Literatura

El realismo de Boccaccio y Maquiavelo

La historia de Nastagio Degli Onesti: el banquete en el bosque de pinos, por Sandro Botticelli

21/04/2018

Justo en 1300, Dante, en el exilio, se dedica a la magna empresa de componer su Commedia, desarrollo supremo y último del rico imaginario del medioevo. El dilatado proyecto debe leerse como un atlas de la cultura del período, con sus imágenes, sus fantasmas, sus horrores, vicios y pecados, escatologías y, también, dones y virtudes. Hacia 1313, cuando nace Giovanni Boccaccio, no lejos de Florencia, el poema de Dante está en pleno proceso, todavía está por terminarse la topografía celestial pero para el observador atento los cambios, que venían presentándose desde hacía años, ya eran evidentes. A simple vista, la transformación más profunda ocurría en la fisonomía de las ciudades, cada vez más grandes, cada vez más pobladas por gente cansada del campo, cada vez menos dependientes de la gravitación de la iglesia. Los hombres hablaban menos con Dios y preferían hacerlo con otros hombres, viajeros y vecinos incorporados a un modo de producción que venía a sustituir el esclavismo ancestral. Ahora no era la posesión de tierras y castillos lo que importaba; la nueva economía preferiría el dinero, la acumulación. En el año marcador de 1252, se había acuñado en Florencia el florín de oro, la moneda que circularía por toda Europa como medio de expansión e intercambio de los comerciantes florentinos. Los tiempos del feudalismo milenario eran superados en el centro-norte de Italia y pronto lo serían en el resto de Europa. Las viejas dinastías eran desplazadas por los apellidos de los señores del dinero: Pazzi, Bardi, Rucellai y, poco más tarde, los Medici. En sus inicios, y es la naturaleza de su condición, la economía del capital no estaba exenta de riesgos al no contar aun con las garantías de aseguradoras y reaseguradoras que no se habían formado. Uno de los casos más conocidos es el de la familia Bardi, en bancarrota ante el ¨default”, por la gigantesca deuda impagada de novecientos mil florines de oro, en el que incurrió el rey de Inglaterra, Eduardo III. De la escandalosa ruina serían salvados los Bardi gracias a la intervención del “nuevo rico¨ Giovanni Medici, interesado en la hija de Bardi para su hijo Cósimo.

Boccaccio escribió su Decameron, un conjunto de cien cuentos, narradas, un modelo que aprovechó el inglés Chaucer, por siete damas y tres caballeros, durante el tiempo de la feroz peste negra de 1348, que causó más de cien mil víctimas mortales sólo en Florencia. En su Introducción, Boccaccio se refiere al terrible mal con una precisión y realismo que son una de las fuentes de la literatura moderna. De Boccaccio a Defoe a Camus. A su lado, con la excepción del mismo Chaucer, toda la literatura contemporánea suena a “siglo pasado”, con la fantasía de sus aventuras y su respeto por la religión. Se trata del realismo que, aplicado a la política, vamos a encontrar en Maquiavelo y su Príncipe. Asistimos al propio nacimiento de un estilo que, en el siglo XIX, será emulado por los grandes realistas como Balzac, Flaubert, Zola, Maupassant, Tolstoy, Chejov o Pérez Galdós y Dickens. Boccaccio fue testigo de la epidemia y sus descripciones tienen la tensión de la mejor literatura periodística:

A la gran multitud de cuerpos mencionada que llegaba a cada
iglesia cada día y casi a cada hora, al no bastarle la tierra
sagrada de las sepulturas y al querer, sobre todo, darle
a cada uno un lugar propio según la antigua costumbre, como
todo estaba lleno, por los cementerios de las iglesias se les
hacían fosas enormes en las que se metían a los
que llegaban a centenares, y apilándolos como se cargan
las mercancías de los barcos por estratos, los recubrían
con poca tierra hasta que se llegaba a borde la fosa.

Boccaccio escribió su gran libro en el mismo “vulgar” de la Divina Commedia, afirmando las bases del italiano moderno. Todo es novedoso en el Decamerón, la estructura, el lenguaje, la forma, los asuntos y, no menos, sus protagonistas, más cercanos al Mercader de Venecia que a las figuras de la literatura tardo-medioeval como El caballero verde o los héroes de la saga arturiana. Los personajes de las historias de Boccaccio, son comerciantes, mercaderes, usureros judíos y cristianos, damas licenciosas sirviéndose de las más enredadas maniobras para terminar en los brazos de sus fogosos amantes. No tiene nada de raro que la modernidad de estas historias haya animado a los directores de cine a utilizarlas como el tema de sus cintas, Passolini es sólo uno de ellos. En alguno de sus libros, el filósofo francés Etienne Gilson, insinuaba que el Renacimiento era una Edad Media sin Dios. Si esto fue así, todo comenzó en aquella Florencia de Boccaccio en la cual las transgresiones a la ley divina no eran seguidas por el necesario arrepentimiento y propósito de enmienda. Y donde las jóvenes esposas de algunos cuentos temen menos la “ira de Dios” que la de sus cornudos maridos.

Aunque no recuerdo que lo reconozca, a pesar de su admiración por el gran narrador, no es aventurado señalar que la voluntad realista de Boccaccio, tal como la expuso en su descripción de la peste de 1348, está en el origen de la actitud de Maquiavelo frente a cuestiones tan resbaladizas como el papel de la Fortuna de príncipes y hombres comunes. Se trataba de una de las variables más influyentes en la cosmología del hombre tardo-medioeval y proto-renacentista, y que el secretario de la cancillería florentina reinterpretó para sus contemporáneos. Que Boccaccio haya introducido el realismo en la literatura, y que la economía del dinero haya desplazado al régimen feudal, no garantizaba, necesariamente, que todos en Italia, para no hablar de Europa, participaran de esta indetenible modernidad. No se dejaba de ser medioeval tan fácilmente. Mil años de cultura acumulada después de la caída del imperio romano no se superaban de una primavera a la otra. Lo que resultaba claro para Maquiavelo, Alberti, Ficino y otros ingenios encargados de la fundación del Renacimiento, no lo era para todos los privilegiados ciudadanos de Florencia. Es lo que explica la insurgencia de Savonarola y su puritanismo precoz y feroz que, durante pocos pero terribles años, instauró una teocracia a orillas del Arno. Afortunadamente (Cassirer) no contaba Savonarola con las armas que lo apoyaran a lograr sus objetivos.

Si fue Boccaccio el primer gran realista en la literatura, Maquiavelo lo fue en la política. Su Príncipe, más que un tratado, es un manual, tipo Mecánica Popular, para el gobernante que quiera mantenerse en el poder. No fue el primero en escribir un libro de esta naturaleza, por supuesto. Su antecedente más ilustre fue Platón. Sin embargo, como recuerda Ernst Cassirer:

Aquí aparece la diferencia esencial e indeleble entre la techné
de Platón y el arte dello stato de Maquiavelo. La techné de Platón
no es un arte en el sentido de Maquiavelo; es un conocimiento
(episteme) basado en principios universales. Estos principios
no son solamente teóricos, sino prácticos; no sólo lógicos
sino éticos… El arte de la política de Maquiavelo estaba destinado
y se ajustaba igualmente al estado legal y al ilegal. (El mito del estado)

No hay una ética política en el sistema maquiaveliano: “Los juicios de Maquiavelo son todos políticos y no morales. Lo que resulta censurable e imperdonable en un político no son sus crímenes sino sus errores” (Cassirer). El realismo que Maquiavelo hereda de Boccaccio era el instrumento ideal para expresar su Weltanschaung, su visión del mundo, que tenía como premisa su profundo pesimismo antropológico: todos los hombres son malos por naturaleza. Y no sólo lo insinuó e manera reiterada en el Príncipe, sino en los más republicanos y democráticos Discursos sobre la primera década de Tito Livio”, donde advierte sobre esta nefanda peculiaridad de la naturaleza humana: “Aquel que quiera fundar un Estado y dotarlo de leyes, debe tomar en cuenta, primero que nada, que los hombres son malos, y dispuestos a desplegar su maldad cada vez que tenga la oportunidad”. Para ilustrar su concepción del hombre, escribió Maquiavelo una comedia, La mandragora que lo haría conocido en el Renacimiento. Este pesimismo que, de manera apresurada, fuese cuestionado por Rousseau, es una de las razones de la popularidad de Maquiavelo a todo lo largo del siglo XX, y un poco antes, a finales del XIX. Unanimidad no siempre compartida y que fuera desconocida durante los tiempos de la Ilustración, con su fe en las potencialidades de la racionalidad. Y de tal manera fue así, que en ese brillante compendio de la ideología del XVIII, que son las Conversaciones con Eckermann, Goethe no menciona al autor del Príncipe. Fue con el romanticismo que las dudas comenzaron a surgir sobre la innata bondad de los seres humanos. Y ya en el XX, con razones sobradas, se regresó a una visión negativa del hombre, y sus escritores acudirán a las más extravagantes metáforas para expresarla. De acuerdo con Kafka, el hombre como Gregorio Samsa, puede, y debe, ser emulado a un insecto. Mientras que para Beckett la verdadera residencia del hombre en la tierra es un pote de basura; un ser tan abyecto, como sugería Camus, que no lo conmovió ni la muerte de su madre. De modo tal que no habría exagerado William Faulkner cuando lo llamaba mono degenerado”. Pocos autores fueron tan estudiados en el XX como Maquiavelo. Y, aun cuando el siglo nunca contó con un hombre de la altura del autor de Fausto, no es difícil encontrar referencias al florentino en la obra de los mejores pensadores de nuestro tiempo. No obstante, nuevos pensadores tratan, en este XXI, de actualizar el ideal roussoniano. El hombre no sería tan malo después de todo. Bastaría con lograr una sociedad justa para que las potencialidades creativas del hombre se desplieguen con esplendor. Las posibilidades de realización pasan por un imperativo: solo, y únicamente, a través de la cultura y su difusión puede el hombre superar sus innatas pulsiones negativas. Como recordara recientemente la profesora Susana Tamaro en un trabajo para Il corriere della sera, “La misteriosa complejidad del ser humano se desarrolla solo a través de la transmisión del saber. Un saber que no es ningún condicionamiento, sino la vía prioritaria hacia la libertad de la persona”. El realismo de Boccaccio y Maquiavelo es un instrumento poco menos que imprescindible a la hora de diseminar la cultura y la belleza, ese alimento único del espíritu cada vez mas marginado en el mundo enrarecido de la técnica.


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