Perspectivas

¿Es incurable la enfermedad del lenguaje político?

Mark Thompson. Fotografía de Ståle Grut / Wikimedia

26/01/2021

“Particularmente las amplias masas del pueblo solo se mueven por el poder del lenguaje”.

Adolfo Hitler, Mi lucha.

En un diálogo platónico de juventud, Sócrates pregunta al sofista Gorgias cuál es su oficio. Gorgias responde que él cultiva la retórica, un arte que tiene la capacidad de dominar a los demás. ¿Cómo? A través de la persuasión. Para triunfar en la sociedad, es necesario manipular tanto en los tribunales como en la asamblea, donde se deliberan asuntos políticos.

Con su aguda lógica, Sócrates obliga al sofista a aceptar que la retórica es una mera práctica, rebajando el rango de arte que le da su oponente y comparándola con la actividad culinaria, algo que solo complace a los sentidos. En consecuencia, la retórica busca agradar, pero no se propone mejorar moralmente a quien la ejerce o a quien la escucha.

Era convicción de Sócrates y de Platón que la retórica, como práctica de la manipulación comunicativa sin moral, conduce a la tiranía.

En esta línea de pensamiento, Mark Thompson, quien ha ocupado cargos directivos tanto en la BBC como en el New York Times, en su excelente libro Sin palabras ¿Qué ha pasado con el lenguaje de la política? (Barcelona, Debate, 2017), nos enumera una cantidad de pensadores clásicos que han testimoniado la conexión existente entre decadencia del lenguaje y la crisis política.

En su Historia de la guerra del Peloponeso, Tucídides postula un cambio en el lenguaje como factor de peso en la caída de Atenas. Debido a los excesos de la demagogia, la gente empezó a definirlo todo como le venía en gana, explica, y el “significado normal de las palabras” se vino abajo. Esto convirtió en disfuncional la democracia ateniente. De esa forma pasó por etapas de tiranía y anarquía.

También Catón el Joven, durante la Republica Romana, identificó el mal uso del lenguaje como causa subyacente de la conjuración de Catilina. De la misma manera, Thomas Hobbes, en la Inglaterra del siglo XVII, atribuyó la guerra civil a la batalla de términos religiosos que había destruido el terreno lingüístico común del que depende un estado ordenado.

Thompson no se queda en las lecciones de historia, pues la proposición fuerte de su libro se refiere al presente: vivimos “una crisis del lenguaje político” caracterizada por la mentira, el giro y la demagogia. Si bien es cierto que las denuncias sobre la corrupción del lenguaje político datan de la antigüedad, existen nuevas circunstancias excepcionales. Una de ellas es la emergencia de las redes sociales que, sometidas a algoritmos selectivos, fragmentan las argumentaciones y refuerzan las identidades tribales.

La plaga de los fanfarrones

Otra circunstancia especial es la extensión e intensidad de esta enfermedad comunicativa. Vemos, en diferentes países, cómo el lenguaje público está perdiendo poder y cómo se abre una brecha siniestra entre los gobernados y los que gobiernan.

Thompson hace un recuento de la decadencia del lenguaje político en el mundo anglosajón. La degradación comienza tímidamente con Ronald Reagan y Margaret Thatcher, se afianza con Tony Blair y se agrava con Sarah Palin, así como con el Breixit. Aunque el gran final está reservado para Donald Trump.

Thompson resalta dos características de la retórica desmesurada y antipolítica de Trump. La primera es el culto al simplismo. De ahí deriva su desprecio por la complejidad y su sospecha sobre todos los que creen en ella. La segunda es su odio a la corrección política. Thompson afirma que Trump recuerda a los personajes de la comedia clásica, como El militar fanfarrón de Plauto. Es tan caricaturesco que cuesta aceptar que es real.

Mark Thompson afirma que el discurso fanfarrón, desmesurado y antipolítico de Trump no es un caso aislado, pues es un fenómeno planetario en ascenso. Se ha convertido en moneda corriente la agitación política, el flagrante desprecio de la verdad, el coqueteo con el extremismo más desatado.

En tal sentido, como ejemplos, enumera a personajes tan disímiles como Berlusconi y Bolsonaro.

Todos los practicantes del estilo desmesurado presentan características comunes. Son enemigos de la argumentación sistemática y basada en pruebas, y tienden a exhibir ira y expresarse en vituperios.

Los tres mosqueteros de la retórica

Una tercera circunstancia especial es el predomino absoluto del “autenticismo”. ¿Qué es el autenticismo? Una enfermedad producida por un virus romántico que conduce a rechazar la hipocresía de los políticos profesionales convencionales, para sustituirlos por los improvisados antipolíticos que, supuestamente, dicen las cosas como son y que se parecen a nosotros.

Para describir la anatomía del autenticismo, Thompson nos recuerda los principios básicos de la retórica clásica. Aristóteles distingue, en el acto de elocuencia, tres elementos: el logos, el ethos y el pathos. El logos representa el respeto a la lógica que debe estar presente en la argumentación. Mientras que el ethos al carácter del orador que le brinda la autoridad a su discurso. Finalmente, el pathos es la emocionalidad de la audiencia con la que debe empatizar el orador.

En una ciudad bien ordenada, es decir, en un clima político de respeto donde se piensa primero en el bien común, debe haber un equilibrio entre estos tres elementos. Lamentablemente, este equilibrio es amenazado por las ambiciones políticas disfuncionales.

Thompson nos indica que, en la actualidad, ha ido ganando importancia la personalidad del orador sobre la argumentación. La supuesta franqueza del orador, la cual no es sinónima de sinceridad, le da licencia para encender las pasiones y apagar la razón. El populismo y los totalitarismos se nutren de las pasiones políticas, es decir, el miedo y el odio.

Si bien la retórica tiene por objeto la opinión, doxa, y no la ciencia, episteme, la democracia se resiente cuando la opinión se rebela contra la ciencia. Lo que sucede es que una opinión coherentemente democrática debe someterse a dos cosas, los principios éticos y la lógica de la argumentación, es decir, la verdad de las evidencias y la validez de los razonamientos.

Orwell: cuidado con las palabras

Aristóteles y George Orwell son los autores que tienen más influencia en el libro de Thompson. Si bien, Thompson toma de Aristóteles el modelo que le servirá para la crítica del lenguaje político, de Orwell adopta su denuncia sobre los lenguajes tiránicos que trasgreden el principio de no contradicción.

Desde los años cuarenta, Orwell venía advirtiendo que el lenguaje político está concebido para hacer que las mentiras parezcan verdades y el asesinato respetable. El lenguaje político se deteriora cuando la coherencia lógica es abandonada; en consecuencia, la verdad deja de ocupar el centro de los debates.

Para llevar a cabo esa distorsión, los opresores cuentan con dos instrumentos: las imágenes trilladas y la falta de precisión. Si se recurre a imágenes trilladas es porque no estamos pensando en forma original sino confiando en estereotipos. Mientras que la falta de precisión permite pensar en forma vaga. En La política y el idioma inglés, Orwell afirma: “Tan pronto se tocan ciertos temas, lo concreto se disuelve en lo abstracto y nadie parece capaz de emplear giros del idioma que no sean trillados; la prosa emplea menos y menos palabras elegidas a causa de su significado, y más y más expresiones unidas como las secciones de un gallinero prefabricado”.

Si bien la visión de Orwell es pesimista, no abandona la esperanza de una reforma. Orwell admitía que “debe reconocerse que el caos político actual está relacionado con la decadencia del lenguaje y que quizá sea posible efectuar alguna mejora empezando por el frente verbal”.

¿Hay remedio?

Abraham Lincoln advirtió en su conocidísima frase: “Puedes engañar a todo el mundo algún tiempo. Puedes engañar a algunos todo el tiempo. Pero no puedes engañar a todo el mundo todo el tiempo”. Pero es posible que sea muy largo el tiempo que se tome la gente para darse cuenta del engaño. ¿Cómo reducir ese lapso o, mejor aún, cómo evitarlo?

Thompson propone un nuevo tipo de discurso político que él llama «persuasión crítica». Sería «crítica» en el sentido de que se sometería conscientemente al escrutinio prudencial de su audiencia. Aconseja a los políticos: “Traten al público como adultos. Comparta algunas de sus ideas reales sobre política, incluidas las dolorosas y delicadas compensaciones que enfrenta».

La solución de Thompson supone recuperar la prudencia, la sabiduría práctica y, a partir de ella, restablecer el equilibrio retórico perdido: “devolver la salud a nuestro discurso público pasaría por empezar a reintegrar argumentación, autenticidad y empatía hasta formar un todo razonable”.

Es sencillo decirlo, pero no es tan fácil de hacer, pues implica una reforma en la educación de toda la sociedad. Sobre todo, se debe enseñar los principios éticos y las virtudes cívicas de respeto mutuo y de respeto a las instituciones democráticas. Esta es una lección para los políticos, los medios de comunicación, los intelectuales, y la población en general.

En resumen, Mark Thompson nos muestra cómo la Posverdad conduce a la Posdemocracia, la degradación de la república libre. Si la enfermedad se agrava, entonces podemos tener o guerra civil o dictadura. Las palabras no son solo palabras. Cuando la palabra abandona su vocación de significado compartido, es decir, su función de ser expresión de la racionalidad, entonces, se convierte en detonante de las pasiones políticas. Aunque Thompson no estudia el caso Venezuela, su investigación nos hace preguntar hasta cuándo estaremos sometidos a este subfilum de retórica.


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