#CCS450Entrevista

Gerardo Zavarce: Hablar y actuar desde la ciudad

Fotografías de Mauricio López

21/12/2017

Si se asoman a sus cuentas en redes sociales verán que Gerardo Zavarce le hace honor a su apellido (es sobrino de Néstor Zavarce). Le gusta cantar, y es obvio que lo disfruta. Y se mueve en el mundo del arte como si estuviera dando una serenata: con soltura e intencionalidad. Hace diálogo con jóvenes artistas al igual que lo hace con el maestro Carlos Cruz-Diez. Eso no tiene que ver nada más con su faceta de curador de arte, que se ha movido en muy diversos espacios institucionales, públicos y privados, sino con su gusto por el contacto, por la reflexión, por la necesidad de conectar con lo diverso. Y esto lo hace tanto en la intimidad de un café como en un panel de especialistas.

Es licenciado en Artes por la Universidad Central de Venezuela, investigador y activo promotor cultural. Fue profesor en la Escuela de Artes, compartiendo conocimiento, tocando ámbitos como la sociología del arte o la estética. Fue quien se encargó del servicio comunitario de esa escuela, lo que le permitió establecer un puente directo entre la realidad cotidiana y lo que sucedía dentro del espacio académico. Le ha tocado desarrollar muchos proyectos en interlocución con comunidades e instituciones públicas. Actualmente es asesor y promotor cultural de la Fundación Arts Connection, y es cocurador del Anexo Arte Contemporáneo.

También es activista por una ciudad peatonal, por una ciudad cercana, sobre todo enfocada en los niños. Desde allí lo conozco.

—Qué nos dirías del rol institucional en relación con las comunidades y otros actores que intentan transformar la ciudad, transformar esta realidad social y urbana de desintegración, desconocimiento y repliegue.

—Siento la necesidad de trabajar muchísimo en propiciar, construir, conversar, sistematizar, difundir nuevos contenidos, en relación con la ciudad. Para mí hay una palabra clave, que además la acuña Alejandro Moreno: implicancia. Es decir, creo que más que una gestión, desde la perspectiva institucional, las propias instituciones deben propiciar y procurar una transformación desde la implicancia.

La implicancia es un modo de roce, una manera de compartir pero desde el campo, desde el lugar. Roce como fricción. La gente debe tocarse, contaminarse, compartir. Yo pongo siempre este ejemplo: cuando me tocó coordinar el servicio comunitario (de la Escuela de Artes) en la Universidad Central, me di cuenta que era necesario en el pénsum de estudio generar contenido donde los estudiantes pudieran trabajar estas perspectivas. El primer cuestionamiento era: tienes cinco años de carrera y nunca abordas el hecho de que al momento de graduarte vas a ir a trabajar al ámbito de la ciudad, vas a vincularte con la ciudad, vas a pensar la ciudad, pero que tienes que pensarla desde ella.

—Ya no a pensarla, sino hacerla desde el cuerpo.

—Exactamente. Habitar la ciudad, vivirla. Los estudiantes siempre me decían: “Pero, profesor, ¿cómo podemos llegar a la comunidad?”. Y la respuesta mía, que permanentemente me hizo reflexionar, era: “Yo no sé cómo llegan ustedes, yo les recomiendo que utilicen el transporte público, yo recomiendo que toquen la puerta y que utilicen una estrategia muy olvidada: el diálogo; yo les recomiendo que se imaginen que forman parte de la comunidad, que en realidad esta no es un ser ajeno, extraño. Aprendan a escuchar”. Entonces me di cuenta que les planteaba lo que señala Moreno: “Aprendan a implicarse”, desde el roce.

Es una estrategia, incluso personal. Cada vez que me toca abordar un proyecto, me guardo la credencial de la institución. Si me ofrecen transporte trato de evaluar si puedo prescindir de él. Porque cuando uno toma el transporte público, cuando utilizas el Metro, incluso cuando preguntas la dirección, comienzas, de alguna manera, a establecer un nexo, algo tan sencillo como aprender a llegar a esa comunidad. Yo creo que eso es importante en el rol institucional, generar esa sensibilidad.

Las instituciones públicas o privadas, las empresas incluso con el tema de la Responsabilidad Social Empresarial, que se están ocupando de temas de ciudad, temas de urbanismo, temas sociales, deben aprender a hablar desde un lugar de equidad, de tú a tú. Desde el intercambio simbólico de la palabra, de la manera más simple y más sencilla, porque regularmente las instituciones hablan desde el lugar del poder. Imponen, creen saber qué es lo que se debe hacer. Hablan desde un lugar de autoridad impresionante. Es decir, la idea no es trabajar para la comunidad, o hacia la comunidad, sino desde y con la comunidad. El tema prepositivo, allí, es vital.

—La percepción que tengo del arte público, en estos últimos tiempos, es que cuando tiene una escala generosa (a veces excesivamente generosa), no está vinculado a ese espacio público del roce, sino del que transita aislado en el vehículo. Las autopistas muestran una extraña faceta del Ministerio del Transporte, de ser curador de arte de la ciudad. Por contraste, en el espacio público cercano, impera una visión del arte público que no dialoga con el entorno y con la gente. ¿Cómo lo ves tú?

—Aplica igual: son políticas culturales enfocadas en implantar. Las intervenciones del arte, en primer lugar, debemos revisarlas en términos conceptuales, también en términos de factibilidad, de mantenimiento, de presupuesto. Debemos hacer de la ciudad un hecho dialógico, compartido, colectivo, donde puedan hablar muchas voces. Donde podamos entretejernos, implicarnos, hacer fricción quienes hacemos la ciudad. No solamente las empresas, no solamente las instituciones públicas dedicadas al arte, no solamente las alcaldías.

Creo que los especialistas allí tenemos un rol, además de responsabilidad. Es decir, tratar de establecer cuáles deberían ser las líneas, las referencias, evaluar las situaciones de hecho de la ciudad. Que las intervenciones de arte se asemejen a las maneras de construir de las propias fuerzas de la ciudad. No imponerse, no trasgredir, no generar un paisaje inhumano. Humanizar la escala y la función. Eso es esencial en relación al arte público.

En el caso de Caracas, por poner un ejemplo, necesitamos que las obras de arte cultiven el amor al lugar. No se puede hacer arte telegrafiado. No puede ser el deseo o el empeño de un artista en ver inscrita una obra donde se refleje su nombre o sus pretensiones estéticas. Se debe parecer a las dinámicas contemporáneas del lugar, y del lugar en su contexto.

—Dentro del lugar y de ese contexto, signado por el momento político, aparece un “arte” con la vocación de marcar ideológicamente el territorio. También está el arte, que sin tener clara vocación ideológica, se implanta por alianzas de poderes: el que pone el dinero, el que da el permiso para colocar la obra en el espacio público y el artista. ¿Hay otro movimiento emergiendo entre esas dos fatales tendencias en la ciudad?

—Sí, lo hay. Hay gente que está pensando en las intervenciones en los ámbitos comunitarios. Te puedo mencionar artistas que me interesan, por ejemplo, Juan Carlos Rodríguez, que tiene una manera de activar comunidades desde una perspectiva muy particular. Hay experiencias temporales en Maracaibo, como la Velada de Santa Lucía. La experiencia de El Calvario Puertas Abiertas, donde participo dialógicamente con otros actores que están pensando la ciudad. Yo creo que sí se está generando esa respuesta. De hecho, me generan un horizonte de esperanza muchas cosas que se han hecho o que se han pensado. Propuestas como las de Elisa Silva, o Ana Cristina Vargas, con Trazando Espacios Públicos. O las experiencias participativas de Miguel Bracelli y su Proyecto Colectivo en diversos espacios públicos.

Me parece importante que comencemos de una vez a trabajar en cómo revertir esas acciones impositivas sobre la ciudad. Yo creo que ese es el futuro cercano, próximo. Creo que la impertinencia política de muchas intervenciones en el espacio público nos llama en algunos casos a revertirlas, o repensarlas. A generar estrategias para al menos resemantizarlas.

—¿Te atreves a señalar algunas qué habría que revertir, desmontar?

—¡Cómo no, con mucho placer!: creo que el tótem que está en la plaza El Venezolano, por ejemplo. Es una intervención en el espacio público, un hito que se colocó allí, y no se pensó en su deterioro material, independientemente en que me pueda gustar o no.

—¿Puedes decir en qué se pensó con esa pieza?

—Creo que se pensó en generar una gran molestia visual, en generar una presencia impertinente en recuperar una sensibilidad neototalitaria, para utilizar una palabra mucho más sutil que neofascista, a la cual se asemeja. En recordarnos que se puede tergiversar y romper toda una lectura histórica y toda una lectura del contexto, incluso del paisaje. Creo que en eso sí pensó. Lo que no pensó es que cuando colocas una obra en la intemperie ella padece, ella se enfrenta a la naturaleza y a la contingencia del lugar. Se utilizó una pintura que no pensó la durabilidad, creo que no se trató la superficie para que el óxido no avanzara de manera acelerada, porque ya al poco tiempo es una obra envejecida, una obra desfasada, una obra que nos agrede.

—¿Eso nos facilita el trabajo, entonces?

—Sí, indudablemente. Creo que habrá que reflexionar sobre los usos de esas propuestas, que no fueron consultadas con nadie, que no dialogan con el paisaje urbano, que no dialogan con la dimensión arquitectónica, con el lugar, tampoco con la dimensión humana ni con la naturaleza.

—Para que la gente no crea que simplemente estás haciéndole la contra al arte oficial, ¿qué otras obras quitarías del espacio público de la ciudad?

—Lo que pasa es que la política oficial es la que ha tenido la posibilidad material de imponerse. Por ejemplo, las obras del Misterio del Transporte en la autopista son fatales, aunque algunas son de buenos artistas. Hicieron trabajos que se van a oxidar, se van a dañar. No van a contar con presupuesto para mantenimiento, como ya lo estamos viendo, como el tema de las pinturas, que ya está afectando. Pero, además, no entienden que había que privilegiar al peatón y no necesariamente a la movilidad automotora, que está colapsada. Si se coloca en contexto del siglo XXI, no se reflexiona sobre el cambio climático, sobre la necesidad de un racionamiento del consumo energético. Es una política que no propone ningún lineamiento. No tienen ni dos años y ya están descontextualizadas, además de envejecidas, deterioradas.

—Tú abogas por la temporalidad del arte público, no por su permanencia. Entonces la principal crítica no sería, ni siquiera, su durabilidad, sino la misma presencia de esas obras, que podrían ser sustituidas por procesos en vez de piezas.

—Así es, pensar las prácticas artísticas, no en los términos que tradicionalmente las hemos concebido, como una escultura o una instalación, sino más bien que generen un ambioma, una ecología cultural, que implica lo urbano como factor ambiental y los cuerpos en este espacio de interacciones. Una dinámica que se parezca a la ciudad en su forma de ser y de actuar. Las prácticas artísticas hoy giran hacia la experiencia, hacia la acción y además hacia una acción que se propone como horizonte permanente: una puerta que a su vez abre una puerta que a su vez abre otra puerta… no como una presencia constante e inamovible.

Creo que las dinámicas actuales apuntan hacia esa posibilidad, permiten trabajar sobre la ciudad desde otra mirada. Por ejemplo, en la interconexión de territorios, una propuesta estética que parta en un punto y termine en otro, que privilegie el caminar la ciudad, para una comprensión de esta desde el cuerpo. Vivir la ciudad como una coreotopia, como un movimiento más colectivo, que defienda una ciudad posible, la ciudad hacia donde nos dirigimos. Que haga uso de las nuevas tecnologías, incluso, que piense en aprovechar los dispositivos móviles para interactuar, para construir una narrativa de la ciudad participativa, cooperativa, efímera, que ocurre en la medida que uno la construye. Que genere redes, que se convierta en escenario de intercambio. Yo creo que ese es el tipo de práctica artística que la ciudad reclama.

—Me estás hablando de prácticas artísticas que trabajan contra la hostilidad, contra aquellas que suman hostilidad.

—Indudablemente, experiencias en contraposición a las prácticas de arte público en términos totalitarios, que no dan posibilidad de diálogo. Eso no quiere decir que estoy contra la presencia de obras de carácter permanente. Lo que quiero apuntar es que decidir sobre una obra que va a ocupar un lugar supone un ejercicio extremadamente complejo, que reclamaría la participación de especialistas en arquitectura, en urbanismo, en arte, especialistas en el tema de sustentabilidad financiera, especialistas en gestión urbana, y por supuesto la participación de la comunidad. Me parece que es un reto interesantísimo, que requiere una sensibilidad en torno a cuáles son los términos de referencia, los lineamientos, el espíritu sobre el cual vamos a decidir qué va a ocupar de forma permanente el espacio público. Pensar que algo va a durar los próximos 100 años exige esa mixtura de actores, esa sensibilidad.

—¿Tan importante como la decisión de implantar un sistema de transporte masivo?

—Absolutamente. No podría ser la norma manejar a la ligera los usos del espacio público para la instalación de obras. Debería ser un proyecto que convoque al diálogo al ciudadano común, a los especialistas, a las universidades, y que además sea transparente. Mientras más responda a este diálogo, uno puede intuir que va a ser una buena práctica de obra permanente en el espacio público.

—Háblame del grafiti. Suele verse institucionalmente y en algunas comunidades, como mera agresión al espacio, como vandalismo.

—Más allá de evaluarlo en términos de buena o mala práctica, a mí me gusta preguntar y preguntarme por qué se genera el grafiti. Y me gusta pensar que quienes concurren al espacio público a través de un gesto propiamente pictórico, o de otro tipo de intervenciones como las pegatinas, lo hacen como un reclamo de ciudad.

Yo creo que quienes ocupan roles sobre cómo pensar la ciudad, deberíamos estar muy atentos a lo que las prácticas del grafiti nos quieren decir. A mí me ha correspondido hablar sobre esto con algunos artistas y he llegado a esa conclusión. Salir de noche, arriesgarse, también es hacer y ganar ciudad. A una ciudad hostil que no propone espacios. Ciertamente es una trasgresión, pero una trasgresión que nos dice algo. Me parece que las políticas públicas, la acción cultural, sea independiente, mixta u oficial, debe reflexionar sobre ese hecho y posibilitar espacios. Con esto quiero decir que, honestamente, yo no condeno el grafiti. Para mí es siempre un llamado a que afine mi sensibilidad y trate de entender. Me convoca a una reflexión mucho más compleja, crítica.

—Normalmente quienes producen ese elemento visual en la calle son ciudadanos jóvenes. La ciudad no ha pensado espacios para mucha gente, como niños o personas mayores, pero sobre todo y casi de manera expresa no ha pensado espacios para la población joven. No hay propuestas para ellos.

—Además el grafiti es la conquista de la esfera pública para ese grupo etario, la manera de hacer una ciudad que se les ha negado. Para mí el Festival Internacional de Teatro de Caracas representaba eso, la ocasión para salir a la calle, para vivir la calle, incluso dormir en la calle para poder conseguir las entradas preferenciales estudiantiles. Sin ese festival, sin una serie de eventos, la noche está negada. Caracas ahora es una ciudad que no se ofrece al ciudadano de noche, una ciudad que te encierra hacia los espacios privados, hacia los centros comerciales.

Por el medio de la calle era uno de esos eventos.

—Exactamente. Debe haber acción cultural que abra esa puerta, que genere una alternativa. Yo creo que las intervenciones urbanas, el street art, el arte callejero, apuntan hacia eso, al menos a mí me gusta leerlo de esa manera.

—¿Sientes que hay algún ejemplo en esta ciudad de arte vinculado a ese roce, a ese movimiento de la persona por la ciudad? Te pregunto en general, pero sobre todo conociendo un espacio tan emblemático como el bulevar de Sabana Grande, que no se produjo en consenso, sino que implantó unas esculturas en ese espacio.

—En el bulevar de Sabana Grande se perdió la oportunidad de pensar las intervenciones de arte público de otra manera. Creo que no pensaron en función del peatón. De esa propuesta yo rescataría los parques de bolsillo, la idea de incorporar lo lúdico. Considero que se perdió la oportunidad de convocar a los diseñadores, a los artistas y a los arquitectos venezolanos para desarrollar propuestas mucho más interesantes que las que se implantaron, porque básicamente fueron equipos de catálogo, importados. Creo que perdimos, incluso, una gran oportunidad de incorporar una tradición de arte participativo, de arte lúdico, como el caso de Asdrúbal Colmenares o Gertrud Goldschmidt (Gego), que ya forman parte de la plástica en Venezuela, y que se pudo haber incorporado a ese gran espacio.

Creo que perdimos una excelente oportunidad para el rescate, desde lo sensible, del patrimonio, del sentido histórico. Por ejemplo, la rehabilitación histórica, la puesta en animación de la librería Cruz del Sur, por poner un ejemplo, donde participó un artista como Claudia Perna. Creo que perdimos una oportunidad enorme para una señalética dinámica, participativa. Creo que perdimos la oportunidad, además, de colocarnos en esta sensibilidad del siglo XXI, donde lo temporal y lo participativo juegan un rol importante.

—¿Se perdió del todo esa oportunidad?

—Creo que aún sigue latente, no solamente para el caso de Sabana Grande, sino para una política de tomar los parques del país y propiciar una convergencia de actores, para poder pensar qué mobiliario lúdico podemos incorporar. Esto es importante y urgente, porque necesitamos generar un alfabeto que nos permita vivir la ciudad desde una narrativa completamente distinta. A mí me ha tocado conversar con vecinos que cuando les proponemos rehabilitar algún parque dicen que mejor no, porque si lo rehabilitamos la gente lo va a utilizar, y si la gente lo va a utilizar, ellos se van a sentir expuestos a convivir o a compartir con seres extraños, que piensan que a lo mejor los van a agredir.

Cuando esa es la historia, cuando esa es la narrativa, nos damos cuenta de que estamos desorientados desde el punto de vista ciudadano. Entonces eso es un deseo, movilizarnos hacia, y hago el énfasis: recuperar el alfabeto. Es decir, comenzar a construir la nomenclatura, los códigos con los cuales vamos nuevamente a articular el sentido colectivo de lo público. Yo creo que estamos en ese umbral.

—Recuperar lo obvio.

—Honestamente, sí.

—Has traído a colación varias veces el tema de lo sensible. De hecho has trabajado en una propuesta de Pedagogías sensibles. Si hay un lugar para desarrollar o proponer una pedagogía de lo sensible, de la recuperación de ese alfabeto, de volver a mirar lo esencial, es en las escuelas. Pero pareciera que en las escuelas, en general, eso no está sucediendo. Alguna vez te escuché decir “ni un centro cultural más en la ciudad, las escuelas han de ser esos centros culturales”.

—Pienso, por muchas razones, que las escuelas están llamadas a erigirse en la referencia de espacios de aprendizaje de la ciudad. Cuando pienso la escuela, la pienso incluso como un faro. De “moral y luces” me gusta pensar las luces como un faro. Las escuelas deberían convertirse en ese gran espacio donde comenzamos aprender de la ciudad. Porque hay que transitar la ciudad para llegar a la escuela, ese es el espacio del aprendizaje.

Creo que las escuelas, no solamente en Venezuela sino a escala global, han priorizado el aprendizaje desde la razón y no desde el cuerpo. Creo que hay que experimentar desde el cuerpo en la escuela. En la escuela tenemos que experimentar desde lo sensible, y el arte juega un rol importante desde el punto de vista transversal para propiciar esto. Desde la música, las artes visuales, las artes del cuerpo.

Además que en la escuela podemos trabajar, obviamente, con los profesores, con los maestros, que son actores fundamentales, porque al final son quienes reproducen modelos o quienes tienen la oportunidad de generar un impacto real de transformación. Desde la escuela podemos trabajar con un concepto que se escucha mucho, que es el de la comunidad educativa. Hay que generar en la escuela una comunidad del aprendizaje, que se convierta en ese ambioma, donde pensamos el aprendizaje desde los espacios del aula, desde la calle que nos conduce a la escuela. Pienso que para la acción cultural no necesariamente debemos construir nuevas edificaciones, podemos aprovechar esos edificios que existen, para desde allí convocar a la comunidad y generar una comunidad de aprendizaje.

Los rayados peatonales, por ejemplo, la señalética para llegar a la escuela, las canchas, las aulas de clase. Tenemos que pensar en nuevos pupitres, una nueva manera de organizar la escuela, de espacios abiertos. Tumbar los muros de la escuela, para que permee hacia la comunidad. Un nuevo alfabeto pedagógico que es necesario cultivar. Hacer de esa escuela, ciudad.

—En los sectores populares, afuera, al lado de la escuela, casi siempre hay un botadero de basura. De alguna manera el muro hace posible la coexistencia con ese basurero. Como si el cerebro de la gente se dividiera en dos, entre lo que sucede afuera y lo que sucede adentro. Abrir el muro podría obligar a que el cerebro sea uno nuevamente. Ese mismo muro parece permitir que el malestar, la agresión latente, que vive afuera con libertad.

—Hay que tumbar los muros y la escuela tiene que ser una escuela faro. La escuela tiene que ser un espacio de proyección. La escuela, sobre todo en los sectores populares en Venezuela, y también en los sectores rurales, tiene un gran potencial. Quizás lo más difícil es convencer a los actores propiamente del ámbito escolar, del ámbito pedagógico, para superar el miedo de abrirse hacia lo que la rodea. Es un obstáculo material, pero también simbólico. Es un muro de la sensibilidad para entender la realidad. Por eso hay que tumbarlo.

Las escuelas se enfrentan a ese contexto, pero también hay suficientes ejemplos de buenas prácticas de aprendizaje. Como en la escuela Manuel Aguirre, de Fe y Alegría, en La Bombilla, Petare, que quiere convertirse en referente simbólico. Nosotros trabajamos con ellos en un mural, de la artista María Virginia Pineda. El muro persiste, pero queremos que ese muro le comunique cosas a la comunidad. El llamado es precisamente a convertir a las escuelas en esas referencias de arte público. Me encanta pensar policromías en las escuelas, convertir las fachadas en obras que comienzan a decirle a la ciudad lo que ocurre o que comienza a ocurrir allí adentro.

—Que la escuela, como espacio físico, sea el desencadenante de ese proceso de integración.

—Eso que ya es distinto, o que apunta a ser distinto, debemos propiciarlo y acompañarlo. Y eso que se proyecta hacia fuera, debe expresarse en las prácticas hacia adentro de la escuela. Creo que podría ser el inicio de una excelente política cultural, que la escuela se transformara en esa célula que comienza a reproducirse y convierte a la gran ciudad en un generoso espacio de aprendizaje, incluso para quienes niegan a la escuela. Vamos a aprender en la ciudad, vamos a aprender en las bibliotecas, en las canchas deportivas, en los parques, vamos a aprender en los edificios, en las calles, porque toda la ciudad es un espacio donde nos incorporamos a lo otro, a lo distinto. Tal vez la idea no sea “ni un centro cultural más”, sino que toda la ciudad sea una gran escuela, y ya.


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