gallup: “En general, ¿usted aprueba o desaprueba la forma como Juan Manuel Santos se está desempeñando en su labor como presidente de Colombia?”, la respuesta fue: 73% desaprueba/22 % aprueba. Quizás por ello se deba el abucheo que recibió la caravana presidencial en Cartagena pasada la medianoche del 31 de diciembre, con gritos de ¡fuera, fuera! y todo.

Desciendo hasta que llego a la carrera 15, justo en el punto donde termina la ciclovía, próximo a la estación 76 del Transmilenio. Ese tramo está solo y siento algo de peligro. Veo hombres-caballos llevando torres gigantes de cartón en carretas, algunos me parecen personajes medievales, desfigurados, agotados, sucios, embarrados de negrura, casi no pueden con su alma. Llego al Carulla de la calle 85. Prosigo la caminata hasta el hotel que está prácticamente sin huéspedes. Desayuno solo, Ana me dice que no va a bajar, que no tiene hambre, que está terminando de alistar las cosas para la cena de navidad.

Navidad en Bogotá

Caminamos hasta la casa de Guille. Cruzamos el puente de barandas amarillas en forma de parábola que atraviesa la diagonal 92, hasta donde siempre los acompañamos antes de darnos las buenas noches. Ana dice que es el “puente de los suspiros”. En lo más alto del puente un barrendero limpia, está vestido con un uniforme que pretende ser de una alcaldía o algo así. Hay una enorme cantidad de cigarrillos que barre y, mientras pasan los transeúntes, bate un recipiente de metal desde donde suenan algunas monedas. Con la malicia colombiana que se nos desarrolla le digo a Ana que estoy casi seguro de que ese hombre se trajo las colillas de cigarrillo que barre y posiblemente hasta las monedas del envase.

Disfrutamos de la cena navideña venezolana bajo las estrellas del cielo bogotano, con las hojas de hallaca de Paloquemao como testigos de una travesía. Somos una estadística más de la diáspora venezolana, padecemos del “síndrome de la separación forzosa”, pero evitamos caer en melodramas, a fin de cuenta los cambios sirven para evolucionar, a pesar de algunos padecimientos.

Regresamos al hotel. Desde el cuarto, en otro edificio, dejan un arbolito de navidad con las luces titilantes y, en medio de la oscuridad, parece una ilusión lumínica sostenida en el vacío.

Good bye La Billos.

Amanece a 10 grados. Ariana y Guillermo viajan a pasar fin de año con su mamá. Los ciclos de reencuentros y despedidas. Son las cuatro de la mañana. Afuera nos espera un taxi amarillo que trabaja con el hotel y que está plenamente identificado. El portero de Viaggio conversa con él mientras aparecemos cada uno con una maleta. Elevo el nivel de alerta cuando el conductor me pregunta de dónde somos y en qué línea viajamos. Le respondo que venimos a visitar a mi hijo que vive en Bogotá y que nos puede dejar en Avianca, vuelo internacional, a secas. El hombre conversa y me relajo un poco. La vía hacia el aeropuerto está despejada y conduce, para variar, con el acelerador a fondo.

Nos chequeamos en Avianca y luego pasamos el control de seguridad. Amanece nublado, lo podemos ver por los ventanales que asoman los primeros rayos solares contenidos por densas nubes esparcidas y que saturan de grisura el cielo bogotano. Nos dirigimos a la puerta 37. En la tienda Britt compro dos aguas y pregunto por El Tiempo. Me dicen que solo tienen El Espectador pero que si tengo mucho afán me pueden conseguir El Tiempo. Al fondo tocan una canción venezolana:

La Billo’s Caracas pide al dios del cielo/ Que todos pasemos feliz año nuevo/ Y cantemos todos con el corazón/ Comiendo hallaquitas y tomando ron.

Se nos hace un nudo en la garganta, por ese mundo perdido venezolano que ya nunca regresará, que ahora parece una utopía, se nos hace un nudo en la garganta de pensar que en nuestro país la gente la está pasando tan mal, que no habrá ni hallaquitas ni ron en la mayoría de los hogares, que acaban de vivir la navidad más triste de la historia y que casi llega el año en medio de saqueos por comida, sin esperanzas de cambio.

Que todos pasemos feliz año nuevo / Comiendo hallaquitas y bebebiendo ron/ Un feliz año pa’ti /un feliz año pa’mi.

Hasta que llega la muchacha con el periódico y me siento a leer mientras nos llaman para abordar el vuelo. Espero que hoy no tengamos turbulencia.


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