Literatura

Leer a las patadas

Fotografía de https://thoroughlyreviewed.com

08/01/2018

No recuerdo bien por qué, pero no aprendí a leer en la escuela sino en mi casa, a los cinco años, en Lima. Me enseñó mi padre, con más astucia que paciencia. Y también a las patadas.

Que nadie sospeche maltrato infantil ni otro tipo de bestialidad. Más bien el bestia era yo, que me negaba a escuchar a mi padre cuando intentaba enseñarme a pronunciar y memorizar las letras. A mí sólo me interesaba jugar con mi balón de fútbol. Patearlo hasta el cansancio contra la pared de mi cuarto y dar alaridos de euforia que crispaban a los vecinos y prolongaban mi analfabetismo. Sin embargo, no contaba con la sabiduría pausada de mi padre, a prueba de vástagos desobedientes.

Una tarde, como era ya costumbre, sacó los lápices y la cartilla, y me llamó a la mesa. Me negué, grité alguna impertinencia y me fui a buscar mi pelota. Él no se inmutó y eso me hizo sospechar algo que se aclararía al sacar el balón debajo de mi cama: en cada hexágono de su superficie estaba dibujada una vistosa letra del alfabeto español. Yo lo veía absorto y no sabía si patearlo o deletrearlo. Ese desconcierto me venció. Mi padre había pasado la noche anterior convirtiendo mi pelota de fútbol en un redondo abecedario.

Cuando salí del cuarto con la esférica bajo el brazo, lo vi de pie, en el umbral de la cocina, con una sonrisa que revelaba su triunfo y su expectativa. Le hice un pase con el balón; despacito, para que no se borraran las letras. Él lo paró en seco, lo elevó hasta su cabeza y me lo devolvió con un toque preciso. Luego me dijo: “Cuando te hayas aprendido todo el balón, te llevo al estadio a ver jugar al Alianza Lima contra el Universitario”. Yo era del Alianza. Él de la “U”. Los mayores rivales del fútbol peruano. Jamás había ido al estadio. A esa edad, era como viajar a otro planeta. Así que el pacto gestado en esa promesa me enseñó a leer y a driblar más rápido. Mi primer balón de fútbol fue también mi primer contacto con el alfabeto español. Cuando quería lo pateaba, y cuando no, lo pronunciaba.

Lástima que no haya podido conservar ese regalo de mi padre. En alguna de esas fiestas de cumpleaños a las que solían acudir todos mis primos como una barahúnda, uno de ellos, armado de unas enormes tijeras y un frasco de témpera verde, transformó mi pelota en un casco militar. Al principio protesté, pero luego agarré el hemisferio de cuero sobrante, me hice mi propio casco y me sumé a la batalla. Las armas, como en el célebre discurso de don Quijote, habían resultado otra vez favorecidas, aunque Cervantes supiera también que son las letras las que terminan por dotar de permanencia a la memoria.

***

Este texto fue publicado originalmente en Prodavinci el 22 de marzo de 2013.


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