CrónicaLenguaje

Contra las palabras rebuscadas

Fotografía de Juan Pablo Lauriente / Flickr

09/12/2017
Dice Ernesto Sábato que el mundo andaba bien hasta que se creó la palabra “parámetro”.

Borges propuso desterrar de la memoria universal al inventor de la palabra “conmilitón”.

«Una amiga mía, extremista como ella sola, dice que le aplicaría la pena capital a un profesor que tuvimos en la universidad, un tipo tan rebuscado que cuando le entregábamos nuestros ensayos no nos decía que los calificaría, como hacían los otros maestros, sino que los iba a “someter a un discernimiento”. Me cuentan mis corresponsales que el profesor sigue pronunciando su afectada frase en el mismo tonito petulante de hace veinte años, como si estuviera diciendo: “Mira de lo que soy capaz”.

Todos tenemos una lista de palabras que nos chocan, que nos golpean en el hígado. Que nos hacen sentir, como a Sábato, que si las decimos el mundo se va a acabar. ¿Qué tal los vocablos “incomensurable”, “inenarrable” y “magnanimidad”? Durante mucho tiempo sentí que no me gustaría tener de cuñado a alguien que se exprese de esa forma. Pero ahora, cuando veo que un columnista de prensa escribe “el día retro próximo” en lugar de decir “ayer”, no preparo la soga de la horca sino que simplemente me río. Cuando escucho a cualquier orador latinoamericano diciendo que “la depuración de las costumbres políticas es un propósito nobilísimo e insoslayable”, no me acuerdo de Cicerón sino de Cantinflas. Por eso –insisto– sonrío, y hasta lo tomo como un guiño que el buen hombre me hace, para que no me aburra. Lo mismo me pasa con esos comentaristas deportivos que analizan la “curva elíptica” de la defensa y la necesidad de “referenciar” al goleador contrario. Uno de ellos llegó al extremo de remplazar la palabra “lluvia” —bella y simple— por un esperpento memorable: “precipitación pluviométrica”. Quizá un día de estos, cuando algún atacante desperdicie un gol fácil mandando el balón a veinte metros del arco, este señor nos diga que “la pelota se ha perdido en lontananza”.

Es el mismo lenguaje simulador y presuntuoso que caracterizaba ese período histórico conocido en Colombia como Patria Boba: época de patillas engoladas, de retratos con aire independentista, de manos cursis posadas sobre el corazón. Las palabras, a tono con ese espíritu artificioso, eran alambicadas, fatuas, más propicias para la esfinge de mármol y el pergamino que para la conversación entre los hombres. Para la muestra, varios botones: “bajaré tranquilo al sepulcro”; “otro día de gloria va a coronar nuestra admirable constancia”; “mi autoridad emana de vosotros”. Nuestras repúblicas fueron grandilocuentes desde sus orígenes. Sus dirigentes, retóricos a ultranza, han estado siempre más dispuestos al discurso que a la acción. Para controlar la historia no han tenido que empuñar la espada de acero sino la pluma de ganso. Se trata de esa enfermedad bautizada por el periodista Alberto Aguirre con el nombre de “acromegalia del verbo”, cuyos síntomas más evidentes son el rodeo inútil y la solemnidad. Aún hoy se siguen empleando impunemente antiguallas como “acuerdo sobre lo fundamental” y “venerable parlamentario”. Quienes las usan acaso están más interesados en oírse a sí mismos que en ser oídos. Por eso, quizá, hemos producido más monólogos que diálogos.

¿Qué pretenden el escritor que cambia la palabra “verano” por “estío”, el diplomático que le llama “disyuntiva difícil” al “enfrentamiento” con el país vecino, el poeta que no se baña en “el mar” sino en “el piélago” y el cronista que utiliza giros como “sosiego post-coital”? Todos ellos tienen en común la creencia de que la impostura hace milagros: suponen que para ser poéticos, basta un sinónimo; para solucionar los conflictos, un eufemismo, y para resultar exquisitos, una pirueta verbal. Están también los que siempre plantean sus ideas de la manera más vaga o enredada que les es posible, porque estiman que mientras menos se les entienda lo que dicen, más interesantes parecerán ante sus interlocutores. No ven la claridad como un atributo necesario sino como un problema de estilo, porque los pone al alcance del populacho. Entonces, para conjurar semejante peligro, no usan “apuntes” sino “acotaciones” y nunca ponen su “firma” sino su “rúbrica”. En vez de “preguntar”, “interpelan”, y si por casualidad tienen un perro en casa, se refieren a él con el apelativo de “gozque”. Para ellos no existen los “discursos” sino las “alocuciones”, ni los “desacuerdos” sino los “disensos”.

Sé de personas que también en las palabras establecen jerarquías sociales. “Morirse”, para ellos, es asunto de plebes: lo “de buen recibo” entre la gente de su alcurnia es “fallecer” o “expirar”.

***

Cuando tenía doce años me tocó leer el poema Boda Negra, de Julio Flórez. Aunque no lo entendí, me lo aprendí de memoria. Creía quizá, como suele ocurrirle a mucha gente, que si sus versos resultaban complicadísimos debía ser porque eran muy inteligentes:

Llevó a la novia al tálamo mullido

Se acostó junto a ella enamorado

En aquella época era muy tímido y no me atrevía a abordar a las muchachas del barrio. Cuando alguna me gustaba, le enviaba una carta en la cual le proponía que nos acostáramos en el “tálamo mullido”. Ninguna me tomaba en serio, por supuesto, ni para abofetearme ni para complacerme. Es obvio que no entendían nada.

La lista de palabras y frases incomprensibles que conocí durante aquellos años es más bien extensa. A un primo mío que era mujeriego, mis tías le llamaban “promiscuo”. No entendía por qué diablos a un muchacho que tenía tantas novias bonitas, se le nombraba con ese vocablo tan feo. La confusión empeoró cuando supe que mi tío Gonzalo trabajaba como “juez promiscuo”. Me lo imaginaba asediado por bandadas de mujeres que lo mimaban, le arreglaban el bigote y le ponían un clavel rojo en el bolsillo de la camisa. Una tarde, mi tía Libia me preguntó qué quería ser cuando fuera grande, y yo le respondí sin vacilar: “periodista promiscuo”.

Entre los chicos de mi edad, me sentía seguro; entre los adultos y sus palabras raras, me sentía imbécil. Los poetas que nos recomendaban los profesores comparaban los labios de las mujeres con la miel de las abejas y con el néctar de las manzanas, pero mi primo, que las había besado a casi todas, decía que ninguna boca era dulce y pegajosa como el almíbar. Lo que hoy en día es ya una certidumbre, en aquel momento era tan solo una sospecha: el lenguaje, herramienta esencial de comunicación entre los hombres, falsifica, engaña.

***

Muchas de las expresiones rebuscadas que conocí en la adolescencia, me siguen pareciendo inocentes. O bien se debieron a la vanidad, o bien a la torpeza, o quizá fueron tan solo rezagos de una época en que el mundo era más rimbombante. Varias se han sedimentado en mi memoria: “ósculos mortuorios”, “omoplato sifilítico”, “noche ineluctable”, “beso trémulo y perenne”. No pediría, como mi amiga, la pena de muerte para sus autores, pues esas frases me producen nostalgia, lo admito.

Existe, en cambio, otro tipo de fraude que de ninguna manera es inofensivo. Lo cometen quienes no usan el idioma para revelar sino para ocultar, aquellos —casi siempre políticos— que le llaman “carencias” al “hambre” y “malversación de fondos” al “robo”, esos que jamás hablan de “la gente asesinada” sino de la “tasa de criminalidad”. No hay que ser paranoico para afirmar que la razón de ser de tales burladeros retóricos es esconder las verdades incómodas. El problema va más allá de la semántica: se empieza por el cambio del lenguaje, pero después se puede alterar cualquier otra cosa: la Constitución Nacional, las estadísticas, los indicadores económicos, el curso de los ríos o la temperatura de los nevados. Por algo decía Confucio que cuando las palabras pierden su significado, los hombres pierden su libertad. Hubo un tiempo en que los poderosos no retorcían la lengua para encubrir la realidad. Se hablaba de “tugurios” y no de “zonas deprimidas”, de “subdesarrollo” y no de “vías de desarrollo”, de “enfermedades” y no de “quebrantos de salud”.

Ahora bien: justo es admitir que no siempre hay mala intención detrás de los eufemismos. A menudo se trata de un sentido compasivo del lenguaje. Algunos ingenuos creen que ciertos problemas son menos graves si se les nombra de un modo piadoso. Y así, al “cáncer” le llaman “penosa enfermedad” y a la “ruina”, “insolvencia”. Maniáticos de la urbanidad, suponen que una forma refinada puede borrar un fondo brutal. La mala noticia es que las “prostitutas” no dejan de ser lo que son simplemente porque ahora les expidan carnets de “trabajadoras sexuales”.

En estos tiempos hay una obsesión desmedida por lo políticamente correcto. Ahora, el “viejo” no es “viejo” sino “adulto mayor” y los “pordioseros” no son “pordioseros” sino “seres menesterosos”. Digan lo que digan los pontífices de la diplomacia moderna, yo me niego a reemplazar la palabra “negro” –que nunca he usado peyorativamente– por el vocablo “afrodescendiente”, que se me antoja insulso. No habrá quien me convenza de usar ciertas palabrejas que se han puesto de moda, como “propositivo” y “paquete de soluciones”. ¿De dónde sacaron los académicos eso de “insumos” para referirse a lo que antes se conocía, sencillamente, como “apuntes”, o “investigación”, o “material de trabajo”? ¿Insumos? ¡Qué horror! Jamás se abrirá mi boca para pronunciar estos mamarrachos idiomáticos. Pero eso sí: tampoco propondré la horca para quienes los utilizan, pues, al fin y al cabo, como decía uno de mis maestros más queridos, ninguna idea se merece un cadáver.

***

Quizás lo que ocurre es lo que insinúa Octavio Paz: que cada persona viene al mundo con sus propias palabras, ya contadas, debajo del brazo. Cuando las encontramos por la vida, no las conocemos sino que las reconocemos. Nos damos cuenta, de inmediato, si son nuestras, si son las palabras que elegimos y nos eligieron, para decir lo que necesitamos decir. En la República Soberana e Independiente de las Palabras hay desde escoria hasta piedras preciosas. Cada quien busca lo que necesita. Cada quien recibe lo que se merece. En este universo no hay injusticias, no hay dominios arbitrarios: tienes lo que te has ganado, ni más ni menos.

Creo que la precisión en el lenguaje no debería ser una preocupación exclusiva de los escritores: a todos los seres humanos nos viene bien expresar nuestras ideas con los vocablos justos. Mark Twain lo dijo de manera muy hermosa: “La diferencia entre la palabra adecuada y la casi correcta, es la misma que entre el rayo y la luciérnaga”.

No resisto la tentación de terminar este artículo contando una experiencia que me sucedió con mi hijo Mario. Una tarde cualquiera de 1995, cuando él tenía seis años, se me ocurrió llamarlo con una de aquellas palabras grandilocuentes que me aprendí en la adolescencia.

—Ven acá, benemérito –le dije, mientras lo halaba por un brazo.

Él se me soltó de las manos, furioso, y se alejó mascullando entre dientes:

—¡Más benemérito serás tú!

Desde entonces supe que al muchacho tampoco le gustan las arandelas innecesarias. Esa es la razón por la cual a él las amigas sí le entienden y lo acompañan, sin agüeros, a dormir en el “mullido tálamo”.


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