Telón de fondo

Polémicas del pasado, carencias del presente

25/06/2018

En su primera etapa, El Federalista se publicó hasta 1866. A partir de ese año, Ricardo Becerra asumió su dirección. Con su pluma se enfrentó políticamente a Antonio Guzmán Blanco, quien publicaba sus respuestas en las páginas de El Porvenir

Para topar con los enfrentamientos de políticos, intelectuales y artistas que se han producido entre nosotros, acudí a una antología documental hecha por Manuel Caballero (Diez grandes polémicas en la historia de Venezuela, Caracas, Ediciones de la Contraloría General de la República, 1999). Pude así corroborar cómo lo que no existe en la actualidad abunda en el pasado en términos de excelencia, mediante el contraste de unas reflexiones capaces de evidenciar la existencia de un pensamiento en cuya exposición se puede resumir la vitalidad de la república. Se trata de una falta de la actualidad venezolana, de un vacío que nadie ha podido llenar, a menos que metamos en la parcela de los debates de utilidad colectiva los diretes de los líderes, los pleitos subalternos de las redes sociales y las trifulcas sin hueso que promueven los espontáneos del tuiter.

Las polémicas importan por el servicio que prestan a la sociedad. Su trascendencia no depende de la voluntad o de las cualidades de los individuos que las promueven, sino del interés que despiertan en un conglomerado numeroso de destinatarios. Se nutren de propuestas personales que se convierten en pareceres públicos, debido a que no conciernen solo a sus promotores sino también a las personas que las procuran como parte de la vida que están viviendo y de asuntos que les importan. Se hacen atractivas porque se dan entre pares, es decir, entre voceros de igual categoría intelectual, política, artística, profesional o religiosa, en cuyo desencuentro los interesados dan con la confianza que producen los pugilatos sin contendiente precario. Forman necesariamente parte del mundo de las ideas, es decir, de la pugna de un conjunto de argumentos que van y vienen mientras se expresan sus voceros, hasta llegar, cuando son trascendentales de veras, a cimas de expresión destinadas a la permanencia. De ese tipo de batallas se trata ahora, para que sintamos el malestar de la pata que nos cojea como sociedad.

En 1826 comienza en Venezuela este tipo de desencuentros, gracias a la respuesta que da José María Vargas a un folleto procedente de la Nueva Granada bajo el título de La serpiente de Moisés. El folleto contiene  un ataque de la tolerancia religiosa, uno de los temas que, pese a su entidad, no se discute durante las guerras de Independencia, pero que encuentra abono en las inquietudes que se desarrollan en torno al destino de la sociedad metida en el corsé de Colombia. Un ímpetu liberal comienza a ganar espacios en la prensa venezolana tras la necesidad de revisar la dependencia de Bogotá, para que florezca un juego de opiniones en el que va a destacar la reacción de Vargas ante el tema de la prohibición de confesiones distintas a la católica. Redactada en prosa diáfana y cuidadosa en el manejo de los argumentos que defienden la libertad de consciencia, se lee con fruición y provoca la circulación de otros folletos que trabajan el tema desde perspectivas diversas.

Cuando se establece la república deliberativa, a partir de 1830, la guerra de papeles se convierte en uno de los rasgos de una época no pocas veces repleta de excesos escandalosos. Tiempo en la cual se forman los partidos llamados históricos, los asuntos públicos habitualmente se ventilan en pliegos que salen de la imprenta movidos por la candela. En medio de semejante teatro destaca la discusión que llevan a cabo dos voceros de las banderías que están despuntando, el godo Juan Vicente González y el liberal Antonio Leocadio Guzmán. El debate sucede entre 1842 y 1844, sobre cómo se deben concebir la concordia, la libertad y el progreso en una colectividad que apenas se ha aproximado a sus promesas. Los escritos destacan por la moderación y por la erudición, pero también por la habilidad de los contendientes cuando se disponen a rebatir  los recursos de ocasión que surgen en un vaivén alrededor del cual se forman los corrillos.

En 1868 discuten Tullius y Clodius, es decir, el célebre maestro Cecilio y Acosta e Ildefonso Riera Aguinagalde, un federal de la nueva generación. Hablan de lo mismo, especialmente de las obligación de hacer entre todos una sociedad justa, pero con los ingredientes que el tiempo provee después de un tramo de guerras civiles. Como debaten un letrado de prestigio y un joven que ha publicado contados escritos, los lectores se asombran por la paridad de la discusión y por el respeto que manifiestan a la recíproca. Los dos se cubren con el escudo de citas eruditas, en una exhibición de conocimientos susceptible de provocar admiración. Como ya se ha derramado mucha sangre, el hecho de que la civilidad y la sabiduría muevan la tinta de unos contendientes que dirimen negocios tan arduos como la necesidad de mantener el orden, o la alternativa de refrescarlo con innovaciones audaces, lo que afirman y niegan anima las tertulias de la época.

El siglo culmina con un cruce primordial de textos entre Ricardo Becerra, redactor de El Federalista, y Antonio Guzmán Blanco, por entonces segundo de a bordo en la administración del mariscal Falcón. Estamos en 1867. Guzmán responde desde las páginas de El Porvenir los reproches fulminantes del otro, a través de una defensa de su jefe que no solo se detiene en las circunstancias del presente: mira hacia los inicios de la república para relacionarlos con la actualidad que se discute. En las afirmaciones de Becerra se encuentra el primer gran ataque del federalismo triunfante. Las réplicas de Guzmán Blanco, quien escribe bajo el pseudónimo de Alfa, se atreven a un análisis general de la política sucedida a partir de 1830, en el cual compendia sus ideas sobre las relaciones entre legalidad y personalismo, entre la institucionalidad y los escollos que la asfixian, que anuncian lo que hará cuando se convierta en dictador. De allí el valor de lo que los venezolanos leen de ellos en 1867.

Según la antología de Caballero, el siglo XX arranca con cinco polémicas fundamentales: una de 1919, entre el médico Luis Razetti y los prelados Juan Bautista Castro y Nicolás Navarro, sobre el origen de la vida; otra de 1920, entre Laureano Vallenilla Lanz y el político colombiano Eduardo Santos, sobre democracia y autoritarismo en nuestras sociedades; otra de 1944, entre Miguel Otero Silva y Rómulo Betancourt, sobre el papel de los sindicatos; otra de 1948, entre Juan Liscano y Héctor Mujica, sobre la influencia de la revolución soviética en la marcha de la sociedad occidental; por último, una excepcional de 1957 entre Alejandro Otero Rodríguez y Miguel Otero Silva, sobre los desafíos de las artes plásticas. Todas llaman la atención cuando circulan por la seriedad de los pareceres, pero también porque, como las anteriores, no ceden ante la tentación de utilizar las armas del insulto.

Son puntos de vista que atraen a sus contemporáneos y que ahora se deberían revisar para adentrarse en una faceta primordial de la cultura venezolana, de acuerdo con la opinión  de quien ahora los pone de nuevo sobre la mesa con el objeto de provocar un contraste entre la riqueza de unos testimonios de fertilidad intelectual y de dinamismo político provenientes del pasado, y su elocuente ausencia en nuestros días. Seguramente haya otros más de esos torneos extraordinarios, cuya recopilación demostraría cómo no nos hemos atrevido a ser sus continuadores. O cómo no hemos podido, debido a las menguas de una república extenuada.


ARTÍCULOS MÁS RECIENTES DEL AUTOR

Suscríbete al boletín

No te pierdas la información más importante de PRODAVINCI en tu buzón de correo