Perspectivas

Negro oscuro. Blanco trágico: una introducción de Igor Barreto

15/11/2019

Negro oscuro • Blanco trágico. Mañana vendrán las piedras es un libro producido por el fotógrafo y arquitecto Efraín Vivas acompañado por el poeta Santiago Acosta, con curaduría de John Lange. Será presentado el martes 19 de noviembre, a las 4:30 p.m. en la Sala TAC de Trasnocho Cultural. Las palabras de introducción estarán a cargo de Igor Barreto, Alejandro Oliveros y Vasco Szinetar.

Fotografía de Efraín Vivas del libro «Negro oscuro • Blanco trágico. Mañana vendrán las piedras».

Agobiado por la sorpresa ante la repetida lectura de este libro, reviso el diccionario y me detengo en una de las acepciones de lugar de la palabra «negro»: «pasarlas negras», y a continuación podemos leer: «Encontrarse en una situación difícil, dolorosa o comprometida». Así debió de ser el cielo tormentoso que precedió al deslave de Vargas, en el litoral central venezolano, durante el mes de diciembre de 1999.

​Y de este color negro sería también la primera y última visión de los miles de sepultados en el barro o tapiados en lo oscuro. El «blanco» es el color del traje de los que ya han visto al Cordero luego del Apocalipsis. También es el color de la dispersión y la locura. Un «blanco trágico» podría sobrevenir luego de una tremenda desintegración, al suscitarse un enfrentamiento imprevisto, una colisión con el destino. De igual manera hay una «muerte negra» asociada a la llegada de la peste, o una «muerte blanca» que ocurre cuando desaparecemos en la luminosidad de la amnesia.

Al aproximarse, lo negro y lo blanco provocan un alto contraste y podrían ser asociados simbólicamente a la destrucción del espacio social. Un desastre es negro y es blanco, y deja siempre la sensación del cumplimiento, de un algo que se gestaba como fatídico. Mañana vendrán las piedras es el subtítulo elegido por los autores y también uno de los versos de acento elegíaco escrito por el poeta Santiago Acosta.

El libro se despliega a continuación, página a página, y al paso descubrimos los paisajes alucinados del fotógrafo Efraín Vivas. Por el diafragma de su cámara se recomponen las piezas de un imaginario que dialoga con la queja y la videncia del largo y único poema de Santiago Acosta. Poesía y fotografía estructuran un mundo naciente inmerso en la desintegración social y en un escenario provinciano hollado por la muerte.

Mientras realizo una panorámica del compendio de esta obra, pienso en algunas definiciones entresacadas del libro La muerte, del filósofo ruso-francés Vladimir Jankélévitch. Él dice que, al igual que el amor, la muerte es siempre joven, y ello justifica la variedad de tratamientos que distintos autores le confieren al tema. Siempre hay algo nuevo que decir sobre el amor, así como siempre hay algo nuevo en la representación de la muerte.

​En las fotografías de Efraín Vivas se abandona con facilidad la mirada frívola del turista y se elige en cambio un interés marcado por captar el enigma de lo ocurrido. Sus representaciones no ceden ante cualquier naturalismo ―o realismo― sino que provienen de interiorizar y luego expresar estéticamente lo encontrado en un tortuoso camino. Se trata de un esfuerzo semejante al realizado por los pintores expresionistas en su empeño por llegar a la dimensión de lo sicológico a través de la impresión de lo sensorial.

​En otro orden de ideas, si a la literatura corresponde una representación con escena ―como dice la filósofa Nelly Schnaith― donde predomina la inventiva y la ficción, en la fotografía, la representación abandona esa escena favoreciendo un contacto directo con el mundo. Las fotografías de Efraín Vivas trastocan el acento documental y eligen el camino intermedio entre lo imaginario y un registro realista de los hallazgos que lo conmocionaron como viajero.

​Lo religioso es sin duda una dimensión importante en estas imágenes, lo que reafirma una naturaleza metaempírica. La naturaleza transcurre bajo la incandescencia de las copas de sus árboles, donde se agudiza la irrealidad.

​Apenas en sus últimas páginas encontramos una presencia humana que está de espaldas a la cámara y que recuerda las telas del pintor romántico Caspar David Friedrich, donde la utilización de esa postura corroboraba la negación de lo individual: y es que el sendero de la tragedia, como aquel de la santidad, tiene mucho de despersonalización.

Desde el punto de vista simbólico, también en estas fotografías resultan notables como recursos expresivos, las ausencias y las mutilaciones. La desaparición del mar, las numerosas figuras enterradas en el barro y cercenadas por los impactos sufridos, son demostraciones de lo señalado. Paradójicamente todas estas mutilaciones dan paso a formas nuevas de lo humano, enunciando para el espectador una rara belleza. La belleza del desastre, lo bello que puede estar implícito en una tragedia.

El extenso poema que integra esta obra participa de una u otra forma de estos elementos o de la atmósfera de estas composiciones fotográficas. Ahora bien, hay un objeto de enorme carácter expresivo que resulta protagónico, tanto en las imágenes como en los distintos fragmentos poéticos. Me refiero a la presencia de las piedras. Son visiones pedregosas asociadas a la mudez casi absoluta, a la regresión, al enigma religioso.

​La piedra sirve de eslabón entre las fotografías y las distintas partes del poema. Mañana vendrán las piedras… ―no me cansaré de repetirlo― es el primer verso del extenso y notable poema de Santiago Acosta. Su tono premonitorio da pie a una narrativa de lo terrible, como a la resonancia espiritual de lo ocurrido. Las fotografías son lo que antecede a la palabra: lo mudo, lo silencioso, mientras que el poema es la entonación de una voz adusta que posee un dinamismo que subyace en cada uno de sus versos. Cito al respecto algunos ejemplos:

El cielo en guerra con el barro, / la montaña en guerra con los caminos (…) (pág. ); La realidad está siendo sacudida (…) (pág. ); Todo está siendo arrasado.(…) // Por aquí comenzó el Apocalipsis (…) (pág. ); Lo que era real / hoy se busca a sí mismo como indicio (…) (pág. ).

​Se trata de un mundo que sufre un desmembramiento, la destrucción de su realidad. Tal caos se ve reforzado por el acento que de manera frecuente se le concede al verbo en la construcción poética, lo que provoca cierta animación de lo inanimado:

Los escombros persisten, atentos, / midiéndonos desde su opaca obediencia (…) (pág. )

El recuento del exterminio colosal se sucede en clave de queja, como un lamento por la regresión de la especie y su inevitable muerte. Dicha queja ubica la totalidad del poema en una constelación de textos cristianos y judaicos: pienso en el libro de Job, la parte (6)  titulada «Respuesta de Job a Elifaz»; o en Tristia de Ovidio; o en El canto del pueblo judío asesinado de Itsjok Katzenelson; o en INRI de Raúl Zurita. Es importante al menos citar un fragmento del largo poema que incluyen las páginas de este libro de Efraín Vivas, para así poder palpar la hondura de la pérdida ocurrida:

Imposible volver de este desierto. Inútiles son
las lámparas que calentamos, inútiles las cruces
que marcamos sobre el ancho y blando camino.

Solo se puede regresar de lo real. Solo es posible huir
Hacia lo que no nos pertenece
Hacia lo menos poblado de nuestro mínimo territorio.

Benditos nuestros párpados, que nos dan un respiro
De tanta luz colándose por las paredes.

Hoy la noche es una bóveda rajada.

Ya en un ensayo de Joseph Brodsky sobre un texto de Robert Frost, el premio Nobel nos advertía que en América la naturaleza es una suerte de compañía «aterrorizante».

Este poema de Santiago Acosta logra un diálogo con las fotografías de Efraín Vivas sin caer en la ilustración fácil o el comentario superfluo. En sus palabras se cita el agua de los ríos que baja de la montaña arrasándolo todo; el mar y el barro son elementos sustanciales de sus versos. Lo digo en comparación con las ausencias y mutilaciones mencionadas en anteriores párrafos. El poema subraya el plano de la resonancia psicológica, mientras que las fotografías nos confrontan con la dimensión fantástica y real de la desolación.

La curaduría a cargo de la figura notable de John Lange y el diseño de María Gabriela Rangel logran desplegar una secuencia gráfica que pone en valor todos los atributos literarios y fotográficos del libro. La primera fotografía es un plano general de la montaña y la última, un primer plano de una piedra. La figura humana no está presente, ni en el enunciado, ni en la imagen final del libro. La naturaleza ―simbolizada en el enigma de la piedra― consigue triunfar y prevalecer a la existencia humana. Y esta obra narra y reflexiona sobre cómo ocurrió este duelo entre el hombre y el cosmos, y de qué manera la naturaleza es capaz de borrar el rastro humano de la tierra.


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