LiteraturaDiario de Milán

Diario de Milán, noviembre 2017. Parte II

Fotografía de Illustrati

25/11/2017

Milán, martes 21 de noviembre de 2017

Las informaciones que recibo de Venezuela no son noticias sino partes de guerra, “vísceras de soledad”. Carencias inenarrables, miseria, hambre, violencia y muerte. El país da la impresión de una ciudad sitiada, donde las posibilidades de salir son cada vez más disminuidas, lo mismo que las de entrar.

Mis amigos italianos se preocupan, pero no pueden imaginarse la seriedad de la situación. Cómo hacerle creer a alguien que en uno de los países con reservas de hidrocarburo más ingentes, las personas deban arrastrarse para obtener la ración exigua de alimento que les destina la administración. Con todos los horrores de su dictadura, a punto de extinguirse, Mugabe dejó un país donde antes no había sino organizaciones tribales en una vasta tierra desolada, donde los colonizadores se habían llevado hasta los clavos de las edificaciones de madera. En Venezuela, la revolución fundada por un mediocre teniente-coronel, y prolongada por sus aún más lamentables secuaces, se ha empeñado en no dejar nada de lo que encontraron que, con todos sus desajustes, no era poco. Un proyecto, de “tierra quemada” difícil, al menos para mí, de entender, y más arduo aún de explicar. El país da la impresión de una ciudad sitiada en la cual el enemigo bárbaro se encuentra intramuros.

Dioniso en Sicilia

Un grupo de arqueólogos ha encontrado, en algún lugar de Sicilia, cercano a Agrigento, restos de grandes ánforas de terracota que se remontan a más de 6.000 años a.C. El descubrimiento es de esos que uno en el fondo quisiera que no se hubiesen producido. En efecto, el hallazgo obliga a toda una reescritura de las antiguas culturas mediterráneas. Hasta ahora se daba por seguro que la producción vinífera en Italia había comenzado hacia 1.200 a.C., cuando los primeros colonos griegos llegaron a la península para fundar lo que conocemos como Magna Grecia. La mitopoética capacidad de los griegos atribuía a Dioniso el don del cultivo de la uva, primero en Grecia continental y luego en sus posesiones de ultramar. Pero si no fue Dioniso, el hijo de Zeus, el que llevó la vid a Italia, ¿quién lo hizo? Como en el caso del desafortunado Edipo, en ocasiones, y así habría opinado Montaigne, estoy seguro, que es dejar las cosas como son o aparentan ser.

La muerte de las librerías

Desde que mi destino suramericano me ha hecho venir con mis blancos huesos a esta ciudad lombarda para permanecer algunos meses del año, no han sido pocas las experiencias gratas: la familia, buenas exposiciones y librerías, óperas, caminatas, y los amigos que llegan de lejos a visitarme, uno de los grandes dones de la vida, como cantaba Ezra Pound. Pero, como también cantaba Apollinaire, “la joie venait toujours après la peine”. Y así, me ha tocado asistir a una de las situaciones más penosas para alguien que dedicó toda su vida a adquirir, leer, alguna vez coleccionar, y hasta escribir libros. Hablo del cierre de librerías, y me ha tocado un par de ellos desde que vengo a Milán.

La primera, la Librería del Corso, en Corso San Gottardo, con sus amplios espacios a dos niveles, sin la desmesura de las Feltrinelli, Mondadori o Barnes & Noble, y su sección dedicada a albergar, casi en su totalidad, el envidiable catalogo de la editorial Adelphi. La otra librería, más pequeña, casi íntima, como un “boudoir” para el placer del texto, situada en Largo Mahler. Para ser consecuente con el nombre de la calle, el dueño mantenía, en uno de los rincones, un despliegue de exquisitas y raras grabaciones en sellos poco comerciales. Lo mismo que sus estantes, con libros de esos que “no se encuentran en ninguna parte”, a la usanza de la legendaria librería Gotham (“Wise men fish here”), de Manhattan, y limitadas ediciones de libros de poesía bellamente editados. “La gente lee menos, y prefiere comprar por Internet”, me dijo, con tristeza inefable, el propietario un día antes del cierre.

No han sido estas las únicas ventas de libros que he visto desaparecer en estos sesenta años de mi oscura filiación. La lista es larga y vinculada a mi más íntima biografía. Estas son algunas cuya desaparición más me ha afectado, con las cuales después de una o varias visitas mantuve un largo y cordial intercambio postal, no necesariamente distinto a lo que se cuenta en un film protagonizado por Hopkins y cuyo nombre tenía que ver con Russell Square. La librería Galatea, donde un día memorable de 1972, pude adquirir un par de cajas con docenas de números viejos de la Nouvelle Revue Française, incluso aquellos donde fue publicada por primera vez La condición humana de Malraux. O la Mandrágora, fundada y dirigida por Aldo Pellegrini, y en cuyas estanterías (siempre recuerdo a Pellegrini hablándome desde lo alto de una altísima escalera) no había cabida para nada que no fuera la más estricta ortodoxia surrealista. Ambas en Buenos Aires, en los años premonitorios de la dictadura.

La Giacosa, en Florencia, inmortalizada por Zeffirelli en una película con Vanessa Redgrave, y en cuyas iluminadas salas entré en contacto con la elevada lírica de Mario Specchio. En Nueva York la lista es larga, e incluye a la legendaria Brentano’s, en la Quinta Avenida, en el edificio donde funcionaba la editorial del mismo nombre, y en una de cuyas oficinas, el editor Maxwell Perkins lidiaba con los egos desmesurados de gente como Hemingway, Scott Fitzgerald o Thomas Wolfe; la 8th St. Bookshop, protagonista de no pocos de los mejores momentos de la vanguardia de Greenwich Village, y así hasta la nunca suficientemente lamentada extinción de la vieja Gotham Book Mart de la calle 45. De París, solo me ha tocado lamentar las salidas de La joie de lire y la estupenda La Hune, a la cual había llegado en 1979 por recomendación de Humberto Díaz Casanueva. No son estas las únicas, claro está. Todavía quedan por mencionar la Buchholz de Bogotá, o la reducida, pero tan mágica como una casa de muñecas, librería de Juan Mejía Baca en el sector más viejo de Lima, cuyos escalones de entrada, en dura piedra volcánica, conocieron las reiteradas pisadas de Martín Adán cuando llegaba con sus manuscritos para su único lector, el propietario del local.

En Venezuela, son pocas las que han sobrevivido a la ruina, y muchas las que conocí y amé, como la legendaria Cosmos en el Pasaje Río Apure del Centro Simón Bolívar, cuyo orden compensaba el magnífico caos del local opuesto donde el poeta Alves Moreira, en un divino monumento al caos, acumulaba más libros de los que cabían en sus espacios. Pero, sobre todo, lamento la desaparición de la Librería Internacional, de Valencia, donde disfruté del afecto, la inteligencia y la belleza (los ojos azules más bellos de mi vida) de Marina, su dueña y viuda de Daniil Kharms (uno de los grandes nombres de la vanguardia rusa de los años treinta). Cuando pienso en esto, no sin dura nostalgia, me siento como los poetas alejandrinos frente a la humeante tragedia del incendio de la irrepetible Librería de su ciudad.

Milán, miércoles 22 de noviembre de 2017

Montero

Recibo desde Nueva York un correo de José Miguel López, mi exestudiante en la Escuela de Letras y ahora docente universitario en esa ciudad, para comunicarme, con otras cosas, su nostalgia por los tiempos de Montero, que es como se llamó la revista digital que durante dos años dirigí con Ricardo Alfredo Bello, la cual por motivos vulgarmente económicos (falta de apoyo financiero) desapareció, literalmente. El verbo desaparecer, en un tono elíptico, era utilizado en términos predigitales para referir el cierre de una publicación.

En realidad, no desaparecía del todo porque los números impresos estaban en alguna parte, pero dejaba de ser publicada. Su acepción literal encuentra su correspondencia en estos tiempos informáticos. En los cuales, cuando una revista desaparece quiere decir que deja efectivamente de existir sin dejar huella. Ya no hay ningún coleccionista al cual dirigirse en busca de números viejos, sencillamente porque no existen. Ni los viejos ni los nuevos. Al cerrar lo que llaman, utilizando una de las palabras más eufónica del inglés —y que en el fondo es un galicismo,“Domaine”—, las ediciones de la revista que una vez podían ser leídas y consultadas en una pantalla, ahora no están, ingeridas y digeridas por un espantoso agujero negro.

Más adelante, o en otro correo, José Miguel me incluye uno de sus cuentos escritos en inglés y añade sobre el asunto de escribir en otra lengua, la famosa “extraterritorialidad” de Steiner. Escribe mi joven amigo: “Exigencias del exilio? No lo sé. Siempre me he acercado con muchísima cautela a mi lengua adoptiva, pero a mi edad la cautela se empieza a parecer más a la cobardía”. Un sentimiento seguramente compartido por muchos venezolanos arrojados al exilio por los dislates de un mal gobierno. En todo caso, y en cualquier idioma, los cuentos de José Miguel son dignos de atención. No exagero cuando digo que se trata del escritor venezolano de literatura fantástica más fino e interesante de las ultimas generaciones.

Hoy es el día de Santa Cecilia, patrona de los músicos. Para recordarlo, Radio Classica Milano nos regala una selección de sus sonatas para clavecín transcritas al piano.

Ayer, una corta caminata por Piazza Duomo donde se levanta la imponente catedral gótica, más imponente y hermosa después de una limpieza en la cual se demoraron una buena docena de años. Es probable que no se trate del más estricto ejemplar de la arquitectura de su estilo, como Chartres o Reims, pero el conjunto es de una belleza conmovedora. Tal vez por lo mismo, por no ser tan sectariamente gótica. Y la plaza que la precede es uno de los espacios abiertos más gratos de Europa, un lugar donde provoca estar unos minutos antes de ir por un aperitivo (que es el sentido último de toda plaza, de acuerdo a Filippo Brunelleschi, padre de todos los arquitectos).

Friedrich Ani

No es obvio encontrar entre los escritores de novelas policíacas más frecuentados a un autor de lengua alemana. Generalmente, asociamos los nombres de los autores tedescos, y en esto no nos falta razón, con dilatadas épicas narrativas del genero de José y sus hermanos, Alexanderplatz Berlin, La montana mágica, Henry IV, Los sonámbulos, El hombre sin atributos, Aniversario, El tambor de hojalata, Años de perro, hasta La torre: todas entre las 500 y las 1500 páginas, no menos. Y ningún lector serio del género policial, en ningún lugar del mundo, aceptaría ser sometido a tal prueba para dar con el asesino. No obstante, la lectura distraída y fragmentaria de un artículo en Die Welt me llamó la atención por la pregunta que se hacía el redactor de la reseña: “¿Las novelas de Friedrich Ani son en verdad policíacas?” Ciertamente, no era la primera vez que leía algo parecido.

Hace algún tiempo, otro periodista alemán se hacía la misma pregunta, pero referida a Friedrich Dürrenmatt, quien, para muchos, es el más grande autor policíaco de la segunda mitad del XX. Que hayan coincidido ambos periodistas especializados no tiene nada de casual. En lo primero que he pensado al comenzar a leer Il giorno senza nome (El día sin nombre) —la cuidada versión al italiano de Der namenlose Tag (2015), el libro más reciente de Ani— es en El juez y su verdugo, la novela policíaca de Dürrenmatt, que es mucho más que una muestra de género policial, y más heideggeriana que todas las fallidas novelas que escribió el autor de El ser y la nada. La historia que cuenta Friedrich Ani no tiene nada de especial. Y también recuerda la apasionante novela policíaca de James Ellroy, donde el narrador, muchos años después del trágico suceso, comienza a investigar sobre el “caso cerrado” del homicidio de su madre. En el caso de Ani, el padre de una mujer que cometió suicidio hace una veintena de años, le pide al detective de la historia, el inspector Jacob Frank, recién jubilado, que se encargue de una nueva investigación del caso. Hasta ahora no he avanzado más allá de los primeros capítulos, pero desde el primer párrafo se siente la alemanidad de Ani, como la sentimos en la pintura de Kiefer o en la música de Stockhausen. Entre otros rasgos comunes, la necrofilia del inspector, un atributo de la literatura alemana después de Goethe:

“Los muertos no celebraban su fiesta; llegaban cuando les parecía y se quedaban en la noche, a veces dos, a veces una solamente, como poniéndose, tal vez por respeto recíproco, de acuerdo.”

Milán, jueves 23 de noviembre de 2017

El frío y la niebla han regresado a la ciudad lombarda que, en este mediodía, continúa envuelta por un velo gris y blanco. ¿Cómo pueden diferir tanto dos climas en un mismo planeta? Esta frialdad septentrional frente al sol triunfante del trópico. Siempre, y lo heredo de mi madre, he admirado a los habitantes de estos países que han construido una civilización a pesar de la inclemencia meteorológica. Cuando llevo a Alessandro a las 8:30 am a su colegio, el sol apenas se alza en el horizonte; y cuando, a las 6 pm, paso a recogerlo, ya es noche profunda. Pienso también, con no menos respeto, en los cientos de miles de venezolanos que han optado por el difícil exilio de fríos y nieblas antes de seguir sufriendo las humillaciones y miserias del opresor.

Diarios

Cesare Pavese —nacido en Santo Stefano Belbo, a dos horas escasas de Milán— decía que la vida, y tenía razón, es un “vicio absurdo”. Pero también lo es escribir diarios: él sabía, a su manera, escribirlos y fue autor de un estremecido Diario.

El escritor de diarios tradicionales tenía un carácter póstumo, y lo sigue teniendo en muchos casos. Escribe diariamente para que, por distintas razones, lo que escriba sea publicado, en caso de que lo sea (Kafka, antes de morir, pidió que destruyeran los suyos, y Ted Hughes, sin que nadie se lo pidiera, destruyó una parte de los de Sylvia Plath, su esposa) después de su muerte. Desde que comencé en serio a escribir los míos, en 1995, me propuse una opción distinta. En lo cual seguía el ejemplo de grandes diaristas franceses (Léautaud, Gide, Green) alemanes (Jünger) que publicaban sus diarios periódicamente. Aquí, en la mesa donde escribo, tengo un volumen de Gide, que compré en algún pueblo de Provenza: Pages de journal donde el autor hizo publicar sus notas escritas en 1935-36. Y no fue la única vez que lo hizo. Green, por su parte, los publicaba regularmente a medida que los escribía. Y esto fue lo que intenté hacer, al principio con un a suerte que desmentía el carácter absurdo de la empresa. No obstante, el absurdo terminó por alcanzarme y las posibilidades de publicación han casi desaparecido. Mientras, mis manuscritos se acumulan de manera vergonzosa. Llevo hasta ahora diez tomos inéditos y sin esperanzas. Pero continúo escribiendo todos los días; porque así son los vicios absurdos, no tienen sentido.


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