FilosofíaEnsayo

La dulce patraña de la soberanía para el genocidio

Holocaust Memorial, Miami. Fotografía de Yigit Ozan / Flickr

14/02/2018

«La Reina se puso roja de furia, y, tras dirigirle una mirada fulminante y feroz, empezó a gritar: -¡Que le corten la cabeza!»
Lewis Carroll: Las aventuras de Alicia en el país de las maravillas

Los reyes absolutos tenían la potestad sobre la vida y bienes de sus súbditos. Viene a la mente el rey Enrique VIII de Inglaterra resolviendo sus problemas de divorcio con el hacha del verdugo. También la cruzada contra los albigenses, en el siglo XIII, que terminó en el genocidio de poblaciones enteras por considerarlas herejes.

Los revolucionarios franceses acabaron con los reyes absolutos, pero mantuvieron el hábito de cortar cabezas a los ciudadanos. Ahora contaban con la guillotina, una tecnología que permitía mecanizar la decapitación. En el siglo XX, los totalitarismos darían pasos agigantados en cuento a la industrialización de la muerte.

De un régimen a otro se mantiene el concepto de soberanía. Según la clásica definición de Juan Bodino recogida en su obra de 1576, Los seis libros de la República, soberanía es el “poder absoluto y perpetuo de una República”; y soberano “es quien tiene el poder de decisión, de dar las leyes sin recibirlas de otro, es decir, aquel que no está sujeto a leyes escritas (…)”.

Existe una instancia política donde se decide la vida o la muerte de quienes están sometidos al poder. A pesar de la evolución humana y el desarrollo político, seguimos atados a la estructura piramidal de un sistema que nos organiza, pero para hacerlo, toma derechos absolutos sobre nosotros. El soberano tiene la potestad de decidir quién posee la dignidad de ser persona y quién no. Los que no la poseen pueden ser desechados, como quien se deshace de una molesta cucaracha.

Max Weber sostuvo, en La política como vocación, que una condición necesaria para que una entidad se convierta en Estado es que se conserve el monopolio de la violencia. La policía y los militares son sus principales instrumentos. Si bien esta estructura no la hemos podido eliminar, por lo menos, se ha podido mitigar. La democracia ha hecho lo posible para reducir los poderes del soberano a lo indispensable. Para lograr eso, se le ha quitado al soberano el arbitrio absoluto. En otras palabras, la política (el mando) tiene que subordinarse a lo político, es decir, al derecho, la moral y la discusión plural.

El Estado de derecho

El mismo Bodino agregaba que el soberano debía estar sometido a la ley divina y a la moral natural:

“Si decimos que tiene poder absoluto quien no está sujeto a las leyes, no se hallará en el mundo príncipe soberano, puesto que todos los príncipes de la tierra están sujetos a las leyes de Dios y de la naturaleza y a ciertas leyes humanas comunes a todos los pueblos”.

El Estado de derecho se identifica con el imperio de la ley: cuando decimos “imperio de la ley” no nos referimos a cualquier ley. Hay una diferencia fundamental. También las dictaduras y los totalitarismos exigen sometimiento en nombre de la ley. Los dictadores cuentan con dóciles juristas que, junto con el miedo, la mentira y la negación de las libertades, convierten sus arbitrariedades en leyes.

Las leyes ilegítimas e injustas también son Derecho, así como el régimen ilegítimo e injusto también es Estado. Lo que sucede es que no es Estado de derecho. Lo que diferencia de manera más radical y substancial al Estado de derecho es que debe su origen a la voluntad popular: es decir, creada desde la libre participación y representación hoy de todos los ciudadanos.

Si el ordenamiento jurídico no posee ese origen democrático, sus leyes no serán democráticas, y el Estado nunca será de Derecho. La legitimidad del Estado de derecho es directamente proporcional a la fundamentación racional que le brinden los legisladores, así como de la cantidad y calidad de la participación de la población. La calidad de la participación depende de qué tan amplia, ilustrada y consciente sea. Solo así podremos contar con una vigorosa democracia.

Carl Schmitt contra el Estado de derecho

El Estado de derecho parece lo más apropiado para la civilización y para las mentes conscientes y libres. Así que luce como un exabrupto pensar en términos del antiguo régimen y de los reyes absolutos, donde todo el poder se centraba en una sola persona. Esa persona solo debía dar cuentas a Dios y ya sabemos lo que significa eso.

En la tradición occidental no todo ha ido en el sentido de evolución del humanismo. Ha habido francos retrocesos. Existe la tendencia a negar el Estado de derecho y los derechos humanos. Además, proponen nuevos soberanos que no deben dar cuenta a nadie, ni siquiera a Dios.

Esto encuentra su expresión jurídica en Carl Schmitt, abogado del nazismo. Schmitt odia el parlamentarismo: considera que sustituye estérilmente la decisión de un jefe máximo por la discusión interminable de los políticos. Él sospecha que detrás de esa discusión y su supuesta racionalidad se ocultan poderes inefectivos y malignos. Para Schmitt el concepto de lo político consiste en la pugna existencial contra el enemigo, al que se intenta aniquilar, no conversar sino destruirlo.

Schmitt cuenta con el seductor hechizo estético, impregnado de pathos dramático, de la cruzada por la lucha final. Es el entusiasta atractivo del permanente “estado de excepción” frente a la aburrida normalidad constitucional. En el pasado, tal hechizo cautivó a muchas mentes fascistas. Ahora ejerce influencia en círculos de izquierda, así como en los nuevos populistas.

Al desencanto por la democracia y la seducción de Schmitt pueden haber colaborado las frustraciones, limitaciones y corrupciones de la democracia liberal, así como de la social. La democracia decae cuando la moral cede ante los métodos tecnocráticos, los poderes mediáticos y el gran capital.

Nietzsche contra los derechos humanos

El pensamiento jurídico de Schmitt no se da en el vacío. Encuentra antecedentes en la tendencia filotiránica. Por ejemplo, para Friedrich Nietzsche el humanismo no era más que una versión secular del teísmo. En su Genealogía de la moral, sostiene que los derechos humanos existen como un medio para que los débiles limiten colectivamente a los fuertes. En este punto de vista, estos derechos no facilitan la emancipación de la vida, sino más bien la niegan.

«El vitalmente pobre, el débil, empobrece más la vida; el vitalmente rico, el fuerte, la enriquece. El primero es un parásito; el segundo aporta algo a ella… ¿Cómo es posible confundir al uno con el otro?» (Voluntad de poder, § 48).

La moral del superhombre que defiende Nietzsche se basa en la ley que cada uno se da a sí mismo: “Queremos ser quienes hacen sus propias leyes, los que se hacen a sí mismos” (La gaya ciencia). Es una autolegislación (como la quería Kant), pero sin universalidad (como Kant no la hubiese querido). La vida no es igualdad sino pathos, apropiación, ofensa, avasallamiento de lo débil, opresión, dureza, imposición de fines propios… es voluntad de poder (Más allá del bien y del mal).

En el otro extremo del espectro político nos encontramos a Karl Marx, quien tampoco es defensor de los derechos humanos. En La cuestión judía (1834), describe los derechos humanos como una forma de alienación humana. Los derechos humanos frivolizan las desigualdades, las hacen invisibles y las disuelve en los principios de igualdad o libertad. Los derechos humanos unen como entidades complementarias al ciudadano y al hombre egoísta, es decir, se subsume al hombre en el ciudadano:

“Ninguno de los así llamados derechos humanos va, por tanto, más allá del hombre egoísta, del hombre tal y como es miembro de la sociedad burguesa, es decir, del individuo replegado en sí mismo, en su interés privado y en su arbitrariedad privada, y separado de la comunidad. Lejos de que se conciba en ellos al hombre como ser genérico, aparece en ellos la vida genérica misma, a la sociedad, más bien como un marco externo a los individuos, como limitación de su independencia originaria. El único vínculo que los cohesiona es la necesidad natural, la necesidad y el interés privado, la conservación de su propiedad y de su persona egoísta” (K. Marx, La cuestión judía).

Nietzsche y Marx, pensadores de la sospecha, prefieren cuestionar a los derechos humanos más que a sus propias tendencias filotiránicas.

Domesticar los cuerpos

La soberanía genocida se nutre del pensamiento filotiránico y de las legislaciones que niegan el Estado de derecho, pero necesitan también una forma de administrar el poder que reduzca a los seres humanos a su vida animal.

En esto nos puede ayudar el concepto de biopoder de Foucault. Una de las preocupaciones centrales de Foucault, en Vigilar y castigar, fue el origen del poder soberano y su relación con la vida de los individuos. La dominación necesita someter. Foucault descubrió que la dominación encontró formas de domesticar a los cuerpos. En los sistemas penitenciaros de los siglos XVII y XVIII, se desarrollaron técnicas disciplinarias para vencer las voluntades de los presidarios a través de las innovaciones en las vigilancias y los castigos. De esta forma, el soberano tenía la posibilidad de hacer morir al individuo que transgrediera las normas de conducta dictadas y dejar vivir a quien no perturbara ese orden.

Esta tecnología disciplinaria del poder tenía por objeto el cuerpo individual, su separación, su alineamiento, su puesta en serie y bajo vigilancia. En La Voluntad de Saber, Foucault nos explica que, a finales del siglo XVIII aparece una nueva tecnología del poder complementaria. Si la técnica disciplinaria se había interesado en el cuerpo individual, esta nueva tecnología se interesa por los aspectos de la vida considerados desde el punto de vista colectivo: la muerte, la defunción, la enfermedad, las tasas de reproducción.

Es decir, tras un ejercicio del poder individualizador, en el que el cuerpo tiene que ser disciplinado, entrenado y, dado el caso, castigado o muerto, surge una técnica masificadora que contempla al sujeto como la vida de una especie: la técnica de regularización. De una anatomopolítica se pasa a una biopolítica de la especie humana.

Desde el punto de vista de la historia de las ideas, es muy significativo que, en esta época, surja el concepto sociológico de población: masa homogénea que se controla estadísticamente. Tener un poder generalizado sobre la vida significa asimismo tener un poder generalizado sobre la muerte: el biopoder permitió al Estado apropiarse de la capacidad de hacer morir y dejar vivir.

Una vez que el poder estatal logra conjugar las técnicas disciplinarias y regularizadoras, se consuma el control total de la sociedad. Y la cristalización de este doble control es la norma, que puede aplicarse tanto al individuo que se pretende disciplinar, como a la población que se pretende regular.

Derecho e injusticia

Según Camus, en El hombre rebelde, la experiencia existencial se encuentra frente a una disyuntiva: o la esperanza inauténtica o el absurdo, la ausencia de sentido de la vida. El absurdo conduce al suicidio y al genocidio. Podemos agregar que el genocidio se nutre de la combinación catastrófica: negación del Estado de derecho, ideología filotiránica y técnicas de biopoder.

El Estado totalitario tiene la posibilidad de acabar con grandes porciones de la población, como se hizo con el hambre en Rusia y China. O destinar a grupos humanos completos a los campos de exterminio como hicieron los nazis.

Actualmente, el Estado genocida se ampara en el principio de autodeterminación de los pueblos, cuando el caso es que el pueblo no se está autodeterminando. Todo lo contrario. La población es tiranizada y está siendo sometida y se le están violando sus derechos. La astucia de los totalitarios consiste en utilizar un principio saludable en su contra. Existe un vacío legal para intervenir países soberanos aunque estén masacrando a sus ciudadanos. Mientras la comunidad internacional toma medidas, lo más importante es que los propios ciudadanos descubran su propio poder.


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