Perspectivas

Mito y política

20/10/2018

Relieve que muestra a Hera y Atenea dándose la mano. Siglo V aC.

En el ala norte de la primera planta del Museo de la Acrópolis hay una pieza que suele pasar desapercibida. Una estela de mármol que se remonta al 404 a.C. conmemora la alianza entre las ciudades de Atenas y Samos, y recuerda el apoyo incondicional que los samios brindaron a los atenienses durante la Guerra del Peloponeso.

La estela contiene un decreto votado por la asamblea de los ciudadanos de Atenas, la Ekklesía, que consagra numerosas ventajas comerciales a los samios en agradecimiento por su lealtad. Sin embargo, lo que es más interesante, la estela está presidida por un pequeño y hermoso relieve que muestra a las dos diosas protectoras de ambas ciudades, Hera y Atenea, dándose la mano en señal de eterna amistad.

En la democracia ateniense, la Ekklesía ratificaba, regulaba o rechazaba los decretos preparados por el Consejo de los Magistrados, la Boulé. El texto, tal y como era aprobado, se copiaba primero en papiros o en tablillas de madera, y después se pasaba a estelas de piedra que eran expuestas para el conocimiento de los ciudadanos en lugares públicos como el ágora, que era el mercado pero también la sede administrativa del gobierno, o la Acrópolis, el centro religioso de la ciudad. El hecho de que el texto del decreto esté presidido por la figura de las dos diosas y que la estela que lo contiene haya sido encontrada en la Acrópolis no es casual.

Como es de suponer, durante la Guerra del Peloponeso Atenas desarrolló una intensa diplomacia. Estos esfuerzos estaban orientados a establecer alianzas militares con las diferentes póleis griegas, pero también a aislar política y comercialmente a Esparta, ofreciendo privilegios a aquellas ciudades de mayor importancia estratégica. Muchos de estos acuerdos, como ocurre modernamente, eran ratificados por la Asamblea y alcanzaban rango de ley, nómos. El acuerdo alcanzado entre samios y atenienses era uno de ellos.

Se sabe que el culto de Hera en Samos era uno de los más antiguos de toda Grecia. No podía ser de otra forma, dada la importancia de la diosa. Se trataba nada menos que de la esposa de Zeus, y como tal guardaba el hogar, la fidelidad y las uniones legítimas. En los poemas antiguos la vemos muerta de celos, persiguiendo despiadadamente a las tantas amantes de su marido, que a decir verdad era bastante mujeriego.

Su templo más famoso, el Heraion de Samos, data de los tiempos de Homero y era uno de los más grandes e impresionantes del mundo antiguo. Construido íntegramente en mármol, dicen que tenía un bosque de 155 columnas gigantes. Allí se veneró a la diosa hasta que los cristianos prohibieron los viejos cultos. Sin embargo, el hecho de que los arqueólogos hayan encontrado ofrendas traídas de lugares tan lejanos como Babilonia, Persia o Egipto nos dice mucho de la importancia que llegó a tener este culto y lo extendida de su fama. No debe extrañarnos por tanto el que a Samos se le vinculara directamente con la diosa Hera, su protectora.

Tampoco debe extrañarnos el simbolismo y la fuerza de la imagen que muestra a ambas diosas estrechándose la mano. Al fin y al cabo no era nueva esta amistad. En la Ilíada las vemos frecuentemente uniendo fuerzas para ayudar a los aqueos. No olvidemos que las dos, Hera y Atenea, han perdido el juicio de Paris frente a Afrodita, la única responsable de la pasión adúltera entre Paris y Helena que desató la Guerra de Troya.

Hagamos un poco de memoria: Hera, Atenea y Afrodita piden a Paris que les diga quién de las tres es la más hermosa. Hera promete a Paris poder si la elige a ella, Atenea sabiduría y Afrodita simplemente le ofrece a la mujer más hermosa del mundo, Helena. El resto es historia sabida, y es normal que en Hera y Atenea surgiera un resentimiento contra Afrodita. Más tarde, ya al final de la guerra, cuando un Agamenón ensoberbecido despoja a Aquiles de su botín y de su esclava, será Hera quien envíe a Atenea a contener la ira del guerrero para persuadirlo de que en su cólera no mate al rey de Argos, causando un mal mayor a los aqueos.

Así, Hera y Atenea, la diosa del matrimonio y la de la sabiduría, representación del orden, la razón y la prudencia frente al desenfreno y la concupiscencia de Afrodita, han sido amigas y aliadas desde siempre. No hay duda de que esta vez volverán a unirse contra Esparta a favor de Atenas.

Que los antiguos estaban muy conscientes del poder que tienen los imaginarios mitológicos sobre la política lo prueba el cuidado que puso el tirano ateniense Pisístrato, en el siglo vi a.C., por alterar el texto de la Ilíada y dar un papel más importante en el poema a Atenea, símbolo de su ciudad.

En un trabajo reciente, Politics and Greek Myth, Jonathan Hall nos recuerda un pasaje de Heródoto en el que se cuenta cómo los espartanos desplegaron una ingente diplomacia a fin de repatriar los restos de Orestes, el mítico hijo del rey Agamenón, al cual consideraban su ancestro. A Heródoto no le cabía duda de que este hecho marcó el comienzo de la indetenible supremacía militar de Esparta.

El lector desprevenido podría pensar que los mitos son asunto del pasado y que la mentalidad mitológica es cosa superada que poco tiene que ver con los sistemas políticos modernos. Sin embargo, no son pocos los autores que se han puesto a estudiar las diferentes formas y la indiscutible vigencia que sigue teniendo el mito en el mundo contemporáneo, o al menos la mentalidad mitológica aún en nuestros días. Nuevos relatos, nuevos discursos, nuevas estrategias, nuevas tecnologías para un fin que permanece inalterable con el paso del tiempo: la manipulación política.


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