Ensayo

Hebras de paz, San Agustín

02/12/2017

San Agustín / Philippe de Champaigne, 1650

Hebras de paz para conjurar el dolor de los conflictos con testimonios y libros es un retrato de San Agustín, quien me parece el más atrevido de todos los intelectuales católicos.  Agustín tiene como precursor a Pablo y como herederos a Dante, Calvino y quizá Lutero. ¿Es la guerra la más terrible de las necesidades? ¿Son las guerras religiosas una aterradora manifestación de cómo las ideas se transforman en acontecimiento? Puedo creerlo. Lo que los comentarios del Corán son para el islam, lo es La Ciudad de Dios para el cristianismo.

Del mismo modo que un cuerpo humano minado por la vejez llama a las enfermedades, así el Imperio Romano, a fines del siglo IV, llamaba a su seno a los Bárbaros. Y vinieron, en efecto: y llegaron, no sólo como estaban todos habituados a verlos antaño, es decir, como soldados más o menos encuadrados, sino por tribus enteras, con mujeres y niños, con carromatos, carretas de bagajes, caballerías de reserva, animales y rebaños. El término exacto para designar aquel fenómeno, mucho más que la palabra española invasión, que hace pensar, sobre todo, en la entrada de un ejército en un país, sería el alemán Völkerwanderung, migración de pueblos. Lo que el universo mediterráneo había conocido más de mil años antes de nuestra Era, cuando los invasores arios, griegos y latinos, habían asaltado los viejos imperios, volvió a reproducirse a partir de fines del siglo IV.

Uno de los episodios que mayor trascendencia tuvo y que más conmoción causó en el seno del Imperio fue el saqueo de Roma por las tropas de Alarico en el año 410. Acontecimiento terrible, que depositó un dejo de tristeza aun en los espíritus más firmes, aunque no fue totalmente inesperado. El propio San Agustín se sintió profundamente conmovido. Si en el siglo XX Estados Unidos, y como pretende China para el 2050, ser el nuevo Imperio Romano, e imponer una Seris pax, o acaba cayendo como cayó Roma, lo que puede ser su historia viene prefigurada en La Ciudad de Dios.

Agustín es un conceptualizador frontera, situado entre las antiguas obras del pensamiento griego y de la religión bíblica, y la síntesis católica de la Edad Media. En sentido concreto, Agustín es el creador de la sabiduría cristiana. El puente agustiniano entre los antiguos y Dante seguirá en pie, aunque sólo sea porque la coherencia histórica desaparecerá sin él. Ernest Robert Curtius (Thann, 1886-Roma, 1956), fue un filólogo y ensayista alemán. Es una de las principales figuras de la filología moderna. Fue profesor en las universidades de Marburgo, de Heidelberg y de Bonn. Su obra fundamental es Literatura europea y Edad Media latina (1948).

De este libro derivé mi creencia en la necesidad de un canon literario y mi fascinación por la cultura medieval. Leí así en E.K.Rand, Founders of the Middle Ages (1928) que sus héroes eran san Jerónimo, Boecio y la pareja que forman san Agustín y Dante. Rand pone énfasis en el permanente amor de Agustín por Virgilio, una pasión que llevó hasta el extremo de relacionar la imagen de Virgilio de una Roma terrenal en paz perpetua con la idea agustiniana de la Ciudad de Dios. En su libro más útil, Entre el pasado y el futuro (1961, ampliado en 1968), Hannah Arendt observa sagazmente que, para Agustín, “incluso la vida de los santos es una vida en compañía de otros hombres”. Cosa que no creyó Lope de Vega al escribir: “A mis soledades voy, de mis soledades vengo, porque para andar conmigo me bastan mis pensamientos”. Joven aún, Arendt escribió su tesis doctoral titulada El amor y san Agustín. Que apareció póstumamente en 1996. Separándose de su profesor (y amante), Heidegger, argumentaba que el amor agustiniano se basaba en la memoria y no en la expectativa de la muerte.

Agustín sigue siendo el teórico más profundo de la memoria que ha existido, al menos hasta la llegada de esos genios de la memoria, Cervantes, Shakespeare y Proust. Si el pensamiento y el amor se basan por igual en la memoria, como pasa en san Agustín, entonces la memoria, al examinarse a sí misma, asumirá nuevos pensamientos como una nueva interpretación del yo. Es la muerte de Funes el memorioso, de la gran ficción de Borges (1942), quien era incapaz de abstraerse de lo concreto.

Agustín nació en lo que hoy es Argelia en el año 354 a.C., hijo de romano pagano y de Mónica, una formidable católica, quien moriría en santidad. Ella soportó con paciencia las infidelidades de su marido y las herejías de su hijo, quienes luego se convirtieron al cristianismo. En cuanto a la invención del yo interior, Agustín alcanzó una sabiduría tan auténtica que me parece engañoso convertirlo en Lutero. Esencialmente literario y gran amante y divulgador de la poesía de Virgilio, Agustín se convirtió en el centro de la cultura romana en África y del catolicismo. Ni siguiera Tomás de Aquino ha sobrepasado a Agustín como pensador católico fundamental.

Aparte de sus enormes contribuciones a la teología, Agustín inventó la lectura tal como la conocemos hoy. No soy el único que contempla con tristeza elegíaca la muerte de la lectura en una época que celebra a Stephen King y a J.K.Rowling, la autora británica de la historia fantástica de Harry Potter, más que a Dickens o Lewis Carroll. Agustín fue el primer teórico y defensor de la lectura que busca una sabiduría fundida con una experiencia puramente estética y cognitivamente poderosa.

¿Cuál es, específicamente, la sabiduría cristiana de Agustín? Regresa al san Pablo que reza al Jesús crucificado como el poder de Dios y la Sabiduría de Dios”, pero para Agustín el poder y la sabiduría son uno: la paz perpetua (¿lo escuchó Kant?). Relaciona, como nadie, lectura, escritura y espiritualidad. Aun cuando no hubiera hecho ninguna otra aportación a ese campo, esta idea que relaciona la lectura, la escritura y la expresión del yo, le aseguraría un lugar duradero en la historia del conocimiento humano.

¿Pero es ésa toda la sabiduría cristiana de san Agustín de Hipona? No. Goethe, pagano y orgulloso, al menos proclama una especie de sabiduría que podemos obtener si nos unimos a él y renunciamos en parte a nuestros deseos. Cervantes y Shakespeare –Don Quijote, Sancho, Falstaff, Hamlet– también nos proporcionan la difícil sabiduría que esas figuras encarnan. Montaigne es inapreciable cuando nos dice que no estudiemos la muerte: ya la conoceremos lo suficiente cuando llegue. Agustín nos dice que debemos leer, pero que no esperemos iluminación.

Proust haya su fe en el arte, Agustín apela a Dios. La Ciudad de Dios. Agustín rechaza ir en busca del tiempo perdido, Proust lo busca y lo recobra. Uno no tiene por qué elegir entre ambos, lo mejor es leerlos con devoción, una estética, la otra espiritual. ¿Hay grandes diferencias? No lo creo. Proust ama las catedrales, el arte; Agustín ama a Virgilio y anhela la orilla más lejana, que él llama Jerusalén.


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