Perspectivas

Dos caras de la medalla: demasiado cansados para correr

Imagen de Kokichi Tsuburaya en los Juegos Olímpicos Tokio 1964, que registra el momento en el que está a punto de ser alcanzado por Basil Heatley. El atleta británico se llevó la medalla de plata. Fotografía tomada de la cuenta oficial @Tokyo2020

03/08/2021

Se dice que estas olimpíadas de Tokio 2020 (pero celebradas en 2021) son las más extrañas de la historia: eventos sin público, con los atletas obligados a portar tapabocas excepto cuando están en competencia, sin la participación de Rusia, pues ha sido oficialmente suspendida por casos de dopaje (sus atletas pueden representar al Comité Olímpico Ruso, pero cuando ganan medallas de oro en vez del himno ruso se escucha el concierto para piano n.º 1 de Chaikovski); con casos de contagio de COVID-19 dentro de la Villa Olímpica, así como otros casos de deportistas –como la destacada gimnasta estadounidense Simone Biles– que deciden voluntariamente retirarse de las competencias en pro del cuidado de su salud mental. Sí, es rara, inolvidable, memorable (a veces no por las mejores razones), porque en medio de la fascinación se cuela la extrañeza. Ciertamente hay emoción, pero también miedo.

Y es que nunca ha sido fácil una olimpíada en Tokio. La primera que debía celebrarse sería la de 1940, pero se precipitó la Segunda Guerra Mundial: Benito Mussolini dio su respaldo a Japón con la condición de que el favor le fuera devuelto por los nipones y así garantizar la sede olímpica para Roma en 1944. Ninguno de los dos juegos olímpicos tuvo lugar. Simplemente, las condiciones no estaban dadas, como no las estuvieron durante 2020 y como muchos detractores indican que no las están un año más tarde. Pero Tokio insiste, y ahí van sus olimpíadas que pasarán a la historia como una de las más peculiares.

En 1940, cuando se suponía que Tokio sería la sede de esas olimpíadas que nunca ocurrieron, nació un corredor de larga distancia llamado Kokichi Tsuburaya. Un año más tarde, en un delirio expansionista, al imperio japonés se le ocurrió bombardear la base norteamericana de Pearl Harbor; acción temeraria que el Almirante Isoroku Yamamoto, encargado de dirigir el ataque, resumió a su Estado Mayor con la mítica frase: «Me temo que hemos despertado a un gigante dormido».

Tanta razón tenía Yamamoto que cuando Kokichi tenía cinco años fue testigo de cómo su país recibía la inclemencia de dos bombas atómicas (sobre Nagasaki e Hiroshima). Así que el pequeño Kokichi Tsuburaya creció en un contexto donde Japón necesitaba rescatar su honor y demostrar al mundo que era capaz de sobreponerse al horror y a la humillación. Era eso o la muerte.

Finalmente, el Comité Olímpico Internacional, en un gesto de apoyo al resurgimiento del Japón, le otorgó la sede de las olimpíadas de 1964 a Tokio. El pebetero fue encendido por un joven de diecinueve años, Yoshinori Sakai, quien había nacido en Hiroshima precisamente el 6 de agosto de 1945, fecha cuando sobre su ciudad –a las 8:15 de la mañana– cayó la llamada “Little Boy” para convertir aquel día soleado en un infierno. El gesto, más que simbólico, resultaba evidente: aquí está el Japón que se levanta de las cenizas.

Yoshinori Sakai en la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos en 1964. Fotografía Archivo AFP.

Como suele ser costumbre, la competencia de cierre de las olimpíadas sería el maratón. El estadio de Tokio estaba ese día abarrotado en su aforo de más de setenta mil espectadores. Kokichi Tsuburaya no era favorito para la prueba, los nombres que más sonaban para el podio eran los del etíope (y campeón olímpico del momento) Abebe Bikila y el del plusmarquista británico Basil Heatley (quien había registrado varias veces el récord mundial). En el último tramo de ese maratón, ya dentro de la pista y marcando nuevo récord mundial, apareció el gran Abebe Bikila con una frescura tal que si el maratón se extendía por 42.195 metros más el tipo lo corría con el mismo impulso y lo volvía a ganar. Cuatro minutos más tarde apareció en el segundo lugar, para sorpresa de todos, Kokichi Tsuburaya seguido muy de cerca por el británico Basil Heatley. Kokichi llegó hasta la recta final haciendo un esfuerzo sobrehumano –la multitud lo aupaba y en su euforia amenazaba con derrumbar el estadio–, pero Heatly estaba más fresco y mucho más acostumbrado a correr maratones, de manera que remató con sus últimos arrestos y rebasó al exhausto japonés en los últimos cien metros. Kokichi cruzó la meta de tercero, el público lo siguió aplaudiendo y celebrando. Su medalla la ganaba el atletismo japonés luego de veintiocho años, la primera desde Berlín 1936. Todos estaban felices; era un bronce que valía oro para el país anfitrión, menos para Kokichi. Cuando se colgó la medalla todo el estadio aplaudía y coreaba su nombre, pero para él era un momento de humillación, no se perdonaba haber sido rebasado –en su propia casa– en el tramo final. En la foto, por su parte, Bikila luce radiante; Heatley, satisfecho; Tsuburaya tiene cara de quien asiste a un velorio.

Izquierda: El corredor japonés muestra al público su medalla de bronce. Derecha: En el podio junto a Abebe Bikila, ganador del oro. Fotografías de Wikimedia Commons y captura de pantalla de video publicado por olympics.com.

Inspirado por el mismo espíritu de los aviadores kamikazes, Kokichi hizo una promesa. Primero a sí mismo, luego a sus entrenadores, compañeros de equipo, jerarcas deportivos y políticos; y más tarde a toda su nación: dedicaría la vida a limpiar su honor, acudiría al maratón de México 1968 y ahí –lo juraba– ganaría el oro olímpico. Eso o la vida. Y se lo tomó en serio (se lo tomaron todos muy en serio); tan en serio que Kokichi fue alejado de su familia, a la que no volvió a ver por tres años, distanciado también de su novia con quien tenía fijada la boda para 1966, evento que obviamente se tuvo que suspender. Renunció a todo con tal de prepararse para la cita futura cuando a los veintiocho años –eso prometía y en eso trabajaba hasta el límite– ganaría la prueba mexicana del maratón, la que no había logrado a los veinticuatro en casa.

Nos alejamos de Kokichi en este momento y lo dejamos en esa escena de su furibundo entrenamiento para convertirse en el mejor maratonista del mundo. Viajamos ahora a Etiopía y al pasado. Es 7 de agosto de 1932 y los señores Bikila, de oficio granjeros, han tenido un niño de nombre Abebe. A los tres años, el pequeño Abebe es el mejor pastor que se haya conocido en la aldea, corre detrás de las ovejas y agrupa el rebaño mejor que cualquier adulto. Pero el pequeño crece y siente que la vida tiene que ser mucho más que perseguir ovejas. Así que con la venia de sus padres se va a la capital y a los diecisiete años consigue formar parte de la guardia imperial de Haile Selassie.

El emperador Selassie tiene un plan para apoyar a los atletas etíopes y ha destinado una suma significativa de recursos para el desarrollo de deporte del país africano. Incluso ha contratado los servicios de entrenadores europeos para explotar al máximo nivel las capacidades de los atletas etíopes. Abebe Bikila pide permiso para integrarse al grupo de maratonistas bajo la dirección del entrenador sueco Onni Niskanen, permiso que es concedido personalmente por el propio Haile Selassie (considerado por sus adeptos un Dios vivo).

Abebe no parece ser ninguna estrella. Por lo visto es uno más del montón. A veces gana, a veces pierde, a veces llega de último, a veces sucumbe a su vieja tradición de estar persiguiendo animales durante los entrenamientos. Se acercan las olimpíadas de Roma de 1960 y los cronos de Bikila no son los mejores, así que “disculpa pequeño pastorcito, pero mejor te pones de nuevo el uniforme de guardia imperial porque no vas”. Pero entonces, faltando apenas semanas para la cita romana, un golpe de suerte (para Bikila, claro) hace que el mejor corredor etíope se lesione por estar jugando fútbol con sus amigos. Se libera un puesto en la delegación olímpica, Niskanen llama a Bikila para ofrecerle el lugar vacante. Y el guepardo Abebe se sube en ese avión que lo llevará a Italia.

Lo que ocurre con Abebe Bikila en Roma 1960 debe ser de los momentos más curiosos de la historia de las olimpíadas y del deporte en general. Abebe no tiene zapatillas para correr, así que le buscan unas de la marca Adidas, patrocinadores del evento, pero el joven se calza cinco modelos distintos y asegura que él no puede correr con eso, que le lastiman los pies, que no se preocupen que él va a correr descalzo. En este momento imagino al entrenador Onni Niskanen, de nacionalidad sueca y naturalizado etíope, pero nacido en Finlandia, buscando el primer bar abierto en Roma para pedir una botella de vodka que se toma entera, a pico, de un solo trago.

Dadas las altas temperaturas del verano romano se ha decidido que la prueba se correrá de noche, con algunos trechos iluminados por antorchas. Entonces el mundo es testigo de que en el pelotón de formación que inicia la carrera hay un flaco descalzo. Ese flaco sin zapatos, dando zancadas por el empedrado e histórico suelo romano, solamente es acompañado en el kilómetro treinta por un corredor marroquí; han dejado muy atrás al resto de los maratonistas.

Abebe Bikila en las olimpíadas de Roma 1960. Fotografía de EPU / AFP.

Cuando Abebe Bikila entra triunfante al Olímpico de Roma no solamente viene descalzo, sino que corre absolutamente solo, como si fuera el único maratonista que logró llegar a la línea de meta. El flaco no solo ganaba la medalla de oro, sino que batía el récord mundial por más de ocho minutos. Sí, el pastor, el hijo de los granjeros de una localidad llamada Jato que ni aparece en los mapas, el muchacho que se distraía persiguiendo animales en los entrenamientos, el mismo que casi no se sube al avión porque no daba la talla, ahí estaba, descalzo (unos pies que no solo recorrieron cuarenta y dos kilómetros en Roma, sino que le dieron la vuelta al mundo), fresco y sonriente. Cruzó la meta y siguió derecho, corrió varios centenares de metros más. Primera medalla de un africano en los juegos olímpicos. La misma que repetiría en Tokio cuatro años más tarde, esta vez con zapatos, volviendo a romper el récord mundial, en esa carrera donde Kokichi se quedaba –muy a su pesar– con la medalla de bronce.

Dato digno de mención: seis semanas antes de la carrera en Tokio, Abebe Bikila estaba postrado en cama víctima de una apendicitis. Fue operado y solamente pudo pararse para hacer los primeros intentos por entrenar faltando apenas cuarenta días para el maratón. Pero tenía tal capacidad de recuperación y tal voluntad de triunfo que logró, por primera vez para un atleta en la historia, colgarse la medalla de oro en el maratón olímpico dos veces consecutivas.

Y aquí llega la parte en que nos reencontramos con Kokichi Tsuburaya y es, además, un apartado triste. Kokichi lleva al extremo sus capacidades, se fuerza a ser un superhombre por su nación, por su honor, por su obsesión. Pero lo único que logra es lesionarse. Es afectado por una lumbalgia crónica que lo postra por meses. Al regresar a los entrenamientos se halla física y mentalmente fundido. Los cronos (vaya ironía que así se le llame a los registros de un atleta, como el dios griego que devora a sus hijos) están remotamente distanciados de los que debería tener un maratonista olímpico. Una mañana, para sorpresa de sus compañeros de entrenamiento, Kokichi no se presenta al desayuno. Van a su habitación y lo encuentran con el cuello rebanado por una hojilla de afeitar, sobre un charco de sangre. Faltaban nueve meses para el maratón de México 68: tenía veintisiete años. Junto a su cuerpo sin vida había una nota. De esa nota hay dos versiones, una oficial y la otra contada por los amigos que lo hallaron muerto esa lamentable mañana. La oficial dice: “Siento mucho crear problemas a mis instructores. Les deseo éxito en México”. Y cerraba con la frase: “Estoy demasiado cansado para seguir corriendo”. La segunda versión, la que sus amigos recogen, es mucho más íntima y desoladora: “Querido padre y querida madre: Kokichi está demasiado cansado para correr más”.

En los Juegos Olímpicos de Tokio 1964, Japón ganó su primera medalla olímpica de atletismo en la posguerra. Pero para Kokichi Tsuburaya no llevarse el oro fue siempre un peso. Fotografía tomada de theolympians.co

Abebe Bikila sí correría el maratón de México 1968, pero en el kilómetro diecisiete su cuerpo no dio más y abandonaría la carrera víctima del agotamiento producto de la altura de Ciudad de México. Unos años más tarde, quizás porque necesitaba la velocidad que sus piernas ya no le podían dar, sufrió un accidente de tránsito en su natal Etiopía conduciendo su Cadillac modelo 1966. Quedó parapléjico. La última vez que se vio al “guepardo Bikila” sobre una pista olímpica fue en Munich 1972. Esta vez el recorrido lo hizo arrastrado en una silla de ruedas. Sin embargo, fue aclamado por la multitud. Una imagen a la vez que recogía todo el dolor y la belleza honorable de este mundo.

Un año más tarde, en 1973, Abebe moriría de un repentino derrame cerebral. Es probable que, como Kokichi, se había cansado de vivir sin correr como él deseaba.


ARTÍCULOS MÁS RECIENTES DEL AUTOR

Suscríbete al boletín

No te pierdas la información más importante de PRODAVINCI en tu buzón de correo