Crónica

Hogar itinerante: el drama de Carolina

Carolina probó suerte en Perú antes de viajar con sus hijos a Panamá, donde actualmente reside junto a su esposo. En la foto, posa con un joven venezolano que, al igual que ella, vendía comida en las calles de Lima. Fotografía de Gabriel Méndez

02/01/2018

Claudia lloró por casi una hora. Se quejaba de la sed. Sus quejidos se mezclaban con el barullo de la gente en la zona de espera del aeropuerto, un terminal internacional pequeño y sin aire acondicionado en la ciudad más caliente de Venezuela: Maracaibo.

Carlos David, de 9 años, intentaba tranquilizar a su hermanita de 4. “No hay plata, Claudia. Ya vamos para el avión. No hay plata”. Su madre, Carolina, sabía que el llanto empeoraría. Suspiró. Condujo a la pequeña a uno de los baños públicos. Abrió la llave del lavamanos y le dio a beber agua del grifo.

Carolina estaba totalmente quebrada. No podía comprar siquiera una botella de agua pequeña de 2.500 bolívares, 0,08 dólares de entonces. Los 120.000 bolívares que llevaba en la cartera sirvieron para pagar la salida de ella y de sus hijos. Eso, más 55 dólares en cash, que se vio obligada a entregar a una funcionaria de Migración bajo la amenaza de no dejarlos abordar el avión si no entregaba la plata.     

Los tres habían llegado al Aeropuerto Internacional de La Chinita a las 8:00 de la mañana del jueves 14 de septiembre de 2017. En Panamá los esperaba Carlos, esposo de Carolina y padre de las dos criaturas. Había pasado un año desde la última vez que estuvieron juntos. La familia vivió en una casa en Acarigua, estado Portuguesa, por más de una década. Carolina, barquisimetana de nacimiento, se mudó luego del matrimonio. Como Hestia, la diosa griega, se consagró al hogar. Pero esta Hestia tiene un espíritu combativo. Prefiere abandonar las columnas del Olimpo y unirse a la épica antes que resignarse al encierro de las tareas domésticas. Pero no abandona el hogar. Lo lleva consigo.

Carolina le prometió a su madre, de 79 años, que la familia se reuniría en Venezuela de nuevo en diciembre de 2018. Fotografía cedida por Carolina

Carolina tiene 32 años. Es sobria y coqueta a la vez. Tiene el cabello negro y liso hasta la cintura. Ese jueves vestía una camisa blanca y un pantalón azul pegados al cuerpo. En una maleta guardaba sus pertenencias más importantes, más otras dos de Claudia y Carlos David, además de un sobre con sus partidas de nacimiento, los pasaportes y los boletos de cada uno. También llevaba el poder notariado en el que su esposo autorizaba la salida de sus dos hijos. Confiada, se acercó al área de chequeo y colocó frente al empleado de la aerolínea todos sus papeles. El hombre le devolvió una mirada antipática. “No pueden viajar, señora. Les falta un documento”. Carolina se echó a llorar. El empleado siguió hablando. “Tiene que ir a Migración y preguntar qué puede hacer”.

“La voy a acompañar a Migración”, dijo un policía que se había acercado. El hombre le arrebató los documentos y los revisó con prisa. Le explicó que debía dirigirse a las oficinas del Consejo de Protección de Niños, Niñas y Adolescentes para pedir un permiso en el que ella se autorizaba a sí misma para sacar a sus hijos del país. Le aseguró que, de todas, todas, no volaría ese día. Carolina no sabía mucho del asunto y prefirió no llevarle la contraria, aunque no dejaba de mirarle desconfiada. Aquello parecía un disparate, una mentira mal elaborada, y temía por lo que pudiera suceder. Sin embargo, lo siguió.  

Mientras caminaba por el aeropuerto con sus dos niños, la gente la miraba. El policía señaló a un joven entre los empleados de Migración y le dijo a Carolina que él podía ayudarla a salir del lío. Claro, el funcionario debía recibir algo a cambio. Al escucharle, se recompuso. Se secó las lágrimas y alzó la mirada. “Sólo tengo 25 dólares. No tengo más”.

El cuartico

Una mujer de unos 40 años la guió por el área de Migración. Carolina pensó que la conduciría a una oficina o que hablaría con algún supervisor. “Pase por aquí”, le ordenó la funcionaria. Entraron a una habitación amueblada con dos literas, unas sillas y un televisor. No había nadie. Al cruzar la puerta, Carolina sintió una temperatura agradable. El cuarto tenía aire acondicionado. Sus hijos, cansados, se acomodaron en los muebles. La empleada de Migración inició el interrogatorio.

–Ajá, ¿cuánto tienes?

–Tengo 25 dólares.

–¿Tienes solo 25? ¿Cómo vas a hacer para entrar a Panamá? Te acepto mínimo 50.

La Autoridad de Turismo de Panamá exige 500 dólares a los turistas para ingresar al país. Carolina recordó la experiencia de un sobrino que recibió una tarjeta de un familiar, con la que podría sacar efectivo de un telecajero al pisar suelo panameño. Contó a la empleada la historia como si fuera suya, para convencerla de que no llevaba más que los 25 dólares que aseguraba tener. Solo logró impacientar a la funcionaria.

–¿Tú sabes que esto que está pasando entre tú y yo lo sabe todo el mundo? Detrás de mí andan policías, guardias, hasta gente de la aerolínea. ¿25 dólares? ¿Qué voy a hacer yo con 25 dólares? ¿Tú crees que mi jefe va arriesgar su puesto por 25 dólares?

De vez en vez, Carolina bajaba la mirada con la esperanza de hallar una pista sobre la identidad de la funcionaria. De su cuello colgaba un carnet, pero estaba volteado. Finalmente, cerraron el trato.

–Vamos a hacer algo. Yo te doy los 50 a ti y tú verás qué haces con el policía y el resto de la gente.

Carolina desembolsó los 50 dólares y los 120.000 bolívares. Contó el dinero y extendió la cantidad exacta a la empleada, sin advertir que un billete de 5 dólares y otro de 20 se le caían al suelo. Miró al piso con los ojos desorbitados. Sintió la angustia invadir su cuerpo como un corrientazo en la espina dorsal. Invocó a Dios y a todos los santos. Suplicó la intervención divina para que la mujer tuviera piedad y no le quitara los 25 dólares que ahora yacían en el piso. La funcionaria le preguntó por qué le había mentido pero aceptó, ante la desesperación de Carolina, quedarse únicamente con 5 de los 25 dólares.

Carolina llamó a sus hijos para que se pusieran de pie y salieran pronto de la habitación. Quería marcharse de ahí como si aquello no hubiese sucedido. “Mami, ¿tú extorsionaste a esa señora?”, le preguntó Carlos David. A Carolina siempre le había sorprendido que su hijo hablase como un adulto detrás de aquella vocecita; pero esta vez, inducida por la adrenalina o el temor, solo alcanzó a decirle que no, que la funcionaria había sido la extorsionadora, que se callara y apurara el paso. “¡Camine, camine! ¡No diga nada y camine!”.

Miró su reloj. Eran las 11:00 de la mañana. Lo miró de nuevo quince minutos después. Se sentó en la zona de espera y chequeó otra vez la hora. Eran las 11:30 de la mañana. “Dios mío”, pensó. “¡Que sea la una de la tarde, que sea la una de la tarde!”.

El plan

Tres meses más tarde, Claudia juega a pocos pasos de su mamá. Se escucha el cacareo de unas gallinas alborotadas. Ahora viven en Chame, a dos horas de Ciudad de Panamá, un lugar que le recuerda los caseríos a medio camino entre la vida rural y la urbana. Residió también en el distrito de San Carlos y en Las Lajas. En cada lugar conserva amigos y clientes satisfechos con sus empanadas de masa fina, rellenas generosamente de carne o pollo.  

La venta de empanadas sostiene a la familia. Carolina prepara el guiso de ropa vieja, como le dicen los panameños a la carne mechada. El término proviene de España. También se usa en Cuba. Es domingo y no es día de ventas, pero su esposo le ha dicho que no estaría mal un ingreso extra. Cada empanada se vende a un dólar, mientras que en los mercados panameños se consiguen por 70 centavos. “Pero las mías son grandes. Y quien prueba una pide dos o tres”.

A las 6:00 de la mañana Carlos fríe las empanadas que su esposa dejó preparadas la noche anterior. Fotografía cedida por Carolina

En San Carlos, provincia de Panamá oeste, donde la familia residió por primera vez, la lucha por el sustento comenzó con 15 empanadas. Ahora en Chame, vende casi un centenar los jueves, otras 100 los viernes y 100 más los sábados. Parte de las ganancias se invierten en hospedaje. La pareja paga 150 dólares de alquiler y otros 20 por electricidad.

La familia se mudará por cuarta vez. La hermana de Carolina los espera en Chiriquí, a 366 kilómetros de Chame, cerca de la frontera con Costa Rica. Vale la pena. Tendrá la oportunidad de trabajar en un salón de belleza. Carolina sabe colocar pestañas postizas “pelo a pelo”, una práctica que se promociona como tendencia de los maquilladores en Hollywood. También aplica tratamientos de queratina, enseñanza de Mary, su vecina en Acarigua. Mientras tanto, Carlos se encargará de la venta de empanadas.

Carlos y Carolina se casaron cuando ella tenía 20 y él 24. Ella se entregó al hogar y a sus hijos mientras él trabajaba como taxista. Una noche de mayo de 2016, Carlos no llegó a la hora de costumbre. Fue secuestrado por seis horas. Lo golpearon y desvalijaron su carro. Los días siguientes decidió que no valía la pena invertir en otro vehículo ni en otro empleo ni en otra oportunidad. Se iría. Se iría del país y conseguiría un trabajo en el exterior con el que podría ganar lo suficiente para mantener a su familia en Venezuela.

En agosto de 2016, Carlos tomó un avión rumbo a Panamá. Desde entonces, cuando Claudia veía uno volar, gritaba: “¡Chao, papá!”, y movía la mano en señal de despedida, apuntando hacia la aeronave que desaparecía en el horizonte. Carlos David cambió. Su profesora habló con Carolina porque el niño “estaba diferente”. Su actitud despistada preocupaba a la docente. “A Carlos David le decían una cosa y hacía otra”.

A 1.582 kilómetros, su padre se ganaba la vida trabajando los sábados en una discoteca. Recibía 30 dólares por noche vendiendo entradas. Se bandeaba con pequeñas tareas de albañilería o plomería y así reunía algo de dinero para enviar a Venezuela. “No le estaba yendo muy bien”, dijo Carolina en voz baja.  

A veces la embargaba la frustración: otro año sin poder comprarles un par de zapatos. Otra Navidad sin un regalo de Niño Jesús. Por otra parte, escuchaba hablar sobre el maltrato a los venezolanos en Panamá. Decían que los miraban de reojo y con desconfianza. Temía que los pequeños fuesen discriminados en la escuela o en el vecindario como extranjeros invasores. Entonces quiso probar una segunda opción.

Habló con Carlos sobre mudarse a Lima, Perú. Le dijo que allá vivían dos sobrinos dispuestos a hospedarla mientras buscaba trabajo. Esperaba juntar para buscar a sus hijos y retornar a la capital peruana. Él viajaría desde Panamá para reunirse con ellos. Pero Carlos no compartía el plan. Para él lo sensato era que Carolina volara sola hasta Panamá. En diciembre viajarían a Venezuela y retornarían con sus hijos. Discutieron durante días. Finalmente, Carolina convenció a su marido de probar con la salida alternativa. En julio de 2017 dejó a sus hijos con la abuela y la tía en Barquisimeto y emprendió los cinco días de viaje por tierra hacia Perú.

Lima

Carolina vivió con sus sobrinos y otras seis personas en un departamento alquilado. El lugar le recordaba al barrio caraqueño de Petare, pero sin la inseguridad, con edificaciones de más de dos pisos, apiladas una sobre otra como un juego de Tetris.

Trabajó dos semanas en una tienda de lámparas 13 horas diarias. El dueño le pagaba 200 soles semanales, casi 29 soles al día. Esto era casi 9 dólares por jornada, cuatro veces menos que lo que suele percibir un limeño. Pero, en comparación con un venezolano que cobrara entonces salario mínimo, Carolina ganaba al día nueve veces más. Como recién llegada sabía que no podía exigir mayor cosa, pero tampoco cuadraba la idea de esforzarse por tan poco. Cuando ahorró lo suficiente para subsistir sin empleo por unos días, decidió dejar aquel lugar que la asfixiaba y montó un humilde puesto en la calle para vender tizana. Lo más difícil era estar sola. Y cuando le llegaba un mensaje, una llamada o una nota de voz de sus hijos, cerraba los ojos y bajaba la cabeza para que no la vieran llorar.

 

Carolina se dedicó a vender tizana en una calle de Lima, donde conoció a otros venezolanos que se ganaban la vida como ella. Fotografía cedida por Carolina

Mes y medio duró en Lima. Con la venta de tizana no le iba mal. Pero su esposo insistía en que no dejaría el país en el que vivía desde hacía un año. Carlos le contó sobre un contrato con el que obtendría los fondos para sufragar los boletos de todos a Panamá. De nuevo conversaron largo sobre el asunto. En verdad no había logrado gran cosa, pero la persuadió de que si la familia se reunía les iría mucho mejor. Y ganar en dólares era más conveniente que ahorrar en soles.

Carlos se había ganado la confianza del dueño de la discoteca. El empresario tenía planes de abrir un nuevo local y, enterado de su experticia en construcción, decidió contratarlo para que trabajara en el techo del lugar. Carlos sumó a las ganancias de la tarea un préstamo que un buen amigo le concedió. Con ello sufragó los pasajes de la familia y envió dinero en efectivo a Carolina.

La salida

Se despidió de Lima el 2 de septiembre y pisó frontera venezolana el 5 de ese mes. Metió 150 dólares en una bolsa, que a su vez cubrió con un paño pequeño y delgado, y acomodó cuidadosamente el bojotico de billetes a un costado del brasier cerca de la axila. Era todo su capital en moneda extranjera. En el control fronterizo fue sometida a una exhaustiva inspección. Llevaba, además de sus pertenencias, un par de conjuntos de ropa para Claudia y Carlos David. Los efectivos se quedaron con las cremas dentales que compró en Perú pero no lograron dar con lo más preciado.

Ocho días después, Carolina hizo las maletas rumbo a Panamá. El miércoles 13 de septiembre se despidió de su madre y de su hermana mayor en Barquisimeto. Sabía que el 23 de noviembre se perdería el cumpleaños número 79 de “su viejita”. Sería la primera vez que no la acompañaría.

Partieron a Maracaibo a las 9:00 de la mañana. Uno de los hermanos de Carolina se ofreció a llevarlos. Viajaron junto a su sobrina y su cuñada. Luego de 9 horas de ruta los recibió el crepúsculo en la capital zuliana. El 14 de septiembre cuando la familia llegó al Aeropuerto Internacional de La Chinita Carolina tomó fuertemente a sus dos hijos de las manos y se internó en el terminal internacional.

Navidad

En diciembre de 2016 Carolina le había dicho a su hijo que el Niño Jesús era un invento. Que no dejaba regalos. Que los juguetes que traía eran en verdad obsequios que ella compraba. Se lo dijo porque no halló otra forma de explicarle que ese año recibiría la Nochebuena con las manos vacías, a pesar de haber sido un hijo respetuoso y un estudiante ejemplar.

Claudia tenía apenas 3 años. Su madre quería que ella creyera en la tradición y Carlos David prometió mantener en secreto lo que le fue revelado. Carolina advertía que todo lo relacionado con la película animada Frozen secuestraba la atención de su hija. Sobre todo los figurines de las protagonistas, Elsa y Anna. Pero las hermanas mágicas del cuento de Disney estaban fuera del alcance de su billetera. Encontró otra muñeca en 800 bolívares, la más económica que halló entonces. Sacó cuentas: le faltaban 300 para pagarla. A veces el Niño Jesús precisa de la ayuda de uno que otro santo. En esa oportunidad se manifestó en Mary, la vecina de Carolina, quien le prestó el dinero que necesitaba.

Ha pasado un año desde entonces. Carolina trabaja en un salón de belleza en David, capital de la provincia de Chiriquí en Panamá. Le asignaron un espacio que, hasta su llegada, no era más que un depósito de cajas, botellas plásticas y sillas inútiles. Desechó todo lo que consideró basura y quitó el papel tapiz que se desmoronaba en la pared. Despejó y limpió la camilla estética, oculta entre los enseres amontonados, y colonizó el espacio.

Carolina seca y plancha cabello en un salón de belleza en Chiriquí, a 8 cuadras de la casa en la que vive con su familia. Fotografía cedida por Carolina

Su hermana se mudó y les dejó la casa. Es pequeña pero acogedora. Carolina está contenta porque la zona es segura y la escuela está muy cerca. Lo que preocupa a la familia es el alquiler: 200 dólares todos los 5 de cada mes.

Carolina se levanta en la madrugada para rellenar las empanadas con la carne que deja lista la noche anterior. Su esposo quedó encargado de freír y venderlas, mientras ella se encamina a las 6:00 de la mañana a la peluquería para satisfacer pedidos de secados, pestañas postizas y queratinas. Recorre 8 cuadras hasta llegar al lugar.

Es 24 de diciembre y la rutina no cambia. Hace un día que no habla con la pequeña Claudia. La niña no la ha visto. El sábado 23 la nena dormía cuando Carolina regresó extenuada del trabajo. Ese domingo tampoco tuvo suerte. Antes de marcharse, la madre se acercó para despedirse pero no se atrevió a interrumpir su sueño.

La clientela está floja y Carolina está preocupada. Son las 9:00 de la noche y apenas ha atendido a 4 personas. La cifra en dólares, sin embargo, no suena mal: en un día suma 70 verdes. Su esposo aparece de pronto en el salón de belleza y la sorprende: con una mano asegura la cesta de empanadas. Con la otra sujeta a Claudia.  

A las 10:00 de la noche regresan a casa. No hay obsequios para Carlos, mucho menos para ella. Bromea y dice que ni siquiera piensa en gastar en una pantaleta. Comida y alquiler son la prioridad en este hogar de migrantes. Sin embargo, el esfuerzo en la diversificación del trabajo ha valido la pena. Este año sus hijos reciben la visita del Niño Jesús. También su amiga Mary, en Venezuela, a quien Carolina envió algo de dinero.

La madre de 32 años compró las dos figuras de Elsa y Anna por 10 dólares. Fotografía cedida por Carolina

Carlos David recibe una pistola de dardos de goma. Carolina quería darle una pelota de fútbol, pero al no encontrar el balón soñado optó por la pistola. La idea de regalarle un arma no le gusta para nada. Pero su hijo le había pedido una años atrás. Intenta tomarle una fotografía con su celular mientras abre la caja, pero en cuanto descubre lo que hay dentro corre en busca del vecino para invitarlo a jugar.  

La pequeña Claudia observa en silencio su paquete rojo. Mamá y papá la invitan a abrirlo, le dicen que es suyo, que es una sorpresa. “Está en shock. ¡Tanto tiempo sin recibir algo así!”. La niña desgarra el papel y descubre dos muñecas. Una tiene el cabello blanco como la nieve, la otra rojo como el fuego, y están vestidas como princesas de Disney. Carolina aprieta un botón azul en forma de corazón en el pecho de una de ellas. La figurita canta un fragmento de “Let it go” y Claudia la sigue, vocalizando palabras incomprensibles.

–¡Ábrelo, ábrelo! ¿Viste? ¡Frozen!


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