Día del MaestroCrónica

El terrón

15/01/2018

 

Un día que Moreno lanzaba una pelota de goma contra el paredón, llegó Ponce y, sin avisar ni pedir consejo, la agarró en el aire, corrió en círculos dando saltos y gritó eufórico:

–¡Coleo!

Nadie respondió. Quitarle a Moreno Iriarte su pelota era tan insólito como arrancarle una hostia al cura en plena misa. Moreno se acercó caminando despacio y Ponce alargó la mano para devolver el botín, pero Moreno, sin siquiera ver la pelota, lo agarró con un pellizco por las costillas y giró los nudillos hasta hacer un torniquete de pellejo y algodón. Con cada vuelta de pulgar e índice a Ponce Salas se le abrían más los ojos y se le juntaban las orejas. Miró al suelo buscando entre sus pies una explicación al dolor ardiente y soltó tres suspiros cada vez con menos aire. Al sentirle una tos de asmático, Moreno lo apresuró a pedir perdón. Ponce hizo señas de ahogado con la cabeza. No podía hablar, necesitaba algo de tiempo para dominar la tos. Al rato, trató de zafarse con unos jalones, pero no podía mover los brazos ni los hombros por los calambres. Descubrió que con una rodilla en tierra sentía algo de alivio y podía respirar mejor, y por fin encontró fuerzas para mirar el cielo y llorar en paz. Mientras las lágrimas le salían sin gemidos trató de hablar abriendo y cerrando la boca, pero no lograba pasar de extraños chasquidos. Gracias a esos últimos intentos supo que la piel se le había entumecido y le dolía algo menos la zona del pellizco. Entonces sonrió con esperanza, como si terminara una actuación, y logró pedir perdón y soltar la pelota.

Ya libre, se fue solo a un grifo, se quitó la camisa y estuvo el resto del recreo echándose agua fría en el costillar. Al día siguiente nos dejó ver la huella de su triste lance. Más cerca del sobaco que de la barriga había un pezoncito podrido con grietas en espiral. A partir de ese día lo llamamos “Tres Tetillas”.

El profesor Urmeneta había expulsado de clase a más de medio salón; unos por bostezar, otros por golpear el sacapuntas contra el pupitre, cruzar las piernas o tener la franela afuera. Había sacado incluso a Paúl, el mejor de la clase, por hacer ruido con la hebilla del bulto.

Moreno se le quedaba mirando con sincera admiración. Reconocía en su profesor de matemáticas una inteligencia superior. Una mañana, a mediados de abril, Urmeneta le gritó de improviso:

–¿Qué tanto me ve?

Sorprendido, Moreno abrió más sus ojos aún dóciles, pero al segundo grito de Urmeneta ya todo había cambiado.

–¿Y qué le pasa que no pestañea? –insistió Urmeneta.

Todos nos quedamos esperando a que los párpados cubrieran sus ojos brillantes de lince. Urmeneta le dio medio minuto, antes de decirle con asco:

–Fuera de clase… Y no vuelva hasta que me quite esa facha de robot.

En los bordes del estacionamiento, la lluvia había ido excavando surcos y pequeñas cuevas en un talud de tierra. No había mejor sitio para conseguir bachacos culones y ponerlos a pelear en cajas de fósforos. Moreno se pasaría lo que quedaba de clase buscando un arma propicia para vengarse. Entresacó un taco firme de tierra roja que comenzó a tallar. A partir de ese día, se las pasaba con las manos metidas en el cajón del pupitre dando a su terrón la forma y la escala de una pelota de beisbol. La acariciaba con devoción y cada tanto le rociaba saliva para conservar la humedad y la tersura.

El enfrentamiento ocurrió una tarde en que Urmeneta nos estaba explicando el teorema de Pitágoras. Mientras borraba con su pañuelo azul las imperfecciones de su dibujo en tiza, Moreno sacó la esfera perfecta, reluciente con el manoseo; se plantó al lado del pupitre y representó con calma y elegancia los inicios de un lanzamiento que nos resultaba inconcebible. Ignorante a lo que se avecina, Urmeneta mascullaba de cara al pizarrón al no lograr darle vuelta a un tornillo oxidado en su compás de madera. Fue entonces cuando desde el fondo del salón partió la pelota rauda y veloz, silbó en el aire sin deshacerse y explotó justo en un triángulo isósceles formado por las dos varas del compás y la camisa blanca arremangada hasta el codo.

Vibró el pizarrón y el salón entero mientras el terrón se convertía en una neblina rosada de la cual brotó Urmeneta con los pelos rebatidos y polvorientos. Se cuadró estupefacto frente a la clase entera, listo para el combate y apuntándonos con la punta del compás. Al mismo tiempo, Moreno se había montado en su pupitre y colgaba con medio cuerpo afuera en una de las altas ventanas basculantes del salón. No entendíamos su esfuerzo, pues no había tiempo ni espacio para escaparse. Fue entonces cuando gritó con la apostura de un vigía en plena tempestad:

–¡Allá va profesor!… ¡Tiene camisa amarilla!

Moreno corrió hasta la puerta de la clase y le hizo señas a Urmeneta, quien todavía jadeaba entre furioso y aturdido, pero, apenas entendió qué le proponían, enfocó la mirada, le volvió algo de color a las mejillas y, siempre con su enorme compás, partió lanza en ristre rumbo a la persecución más larga e implacable en la historia del colegio.

Todavía flotaba en la clase el aura del terrón, cuando ya apiñados en las ventanas divisamos a Urmeneta corriendo a lo lejos con las largas zancadas de los gigantes en los cuentos. Siempre adelante, le señala el camino el veloz Moreno. Para ajustarse al espigado tempo de su profesor, corre a media máquina sobre las puntas de los pies y mueve sus brazos fibrosos remando suavemente el aire con las manos.

El colegio ofrece mil escondites, Moreno los conoce todos. No importa dónde se haya escondido el culpable, tarde o temprano lo encontrarán. El profesor y su alumno intercambian ideas y corazonadas en los cruces. En una esquina aguardan agazapados, luego Moreno sube a un árbol y otra vez cree divisar a lo lejos la mancha fugitiva de una camisa amarilla. Intentan carreras desbocadas tras pistas que resultan falsas. Suben hasta los galpones de los autobuses. Cruzan por entre las casitas de Villa Loyola. Interrogan sin amabilidad a las monjas. Revisan bajo la tarima del salón de actos a la luz de un fósforo. Remueven las gaveras de refrescos en el depósito de la cantina. Buscan tras los pipotes de basura.

Al descansar, conversan de otros temas mientras Urmeneta se enardece y renueva sus fuerzas al sentir el polvo del terrón disuelto en sudor desde la calva hasta el cuello. Una y otra vez agradece el tesón de su alumno, la abnegación, pero en los últimos tramos ya no es el mismo. Al correr se tropieza hasta con el ruedo de su propio pantalón. Se queda rezagado; no atiende las señales ni comprende las ingeniosas tácticas de su guía. Al llegar al portón de salida, explica con señas que ya no puede continuar y se sienta en una piedra grande bajo un árbol de cachitos. Allí se baja las medias y comienza a sobarse las varices de los tobillos hinchados. Cada tanto, se hunde una mano en la boca del estómago para calmar los pálpitos de su vieja úlcera. Trata inútilmente de escupir. Las cejas no aguantan nuevos chorros de sudor que ahora entran de lleno en los ojos, como si llorara al revés. Sabe que con media hora más de carrera hubiera muerto asfixiado. Entre espasmos le pide a Moreno que vaya a la cantina y le traiga un vaso de leche. Cuando ya se marcha el obediente alumno, logra gritarle entre las bocanadas de su enfisema:

–¡Hijo!… ¡Con el vuelto se compra un refresco!

Mientras Moreno retorna con el vaso de leche hasta el tope, suena el timbre de salida. Logra caminar sin derramar una sola gota rodeado del tropel que brota de todas las clases. Al llegar al árbol de cachitos ya no hay nadie sentado en la piedra, que ahora luce como un trono abandonado.

Cuando el portero termina de abrir el gran portón de hierro ya está formada la cola de las camionetas que salen cargadas de niños. Inmóvil y aún sosteniendo con buen pulso el vaso de leche, Moreno advierte que lo señalan y saludan como a un héroe desde las ventanas de los carros; no sólo sus compañeros de clase, también los niños de otros salones y hasta madres y choferes. En ese momento siente por primera vez miedo. Trata de beberse la leche, pero tiene la boca demasiado seca y decide derramarla entre las raíces del árbol. Observando la fealdad del barro cremoso, entiende que pronto lo expulsarán del colegio. Su venganza ha sido casi perfecta, pero falló al no tomar en cuenta ese afán de celebrar la valentía que tenemos los cobardes.

***

Este texto fue publicado originalmente en Prodavinci el 15 de enero de 2013.


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