LiteraturaApuntes sobre "Di su nombre"

El lugar de las apariciones

13/01/2018

Detalle de portada del libro Di su nombre

La mujer que amé se ha convertido en fantasma.
Yo soy el lugar de las apariciones”
Cuento de horror. Juan José Arreola

Interrumpida por la muerte, cualquier historia de amor puede convertirse en una historia de horror. Uno de los efectos de esa fatalidad, siempre que haya alguien que pueda y sepa contarla, es la narrativa del duelo: el lugar de las apariciones. La novela Di su nombre (Say her name, 2011) del estadounidense Francisco Goldman —publicada en español en 2012 por la editorial mexicana Sexto Piso con traducción de Roberto Frías— es una historia de amor y de horror de la que resulta imposible salir ileso.

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Aura Estrada y Francisco Goldman se casaron en México en 2005. Dos años después, mientras nadaban en una playa de Oaxaca, una ola golpea a Aura con fuerza ocasionándole heridas mortales. Ella había nacido hacía treinta años en Guanajuato, realizaba un doctorado en la Universidad de Columbia y era una promesa de las letras mexicanas. Él, hijo de un judío de origen polaco y de una guatemalteca católica, era ya en ese entonces un escritor respetado en el circuito literario norteamericano. Se llevaban más de veinte años de diferencia, pero ambos se sentían afortunados de haber sincronizado sus vidas según los cuadrantes de la literatura, y construido en poco tiempo esa difícil arquitectura que es la pareja humana. Di su nombre es la estremecedora reacción narrativa de Francisco Goldman frente a esta tragedia y, también, su respuesta a la acusación de su suegra, Juanita, quien lo culpó injustamente de la muerte de su hija. Pero es, sobre todo, la reconstrucción de la vida de Aura elaborada desde —y, en buena medida, contra— el dolor de haberla perdido. Una escritura que es, a un tiempo, el delirio de una memoria destrozada y una conmovedora carta de amor que nadie quisiera escribir.

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Toda escritura es la marca de una ausencia, (re)presentación de ideas, objetos, sensaciones, hechos, personas. La escritura se tiende como un puente entre las cosas y el lenguaje que las nombra. Pero cuando lo que se nombra es la pérdida fatal del ser amado, el puente se transforma en un deseo metafísico: que la muerte regrese lo que se ha llevado, que la escritura sea esa materia suspendida donde aún respira, pueda respirar, imaginariamente, lo perdido. Escribir para recuperar. Para resucitar. Escribir contra la muerte. Para que la muerte no tenga la última palabra. “Me aterra perderte en mi interior”, le dice Goldman a una Aura que ya no puede escucharlo. Todos somos olvidables, a menos que exista una memoria que se empeñe en contradecir ese destino. El arte es una memoria de largo alcance.

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La palabra duelo tiene la doble acepción de dolor y combate. Ambas nociones se complementan como las caras de una cinta de Moebius. El duelo viene a ser un dolor que se combate, lacerante lucha entre el olvido y la memoria, entre la resignación y la indignación, entre el anhelo de reinsertarse en la mecánica de la vida y las ganas de morir para aspirar al reencuentro con el amor ausente. El doliente extremo se debate entre volver a la vida o salir de ella, porque su existencia se sitúa, o más bien se revuelca, en esa frontera atormentada en la que no se está ni vivo ni muerto: se está, más bien, hundido en el pantanoso sufrimiento de no pertenecer a ninguno de los dos ámbitos. “Cada hora, un paso hacia ti”, es la frase de “Exequias por su esposa” de Henry King, que Francisco Goldman evoca como una promesa de reunión ultraterrena. Su muerte como la meta a alcanzar: el reencuentro con Aura.

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En H de Halcón —otro libro sobre la pérdida, Helen Mcdonald recuerda que la palabra inglesa para duelo es bereavement, proveniente del término medieval bereafian, que significa “desposeer algo, arrebatar, aprehender, robar”. ¿No es esa una de las profundas, arquetípicas aspiraciones de la narrativa del duelo? Orfeo descendiendo a los infiernos para arrebatarle, con su canto, el alma de su amada Eurídice al reino de los muertos. La historia de la literatura da cuenta de las diversas reapariciones de Eurídice en la escritura sobre los amores ausentes: Beatriz Portinari en la Divina Comedia de Dante, Isabel Freyre en las églogas de Garcilaso, Virginia Clemm en los relatos de Poe, Leonor Izquierdo en los poemas de Machado, Elena de Obieta en el Museo de la Novela de la Eterna de Macedonio Fernández… Eurídice, enigma de un más allá cuya inasible presencia adquiere plenitud en virtud de la palabra poética. Todo canto, todo cuento compuesto desde esa fatal privación activa el mítico deseo de sustraerle a la muerte lo que esta le ha robado a la vida. Goldman está consciente de pertenecer a ese linaje órfico de la literatura donde la vida y la muerte se enfrentan en el escenario de las palabras. “Desciendo en los recuerdos como Orfeo —afirma su narrador alter ego—, para traer a Aura de vuelta a la vida un momento, ese es el desesperado propósito de esos pequeños ritos y de esas inútiles recreaciones mías”.

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En un pasaje del libro, Goldman recuerda estos versos de Borges: “¿Quién es el mar, quién soy? Lo sabré el día / ulterior que sucede a la agonía”. Y luego agrega una pregunta que reproduce una de las sombras que atraviesa su existencia: “¿Acaso soy yo la ola?”. La sombra de la culpa.

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La obra de Borges gravita en toda la novela como un satélite de simetrías y contrastes. Los personajes recuerdan sus frases —es uno de los autores que Aura estudia en la universidad—, pero su referencia se revela también como signo de un significado más profundo. Tal vez porque no hay obra que haya llegado más lejos en la reflexión sobre el olvido y la memoria que la del escritor argentino. Recordemos que uno de los mejores relatos sobre el duelo es de su autoría: “El Aleph”, historia en la que el personaje Borges, desde las primeras líneas, acusa el paso del tiempo como una amenaza al recuerdo de su amada Beatriz. “La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita. Cambiará el universo pero yo no, pensé con melancólica vanidad”. Su posterior descubrimiento del asombroso Aleph en la casa de la calle Garay sugiere que ese objeto mágico reproduce, a escala infinita, la presencia absoluta del ser amado. Luego de haber observado la insoportable totalidad del universo —metáfora posible de la imposible Beatriz—, el personaje teme que ya nada en el mundo lo sorprenda, aunque poco después advierte, felizmente, que “al cabo de unas noches de insomnio, me trabajó otra vez el olvido”. El olvido como supresión y superación del recuerdo desdichado: cura para esa memoria donde la mujer equivale al universo.

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Pero Goldman no quería curarse. Ni que el olvido operase en él como una traición al recuerdo de Aura. “El libro —confiesa en una entrevista hecha por Javier Moro Hernández— fue, en cierta manera, una antiterapia porque fue rechazar el proceso de soltar, rechazar el proceso de dejarla ir. Yo no quería dejarla ir y estaba muy mal, fui diagnosticado con síndrome de estrés postraumático, con episodios psicóticos menores, que fueron las alucinaciones. Yo rechazaba los medicamentos porque decía que tenía el deber de vivir esto, todo, no quería tomar el camino corto… exprimir todo lo que tenga que exprimir de esta experiencia y creo que esta es una de las cosas más importantes que tiene el libro, que no es sobre el duelo sino que es una expresión del duelo mientras lo estaba viviendo”.

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Fotografía de Rachel Cobb

De manera que Di su nombre registra el empecinamiento de Francisco Goldman en ser una especie de Funes en cuya memoria solo cabe el universo de imágenes infinitas de su esposa Aura, su íntimo Aleph. Aura reaparecida en el tremedal de sus alucinaciones, sentada en un extremo de su cama, en la silla de viaje de la escalera de incendios, flotando en el follaje de un árbol cuyo tronco él besa y acaricia al pasar. Aura caminando por las calles de Nueva York, de Ciudad de México, de París. Aura en los lugares que recorrieron juntos y en los que pensaron visitar alguna vez. Aura comiendo en el Café Le Roy y en Katz’s Delicatessen. Aura estudiando en la UNAM, en Columbia, en Hunter College. Aura sonreída en las fotografías y videos de su boda, o respondiendo con voz ronca en la contestadora telefónica. Aura en el altar armado por sus amigas. Aura en los guantes, sombreros y bufandas que siempre extraviaba. Aura en los olores y en los silencios de la habitación en Brooklyn, en los empinados bambús del apartamento de la colonia Escandón. Aura en el tostador de Hello Kitty, en la máquina de helados Cuisinart, en el champú de té y menta. Aura en el vestido de novia frente al espejo de marco barroco, en el edredón multicolor, en el anillo de compromiso y en los aros de matrimonio que su esposo lleva colgados en el cuello como talismanes. Aura en los versos de Herbert, de Auden y de Yeats, en las canciones de Dylan, los Beatles, Soda Stereo, Björk y Belle & Sebastian. Aura en los capítulos de Seinfeld, en los libros de Bolaño y de Onetti. Aura en sus diarios, en sus manuscritos, en sus borradores guardados en la laptop que dejó encendida a la orilla de la playa. Aura en los amigos en común, en su familia, en sus profesores, en sus exnovios. Aura proyectada en la posesiva amistad de la madre y en la misteriosa ausencia del padre. Aura en los sueños, en la duermevela y en la vigilia. Aura en el increíble pasado y en las ruinas del futuro. Aura como un presente absoluto. Pero, sobre todo, su figura detenida en la irremediable imagen de la playa de Mazunte, cuando la ola la sacude con fuerza y la quiebra para siempre ante los ojos aterrados de Francisco Goldman, transfigurado, desde ese momento, en el inconsolable lugar de las apariciones de Aura Estrada.

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Y sin embargo, el duelo es una lucha donde habitan las contradicciones: “Quizá sobreestimamos la memoria. Quizá es mejor olvidar. Denme el Proust del olvido y lo leeré mañana”, escribe Goldman burlándose de su propia empresa. Una fisura por donde se cuela la idea de la literatura como aprendizaje para nombrar el adiós y anudar los filamentos de la memoria y el olvido. Lección del psicoanálisis: contar para suturar.

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El significado prístino de la palabra Aura es viento suave y apacible. Término latino que deriva del griego ayra: soplo del aire, aura, viento. En la mitología griega, Aura, encarnación del viento, es hija de Peribea y del Titán Lelanto. Dioniso se enamoró de ella, pero le era imposible alcanzarla debido a su velocidad y ligereza. Entonces Afrodita, para favorecer al dios, la hizo enloquecer y concibió dos hijos gemelos con Dioniso. Presa del delirio, Aura mató a uno y se arrojó a un río, por lo que Zeus la transformó en fuente. Aura, ser de aire transmutado en agua… Fatídicas coincidencias que extreman el significado de los nombres. Pero, ¿no es el acto de hilar imágenes, metáforas, correspondencias, un pretexto para hallarle algún sentido a lo incomprensible? ¿Intentar decodificar el destino humano en las palabras puede servir para algo más que no sea enhebrar conjeturas, o, en el mejor de los casos, edificar hermosos artificios? ¿Puede el misterio de la muerte hallarse en las premoniciones simbólicas, en las articulaciones míticas, en las raíces etimológicas, imaginadas como jeroglíficos para descifrar en retrospectiva el inevitable camino hacia la desgracia?

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Francisco Goldman: “Necesitamos la belleza, para iluminar incluso aquello que nos ha destrozado… No para ayudarnos a trascender o transformar esa pena en algo más sino primero y sobre todo para ayudarnos a verla”. Para ayudarnos a verla. Es suficiente.

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“Quiéreme mucho, mi amor”, le dice Aura a Francisco cuando presiente la mortal gravedad de sus heridas, poco antes de morir en un hospital de Ciudad de México. Cada palabra de Di su nombre es el cumplimiento de esa amorosa solicitud, cuya demanda trasciende las páginas del libro, la vida de su autor, y se adentra, como una transfusión de inolvidable belleza, en el corazón de los lectores.

 


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