Damnatio memoriae. Condenar la memoria

17/08/2019

Busto de Calígula, detalle | Museo Arqueológico de Venecia

Por la decisión de los ángeles y el juicio de los Santos, excomulgamos, expulsamos, execramos y maldecimos a Baruch de Spinoza, con la aprobación del Santo Dios y de toda esta Santa comunidad, ante los Santos Libros de la Ley con sus 613 prescripciones, con la excomunión con la que Josué excomulgó a Jericó, con la maldición que Elías profirió contra los niños y con todas las maldiciones escritas en el Libro de la Ley.

Maldito sea de día y maldito sea de noche; maldito cuando se acueste y maldito cuando se levante; maldito cuando salga y maldito cuando regrese. Que el Señor no lo perdone. Que su cólera y su furor se desaten sobre este hombre y arrojen sobre él todas las maldiciones escritas en el Libro de la Ley. El Señor borrará su nombre bajo los cielos y lo expulsará de todas las tribus de Israel, abandonándolo al maligno con todas las maldiciones del cielo escritas en el Libro de la Ley…

Ámsterdam, julio de 1656

El día 24 de enero del año 41 de nuestra era caía el emperador Calígula, apuñalado por sus enemigos cuando se dirigía a desayunar después de una de sus típicas noches de excesos. Cuenta Suetonio en su Vida de Calígula que, al salir de sus aposentos, se detuvo a ver los ensayos de unos niños actores que había hecho traer del Asia menor para un festival de teatro en Roma. Fue cuando aprovecharon los conjurados para coserlo a puñaladas. Los capitaneaba un tal Casio Querea, un militar de poca monta aunque apoyado por los equites (caballeros) y no pocos miembros de la Guardia Pretoriana, así como los miembros del senado. Cuando la guardia personal del emperador escuchó los gritos, ya Calígula yacía en un charco de sangre. Sin embargo, los conjurados no se detuvieron allí. Pese a que muchos fueron ejecutados al momento, otros corrieron en busca de la esposa del emperador, Milonia Cesonia, para apuñalarla también, mientras que a su hija, Julia Drusila, le destrozaban el cráneo estrellándola contra un muro.

No había sido la primera conspiración contra Calígula, nos cuentan Tácito en sus Anales, Flavio Josefo en sus Antigüedades judías y el mismo Suetonio en su biografía. Las fuentes nos pintan al emperador como un joven demente, caprichoso y enfermo sexual, que mataba por diversión y había llegado a tener relaciones incestuosas con sus hermanas, obligándolas después a prostituirse. En algún momento de su semblanza, Suetonio nos dice: “Hasta aquí he hablado de un príncipe; ahora hablaré de un monstruo”.

Dicen que conversaba con la luna llena, pero quizás su anécdota más famosa sea la que refieren el mismo Suetonio y Dión Casio en su Historia romana, acerca de que nombró a su caballo preferido, Incitato, cónsul y sacerdote. Filón de Alejandría dice que pretendió erigir una estatua suya en el Templo de Jerusalén, algo inconcebible para los judíos, y Dión Casio cuenta que se hizo deificar en vida, contra toda costumbre romana. A menudo aparecía en público vestido de Hércules, Mercurio, Venus y Apolo, mostrándose como un dios ante la plebe. También se hizo erigir tres templos dedicados a su propio culto: uno en Mileto y dos en Roma. Si los romanos solían divinizar a sus emperadores después de muertos, Calígula obligó al senado a rendirle culto en vida.

Quizás sea por eso que, dice Suetonio, después de la muerte de Calígula el senado decidió “abolir la memoria de los césares y destruir sus templos”. La medida debió molestar y mucho al emperador recién asesinado, cuyo fantasma siguió espantando por largo tiempo a la guardia de los Jardines Lamianos, en la colina del Esquilino, donde su cadáver fue secretamente enterrado, muy cerca de donde hoy queda la estación Termini y la Plaza Vittorio Emanuele II. También nos cuenta Suetonio que por las noches se escuchaban espantosos ruidos en el palacio donde cayó asesinado.

La condena de la memoria

Historias de fantasmas aparte, nos interesa mucho la medida que contra el emperador adoptó el senado romano. No creamos que fue Calígula el único a quien se le aplicó, aunque sí el primero. Otros emperadores romanos, como Nerón, Domiciano, Cómodo, Heliogábalo o Constantino II entre otros, también sufrieron la Damnatio memoriae, la “Condena de la memoria”. El término, como tantas otras cosas que inventaron los antiguos y se olvidaron de ponerle nombre, es moderno. Se atestigua por primera vez en una tesis jurídica escrita a fines del siglo XVII en Leipzig por un tal Christoph Schreiter, titulada, precisamente, De damnatione memoriae.

La Condena de la memoria era una medida que excepcionalmente adoptaba el senado en contra del recuerdo de algún enemigo del Estado, no solo contra emperadores locos. Pero en el caso de los emperadores, una vez que habían muerto, el senado procedía a decretar su divinización, la Apoteosis, autorizando su culto público. Sin embargo, excepcionalmente podía ocurrir que el emperador muerto hubiera sido nefasto y detestado. Entonces se decretaba la Damnatio memoriae, procediendo a ordenar la eliminación de todo lo que pudiera recordar al condenado: imágenes, estatuas, monedas o inscripciones. Asimismo sus leyes quedaban abolidas, y los edificios y obras que había hecho construir eran destruidas o atribuidas a su sucesor. Incluso se llegaba a prohibir el pronunciar su nombre, la Abolitio nominis. Las formalidades y procedimientos de la Damnatio memoriae quedaron prescritas en códigos como las Instituta, el Digesto y el Código Justinianeo.

Más allá y más acá de Roma

Tampoco pensemos que la Damnatio memoriae fue una invención romana, antes bien, parece una práctica de antiquísima data. Existen vestigios de que ya se había practicado entre los faraones egipcios. Se dice que el faraón Semerjet, de la I Dinastía egipcia, hacia comienzos del tercer milenio a.C. borró el nombre de su predecesor Adyib de inscripciones y monumentos. Asimismo, mil quinientos años más tarde, los vestigios de la reina Hatshepsut, de la XVIII Dinastía, fueron sistemáticamente eliminados por su sobrino Tutmosis III, quien le sucedió en el trono. Cuenta Valerio Máximo, en sus Hechos y dichos memorables, que el 21 de julio del año 356 a.C. un pastor llamado Eróstrato incendió el templo de Artemis en la ciudad de Éfeso, considerado como una de las siete maravillas del mundo. Habiendo confesado su crimen, Eróstrato afirmó que su única intención era lograr la fama a cualquier precio, razón por la que las autoridades de la ciudad prohibieron el registro de su nombre y de la atrocidad que cometió para las generaciones futuras. Cosa que no consiguieron, como es evidente.

Modernamente también podemos registrar prácticas comparables a la romana Damnatio memoriae. En la Unión Soviética, entre 1924 y 1953, el régimen de Stalin prohibió, bajo severas penas, la mención de disidentes como León Trotsky, Nikolái Bujarin y Grigori Zinóviev, entre otros “personajes incorrectos”. Sus nombres debieron ser eliminados de la prensa, los libros y todo documento histórico, incluso sus rostros fueron borrados de las fotografías oficiales, que debieron ser retocadas. Después, la figura del mismo Stalin sufrió un trato similar por parte de su sucesor, Nikita Jrushchov, como parte de una política destinada a acabar con el culto a la personalidad del viejo líder. En 1955, después del golpe de Estado contra Juan Domingo Perón en la Argentina, las nuevas autoridades prohibieron el uso público de su nombre, de forma verbal o escrita, así como el de su esposa Eva Perón, y los edificios o lugares públicos con sus nombres debieron ser rebautizados. Lo mismo ocurrió en Egipto después de la Revolución de 2011, con los nombres del presidente depuesto, Hosni Mubarak y su esposa Susanne. Finalmente, la Ley de Memoria Histórica, promulgada en España en 2007, prevé “la retirada de escudos, insignias, placas y otros objetos o menciones conmemorativas de exaltación, personal o colectiva, de la sublevación militar, de la Guerra Civil y de la represión de la Dictadura”.

Vemos cómo la tentación de cambiar el pasado y suprimir la memoria es tan antigua como los regímenes políticos mismos y dura hasta hoy, así como el fracaso de estas tentativas. Lo sabe la historia. También lo saben los fantasmas.


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