Metro de CaracasCrónica

Ninguno de los dos quería suicidarse

Fotografía de Carol C. / Flickr

15/12/2017

Hay que tener valor para tirarse a los rieles dice una señora mientras camina hacia la salida de la estación de metro.

—Mucho —responde otra que guarda el ticket amarillo en su monedero—. Pero le joden el día a uno.

Es la tarde del lunes 27 de noviembre y una voz femenina habla por los parlantes:

“Señores usuarios, les informamos que debido a un arrollamiento en la estación Chacaíto, el Metro de Caracas presenta un fuerte retraso en estos momentos. Les recomendamos tomar transporte superficial”.

Son las 5:10 de la tarde y entro a la estación Altamira por el ala este. La caseta de operadores está vacía y los torniquetes dañados. Todos entramos sin pagar. Usuarios van y vienen por las otras cinco entradas de la estación. Solo en la caseta oeste hay trabajadores del Metro que venden boletos. Normalmente toma 1 hora recorrer las 18 estaciones que separan Altamira de Caricuao, desde donde trabajo hasta donde vivo. Cuando hay retraso pueden ser 3.

Para llegar a Caricuao hay que cambiar de línea en la estación Plaza Venezuela, punto neurálgico que conecta hacia 23 de las 47 estaciones del sistema que mueve 2 millones de personas diariamente.

Hay dos opciones para recorrer los 4,2 kilómetros desde Altamira hasta Plaza Venezuela: tomar un taxi y llegar sin rastro de sudor en la ropa o caminar. Escojo la primera alternativa. Detengo a un taxista que me pide 35.000 bolívares en efectivo. No los tengo. No acepta transferencia bancaria. Para sacar 10.000 bolívares, el máximo que se despacha por cajero al día, hay que hacer al menos una hora de cola. Demasiado tiempo para un puñito de billetes que no alcanzan para 2 cafés grandes. Segundo intento: pedir un taxi por una aplicación móvil. Cobran 45.000 bolívares que pueden pagarse con tarjeta de crédito. Muy caro. Tercer intento: llamar por teléfono a una línea de taxi. Aceptan transferencias pero la carrera cuesta 60.000 bolívares. Desisto. Me voy a pie.  

En Altamira las paradas de autobuses están atiborradas y los pasajeros se guindan de las puertas de los colectivos. Guardo el celular, la billetera y el reloj en un bolso que me cuelgo del pecho. En Caracas, la ciudad más peligrosa del mundo, es muy fácil que te abran un bolso si lo llevas en la espalda.

Las aceras de la avenida Francisco de Miranda no son suficientes para tantos peatones varados. Caminamos hacia Plaza Venezuela. Vamos hombro a hombro. El roce es inevitable. Se escucha de todo. “La vaina en Venezuela está arrecha, la gente se está matando”.

Cuando el metro colapsa la anarquía subterránea se muda a la superficie. Los peatones en procesión rodean las alcantarillas sin tapa. Al fondo se ven cables chamuscados, potes de plástico. Un motorizado sube a la acera para escabullirse de la tranca, zigzaguea entre los peatones. Esquiva a quienes escarban en la basura. El concierto de bocinas aturde. “¡Qué bolas tiene la maldita gente de suicidarse a esta hora!”.

El humo de los carros impregna el sudor. Empujones, gente, gente atravesada, gente cansada, adoquines sueltos. Por un momento paran las quejas sobre la inflación, el precio del dólar paralelo y el costo de las hallacas. “¿Qué tan jodido debes estar para tirarte al metro?”.

Son las 5:50 y se termina la avenida Francisco de Miranda en Chacaíto. Las luces de los postes no alumbran suficiente. Comienzo el trayecto por el bulevar de Sabana Grande. Acelero el paso por la oscurana. La caminería se ensancha. Los negocios están abiertos, las vidrieras vacías y los buhoneros en auge. Diez años después de haber sido expulsados por la alcaldía del municipio Libertador, recuperaron espacio: venden café, champú, cigarros, jabón. También compran oro, plata, dólares.

A las 6:15 de la tarde la entrada más oriental de la estación Plaza Venezuela es un embudo de personas que intentan entrar al metro. La gente baja por las escaleras mecánicas dañadas, tanteando el armazón de metal con pisadas lentas: no hay luz, no se ve nada. Atravesamos una cortina de vapor cuando ingresamos en la estación más grande de todo el sistema. Se hace más densa en los andenes. La tubería del aire acondicionado es un contenedor de suciedad: hace un par de meses, mientras estaba en esa misma estación, el ducto de ventilación comenzó a soplar motas de polvo, tantas que parecía la humareda de un incendio.  

“Señores usuarios, les recordamos que debido a un arrollamiento en la estación Chacaíto el sistema de Metro presenta un fuerte retraso”.

Algunos saltan los torniquetes en lugar de pagar un boleto por 4 bolívares (0.00003 dólares en el mercado paralelo). Subo por la escalinata que conecta las estaciones Plaza Venezuela y Zona Rental. La rampa mecánica no funciona desde hace meses. Aún faltan 13 estaciones de la línea 2 para llegar a Caricuao.

El andén con dirección Zoológico es una copia bajo suelo del bulevar de Sabana Grande: vendedores informales se colean en el tumulto para ofrecer caramelos, galletas, chupetas. El Plan Buhonería Cero, un programa desplegado por el Sistema Metro de Caracas y la Policía Nacional Bolivariana en septiembre de 2016, no logró erradicar esta práctica ilegal. “Este metro de mierda se convirtió en una pocilga”.

Atrás quedaron las campañas que vendían al Metro de Caracas como uno de los sistemas de transportes subterráneos más modernos de América, durante su inauguración en 1983. O la promesa de recorrer el trayecto entre Propatria y Chacaíto en 18 minutos, como dijo el expresidente Luis Herrera Campins. O los elogios del fotógrafo Antonio Padrón Toro, quien describió la minuciosidad con la que trabajó el Departamento de Arquitectura para ubicar las obras de artes que exhibe el sistema. Hoy el deterioro es su insignia.

Para los metro-bodegueros el gentío del andén es una bendición, todos son posibles compradores. Para mí es angustiante: el espacio está abarrotado de una turba desordenada que se queja, empuja, suda, se colea. No hay margen de maniobra: una situación de emergencia se convertiría fácilmente en tragedia. Seis días antes, en ese mismo lugar y bajo esas mismas circunstancias, una mujer simuló caerse mientras entrábamos al tren, colocó un periódico sobre mi bolsillo derecho y cuando alcancé a separarme de ella tenía la mitad de mi teléfono móvil fuera del pantalón.

Logro entrar a un vagón 25 minutos después. Tiene aire acondicionado, una suerte en los trenes de la línea 2. El sudor apesta menos gracias al frío. Hoy el metro va tan lento como aquella tarde de agosto en la que caminé por los rieles después de que un usuario, cansado de presionar el botón de alarma sin recibir ayuda, abrió la puerta de emergencia de un tren estacionado entre las estaciones de Chacao y Chacaíto.

Esta vez tardo dos horas y media en regresar a casa.  

La mañana siguiente, el martes 28 de noviembre, ocurrió lo mismo. Al llegar a la estación Plaza Venezuela, mientras intentaba tomar la línea 1 con dirección este, los altoparlantes anunciaron:

“Señores usuarios, les informamos que debido a un arrollamiento en la estación Chacaíto, el servicio de trenes presenta un fuerte retraso”.

Vi las mismas muecas de frustración, de desespero. Escuché las mismas preguntas, las mismas quejas. De nuevo un arrollamiento, de nuevo en Chacaíto. Fue una repetición en reverso (y con luz solar) de la tarde del lunes. “¿Hoy la tortura de nuevo? ¿Dónde coño hay calidad de vida en este país?”, pregunta una mujer que lleva un niño en brazos mientras sale de la estación.  

La cuenta de Twitter del Metro de Caracas reportó que un usuario estaba en las vías férreas de la estación Chacaíto. A las 10:29 de la mañana publicaron: “#ATENCION Lamentablemente el usuario que ingresó a la vía en la estación #CHA (Chacaíto) fue hallado sin signos vitales”.

“¿No habrá otro sitio para matarse sin joderle la vida a los demás?”, pregunta un hombre que camina por el bulevar de Sabana Grande.

Más tarde las páginas de sucesos de la prensa dieron más señas. El lunes cayó un hombre del que no se conocía su identidad: fue empujado a los rieles con dirección Palo Verde en medio de un forcejeo con delincuentes que robaban en la estación. El martes resbaló María Martínez (20), esta vez en el andén contrario: escapaba de otro robo.

El hombre del lunes quedó inconsciente tras ser golpeado por el tren. La caída de María coincidió con la llegada del Metro.

Él perdió la pierna izquierda. Ella no sobrevivió.

Ninguno de los dos quería suicidarse.


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